Hace unas semanas escribía yo en este mismo espacio una reseña sobre un libro de Ana María Matute, titulado Luciérnagas. El contenido de aquella crítica no dejaba en buen lugar la novela de la escritora catalana. El mismo día supe, por un amigo, que Matute se encontraba ingresada en un hospital de Barcelona y que, además, estaba grave. No debió de ser para tanto la cosa porque más tarde conocí que estaba participando en unas jornadas sobre novela negra recientemente celebradas en Gijón. Pero durante los días de estancia en el hospital, anduve en vilo por si se me moría la Matute y mi artículo se convertía en un inoportuno epitafio; de nada servía haber ensalzado antes su figura cuando le fue concedido el Premio Cervantes. Yo, que imaginaba a una Matute entubada y agonizante en el hospital, anuncié a mis alumnos la luctuosa noticia (entonces estábamos leyendo juntos, precisamente, sus Luciérnagas) y en un ejercicio de redención, tan sincero como ridículamente dramático y solemne, les dije que, dado que la escritora no podía ya hablar por ella misma, nosotros levantaríamos su voz mediante las nuestras, leyendo las palabras que ella escribió. Más adelante, cuando supimos de la Matute vivita y coleando en Gijón, bromeamos apuntándonos el mérito de su resurrección, conseguido mediante aquellas letanías, compartidas en voz alta en el espacio sagrado del aula, que fueron las lecturas de su obra.
Hay dos posibles cargos de conciencia para quien habla mal de un escritor. El primero surge en el caso de que éste haya muerto o, peor aún, que acabe de morir; entonces uno es un ser insensible, cobarde e irrespetuoso. El segundo nace cuando el escritor que no nos gusta es venerado por la crítica autorizada, en cuyo caso uno es un lerdo sin formación, incapaz de entender el indiscutible mérito de ese prócer de las letras. No obstante, creo haber conseguido cierta inmunidad ante estas acometidas de la conciencia. Y ello ha sido tras leer un magnífico artículo escrito el pasado mes de mayo por Antonio Muñoz Molina en El País, titulado “Las afinidades” y compuesto con motivo de la muerte del escritor mexicano Carlos Fuentes. Muñoz Molina confiesa haber leído muy poco de él e incluso no haber podido terminar algunas de sus obras; del mismo modo, reconoce que ya no le gusta Gabriel García Márquez, aunque no sé si ya conocía la demencia senil de “Gabo”. Y no pasa nada.
Desde mi punto de vista, hoy se lee a determinados escritores por un prurito elitista de clasismo lector. Otro tanto ocurre con los escritores tocados por una aureola de malditismo cuyas excentricidades vitales y literarias sirven de aval para granjearse la admiración de todos.
El lector debe ser sincero consigo mismo, aparte de cánones arbitrarios (que, por otro lado, pueden ser referentes útiles). No se trata de leer cualquier cosa, como defiende esa nueva pedagogía de la promoción lectora en la ESO, que antepone la mera lectura per se (que lean, lo que sea, pero que lean) a una inteligente criba de títulos; hay que ser ambicioso en la selección pero también, con la autoridad que confiere esa autoexigencia, ser capaces de decir, y decirlo sin miedo, que ese autor o esa obra de renombre que nadie discute (quizás porque nadie se atreve), no nos gustan. Y no pasa nada.