CESÓ TODO Y DEJÉME. Blog literario

viernes, 25 de octubre de 2013

226. Libro libre


 
 
Más allá del carácter subversivo, provocador, irreverente y cuantos calificativos quieran aplicársele a este Libro libre (Arola) que hoy se presenta en Cambrils, lo cierto es que el interés de la obra radica, sobre todo, en un posicionamiento muy particular ante el hecho literario. No voy a decir que la parte más interesante del libro sea su prólogo porque no quisiera verme entre los “20 sonetos de escarnio y maldecir” de Alfredo Gavín, uno de los 5 poetas que junto a Ramón García Mateos, Juan López-Carrillo, Vicente Llorente y Eduardo Moga, ha participado en la elaboración de este poemario. Pero es verdad que el prólogo es especialmente interesante por lo que tiene de manifiesto literario. Libro libre reivindica la voluntad de que todas las palabras quepan en la literatura, también aquellas que el decoro léxico ha desterrado del lenguaje poético. No creo que se trate, como podrían pensar ciertos sectores de la mojigatería literaria, de una exhibición gratuita de la palabra soez. Y no lo creo porque al libro le asiste un principio irrefutable: el de la verdad, el de la sinceridad sin ambages ni cortapisas. No hay gratuidad en ello; al contrario, se paga alto el precio de darse tal cual se es en los versos que se escriben. Es cierto que la riqueza del idioma español y su incuestionable belleza hacen prescindibles del arte literario aquellas palabras que sonrojan o violentan la sensibilidad y “el buen gusto”. Pero no es menos cierto que un escritor que desee describir un pasaje sórdido o una baja pasión o la indignación ante una injusticia necesita “ensuciar” su expresión, hacer jirones la púber tela de la palabra, indignar el vocablo para que supure la hiel con que se indigna. Ocultar esa verdad expresiva por simple recato es una traición literaria y el impoluto traje sólo cubre un cuerpo vacío y, lo que es peor, una mentira. “O todas o ninguna, -dice el prólogo-: eso creemos los que suscribimos este libro, cuyo único propósito es ser libre: libre de los códigos que nos constriñen, libre de la hipocresía que devalúa el lenguaje que nos constituye, libre de la urbanidad que hace tiempo que se ha convertido en gazmoñería, libre de la sátira que el sistema es capaz de deglutir, libre de la estulticia y la pasividad y la indiferencia”.

Aunque el mismo credo vertebra la aportación de cada uno de los cinco poetas, el tono de cada uno de ellos es distinto. García Mateos acude a la literatura popular para rescatar del recuerdo al viejo Argimiro, “el último coplero”, que entonaba de día sus milagros de santos y de noche “seguidillas obscenas y jotas procaces”; el tono es, pues, festivo. Los sonetos “de escarnio y maldecir” de Alfredo Gavín tienen, en cambio, reminiscencias quevedescas y andan a medio camino entre la sátira jocosa y la indignación; López-Carrillo mantiene la descarnada y agridulce expresión de la cotidianeidad que ya nos regaló con Los muertos no van al cine (Candaya, 2006); en la misma línea está Vicente Llorente, aunque con una predilección por los juegos de palabras y la imagen sorpresiva; finalmente, Eduardo Moga es el más críptico de los cinco poetas y su poesía transita por una metafísica pesimista que reivindica un yo diluido entre la maraña obscena de la realidad.

La presentación del libro tendrá lugar hoy a las ocho de la tarde en el Nou Espantall de Cambrils (Plaza Francesc Macià, 5) “porque las tabernas han sido siempre lugar propicio para el exabrupto y, si fuera menester, la blasfemia”. Absténganse pusilánimes y bienpensantes.

viernes, 18 de octubre de 2013

225. González-Sinde le gana a Clara Sánchez


 
 
Uno de los rituales periodísticos más tradicionales durante los días previos a la entrega del Premio Planeta es el de las famosas "quinielas". En las apuestas sobre el posible ganador hay algo de cábala literaria pero, sobre todo, mandan las fuentes que cada cual, según su pericia y experiencia profesional se haya ido granjeando. Después, una vez conocido el ganador, el crítico literario inicia la otra quiniela, asistida por la intuición, los peligrosos prejuicios y, claro está, también por su bagaje lector, que no va a ser todo iluminación divina. Me refiero a la previsión sobre la calidad literaria de las dos obras finalistas.
En la presente edición me parece que se va a dar la circunstancia (nada infrecuente, por otro lado) de que el ganador quede superado por el otro finalista. A Clara Sánchez le dediqué ya un artículo con motivo del Premio Nadal, galardón que obtuvo en 2011 por Lo que esconde tu nombre. En aquella ocasión, la novela me pareció muy plana en lo estilístico, mal construida en el ritmo narrativo y desaprovechada en lo concerniente a la tensión argumental, a pesar de su innegable potencialidad, amén de otros naufragios. Por la manera en que Clara Sánchez se ha referido a su obra en las dos primeras ruedas de prensa tras hacerse oficial su triunfo, me parece que vamos a encontrarnos más de lo mismo: mero entretenimiento auspiciado por una intriga torpemente sostenida. Desde luego, la defensa de su novela, El cielo ha vuelto, no ha podido ser más desoladora: sin altura intelectual, buscando la complicidad del auditorio a través de la ñoñería más insulsa y una vocación de barata filosofía existencial. Las alusiones metafísicas a la duda y a la incertidumbre como motivos catalizadores me han parecido intentos baldíos de justificar la supuesta hondura de la novela, que se antoja impostada. Además, resulta de un oportunismo muy socorrido, al vincularlo a la coyuntura social actual donde, efectivamente, ambos conceptos rigen la vida de los españoles. Más interesante es esa idea de dar voz a personajes mediáticos que, contrariamente a lo que se piensa, no siempre la tienen, como la exitosa modelo protagonista de su novela a la que se ha inoculado esa duda vital al conocer que alguien desea su muerte.
La novela de González-Sinde, en cambio, parece albergar una catadura literaria de más altos vuelos. Pese al poco predicamento que en los medios tiene la ex-ministra, a mí su intervención me pareció de mayor calado. No es casualidad que, presentes al alimón Clara Sánchez y González-Sinde, haya sido esta última la que más juego ha dado en la segunda rueda de prensa y no necesariamente por la cuestión política, sino más bien por las interesantísimas reflexiones literarias sobre el proceso creativo vertidas a colación de su novela. En El buen hijo se intuye un esmero en la caracterización de su personaje principal, ese hombre apocado, a la sombra de su madre viuda, que decide dar un vuelco a su existencia anodina. Creo que González-Sinde no va a tener reparo en detenerse cuando sea preciso para hacer creíbles a sus personajes sin el imperativo de la acción precipitada y resuelta con prestidigitación de mago malo a quien se le ven demasiado los trucos. Porque cuando uno escribe "para ordenar el mundo y ordenarse a uno mismo", como ha declarado la escritora madrileña, la escritura se apacigua para dar testimonio certero del pulso de la vida. Habrá que ver, no obstante, cómo resuelve la autora el posible lastre del lenguaje cinematográfico del que procede ella, y cuyos vicios podrían entorpecer el molde de un género que, por naturaleza, exige una distensión mayor que la esquematizada organización del guión de cine. Ociosas o no, de estas elucubraciones sólo tendremos confirmación a partir del próximo 5 de noviembre. Entonces veremos si ambas novelas, que ya están en el catálogo de Juan Manuel Lara, lo están también en su biblioteca.

domingo, 13 de octubre de 2013

224. Dedicatorias


 
 
Siempre me ha llamado la atención la portentosa inventiva que atesoran algunos escritores para el arte de la dedicatoria. Me refiero a esos escritores que, parapetados tras una mesa después de haber presentado su obra en algún recinto cultural o en un centro comercial o en alguna feria del libro, se disponen a recibir con estoica paciencia (o inconfesable vanidad e interés) el interminable goteo de lectores que aguardan disciplinadamente su turno en la cola para que el autor a quien admiran estampe su autógrafo en las páginas iniciales del libro (que en su inmaculada blancura parecen estar diseñadas para tal efecto) y, si es posible, para que, además, añada alguna frase ingeniosa, personal y emotiva que satisfaga la antojadiza pretensión de sentir el guiño  del escritor en una dedicatoria pensada, por supuesto, para él, intransferible y portadora de secretas y sugestivas complicidades.

No me gustaría estar en el pellejo de esos escritores en situaciones como la descrita. Menuda responsabilidad. En estos casos se espera del escritor (porque se le presupone) una habilidad que no siempre está a su alcance. Hay que improvisar una dedicatoria tras otra, con el tiempo justo para que una musa sustituya a la siguiente. No se puede caer en el ripio, en el tópico, en la frase protocolaria de siempre porque uno es un poeta o un novelista de gran imaginación; no se puede repetir la misma dedicatoria para varios lectores porque defraudaría sus expectativas y heriría su amor propio al sentirse el lector compartido con otros, él que no es como los otros ni le lee como los otros. Es la misma expectación que se siente cuando un escritor es invitado a un coloquio o a una charla informal. Se espera que cada vez que abra la boca aparezca allí una frase oracular. Se nos olvida muchas veces que hay escritores que son canteros pacientes, callados, cuyos hermosos párrafos literarios pueden ser el resultado de varias horas de trabajo y que no se gestan al dictado imperioso de una inspiración romántica y mística. Hay escritores que son inmensos en sus libros y muy pobres en sus apariciones públicas; y  escritores con gran verborrea que naufragan ante la exigencia del arduo trabajo literario.

De todos modos, hay veces que hubiera sido mejor no esforzarse demasiado con las dedicatorias, habida cuenta del poco aprecio que algunos lectores manifiestan hacia ellas. Uno de los mayores encantos que tienen las ferias de libros viejos y usados es que  permiten adentrarnos en la intrahistoria que se esconde tras las cubiertas. El hallazgo de dedicatorias en el interior de los libros apilados en los puestos de estos mercadillos es muy frecuente. ¿Cómo ha llegado a esa fosa común bibliográfica aquel libro en cuya dedicatoria se infiere que dos personas llegaron a conocerse, a respetarse, quizás a quererse, que tal vez estrecharon sus manos ante el mudo testigo de este libro, hoy abandonado a su suerte? ¿Qué se rompió entre ellos, qué traición se pertrechó para que el destinatario de la dedicatoria se deshiciera del libro? ¿Qué debe de sentir un escritor que, revolviendo entre los volúmenes de ese puesto, se encuentra aquel libro suyo que una vez dedicó a alguien a quien quizá apreció?

Estas dedicatorias misteriosas alimentan la imaginación y acaban siendo ficciones ellas mismas que complementan la ficción literaria del propio libro. ¿Acaso no están escritas también en él? Pero, sobre todo, estas dedicatorias me producen una inexplicable tristeza, al verlas allí, desahuciadas, meros borrones del tiempo sin solución de continuidad.

martes, 1 de octubre de 2013

223. La invención del amor


 
José Ovejero ha ganado el Premio Alfaguara de Novela con su obra La invención del amor. El libro, que no pasará a los anales literarios, ostenta, sin embargo, tres virtudes que conviene ponderar: la originalidad, el estilo literario y las interesantes digresiones que jalonan el hilo argumental.

La originalidad estriba, sobre todo, en la trama de la novela y en la desconcertante caracterización de su principal protagonista. Samuel, un cuarentón que está de vueltas de todo, recibe una llamada telefónica por error donde se le comunica que Clara ha muerto. A pesar de no conocer a ninguna Clara, decide ir al entierro, donde descubre que la persona con que se le ha confundido era el amante de la difunta. A partir de ese momento, Samuel decide asumir su nueva identidad hasta llegar a inventarse los detalles de su relación con Clara en las confidencias que mantendrá con Carina, la hermana de la fallecida, de quien acabará enamorándose. Esta ficción le conducirá a situaciones que rozarán el surrealismo, como la del encuentro con el verdadero Samuel, tocayo del protagonista.

Más allá del enrevesado argumento, que en realidad entronca con toda esa tradición de la comedia de enredo de nuestros siglos áureos, aunque tamizada aquí por un tono de amargura, lo que resulta verdaderamente llamativa es la relación que el lector mantiene con el protagonista. Generalmente, el lector suele identificarse con el héroe de la novela, incluso cuando no se dan las condiciones de una empatía completa con él. Aceptamos sus decisiones, deseamos justificarlas para seguir acompañándole en la trama y somos condescendientes y solidarios con su comportamiento porque nos interesa continuar con la historia. Con Samuel, sin embargo, la sensación es perturbadora. A la familiaridad inherente que, conforme se pasan las páginas, nos vincula a todo protagonista literario, se le une aquí una suerte de reserva que establece límites en nuestra percepción del héroe y marca una distancia inusual con el personaje. Samuel está a medio camino entre la víctima y el psicópata, y el lector, que no se fía, tiende a mirar de soslayo algunas situaciones que afean su percepción, como cuando Samuel roba la foto de Clara que preside el féretro y se la lleva a casa.

Aparte de esto, el libro cuenta también con un estilo ágil, elegante en ocasiones, y del que se infiere cierta cadencia amarga, desazonadora, desesperanzada, que cuadra muy bien con el marco urbano decadente y al que contribuye la utilización de esa ironía de media sonrisa detrás de la que se esconden los fracasos vitales. Son interesantes las digresiones que aportan puntos de vista desmitificadores, algo iconoclastas o políticamente incorrectos pero perfectamente asumibles, comprensibles y justificables.

Lo que naufraga en la novela es el desenlace. El final abierto, que normalmente es una invitación al lector a completar el relato y que genera interesantes debates en los clubes de lectura, aquí parece más bien un recurso socorrido que el autor utiliza porque no sabe cómo terminar la historia. Da la sensación de que el autor se hubiera metido en el mismo callejón sin salida que su personaje; como si Ovejero hubiera empezado la novela sin un plan prefijado y se hubiera dejado conducir por esa inercia mágica en la que el personaje manda y sorprende al propio escritor con avatares no previstos. Pero con la particularidad de que, esta vez, nadie, ni el personaje ni el escritor, supo ser convincente en el remate.

Finalmente, la novela es un canto a la imaginación, a cuyo amparo acudimos cuando la vida real se vuelve demasiado insufrible y anodina.