CESÓ TODO Y DEJÉME. Blog literario

miércoles, 25 de diciembre de 2013

233. Romancero nuestro


Menéndez Pidal y su esposa María Goyri durante su viaje de novios
 
Nunca sabremos qué delito debió de cometer aquel prisionero que yace aún en su prisión y que no sabe “ni cuando es de día ni cuando las noches son, sino por una avecilla que [le] cantaba al albor”; ni en qué parará el adulterio de Gerineldo y la reina, que despiertan una mañana en su lecho de amor, separados por la espada del rey; ni tampoco la identidad de ese enigmático marinero a bordo de su galera, enjarciada con velas de seda y cendal, y cuyo canto hacía amainar los vientos, poner la mar en calma, alzar los peces de las profundidades y posar a las aves en su mástil.

No lo sabremos nunca ni importa tampoco. Porque estas historias, así desgajadas de su fruta primitiva, nos bastan sin aditivo alguno, sólo el que la maceración del tiempo quiera otorgarles para conjugar su sabor añejo con los matices nuevos. Esquirlas fragmentadas de quién sabe qué vasija perdida que el torno alfarero del pueblo ha mantenido siempre igual y siempre distintas. Rescoldos de un fuego infinito que el fuelle de la herencia oral aviva a perpetuidad. He ahí la esencia de los romances.

En esta España nuestra afligida por su larguísima  y amarga historia de rencillas, disputas, desavenencias y rencores, los españoles hemos sabido, no obstante, salvaguardar un pedazo común de nosotros mismos en la custodia de nuestro Romancero. Y, por una vez,  hemos hecho algo juntos. Sus versos se han enseñoreado siempre antiguos y siempre lozanos haciendo soportables las tareas del campesino; han brotado quejumbrosos en las consejas de una vieja entre el crepitar de una lumbre, apaciguando el rigor del invierno; han mecido el sueño de un niño en su cuna; han brincado en la fiesta y en la verbena y en el mercado; han recordado lances antiguos que nos recuerdan ascendencias y mestizajes. Y esta longevidad transmitida de generación en generación es quizás la mayor muestra de una identidad más allá de banderas y miserias políticas. Y es también un milagro literario que, pese al nuevo signo de los tiempos, permanece vigente, en contra de lo que piensan los teóricos más catastrofistas, del mismo modo que los romances parecieron liquidados al final de la Edad Media y, sin embargo, hallaron nueva revitalización en las refundiciones de nuestro teatro áureo y más tarde entre los poetas cultos. Sea como fuere, el romance en su continua transmutación genérica ha sobrevivido al paso del tiempo y aún en su forma más pura, la de la oralidad, como demostraron Ramón Menéndez Pidal y su esposa María Goyri en el que es ya mítico viaje de novios por tierras del Burgo de Osma a la caza de romances, tarea que luego continuó con ahínco su nieto Diego Catalán. El tesoro del Romancero y de la oralidad es tal que José Agustín Goytisolo se jactaba de que su poema “El lobito bueno” pasara por canción anónima, antigua y popular, pues ese era el mayor elogio que pudiera recibir.

Desde hace 10 años, la UNESCO ha añadido a su programa de amparo cultural lo que ha dado en llamar Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Tras una década resulta ya enojoso el olvido en que la institución tiene al corpus de nuestro Romancero hispánico, tramitación, por cierto, que la muerte de Diego Catalán dejó truncada en su momento.

Démonos prisa, no vaya a ser que nos pase como al prisionero del romance, a quien un ballestero le mató el avecilla (déle Dios mal galardón);  o lo que le ocurrió al conde Arnaldos que, pidiendo al marinero de marras que le dijese su cantar, éste le respondiera: “Yo no digo mi cantar sino a quien conmigo va”.

viernes, 20 de diciembre de 2013

232. Pasando lista



Comprendí realmente que había cambiado Tarragona por Alicante cuando pasé lista a mis alumnos el primer día de clase. Arniches: presente; Bonmatí: presente; Gilabert, Miró… presentes. Y aunque los nombres de pila eran otros, yo no podía menos que sonreír al evocar al dramaturgo alicantino Carlos Arniches; a Margarita Bonmatí, natural de Santa Pola y esposa de Pedro Salinas, que durante un tiempo vivió en El Altet; a Concepción Gilabert, madre del oriolano Miguel Hernández; a Gabriel Miró. Ahí estaban mis poetas, mis escritores, saludándome a través de estos chiquillos que quizás no conozcan siquiera el abolengo literario de sus apellidos, resucitándose mediante el sortilegio onomástico para darme la bienvenida, para decirme: “aquí nos tienes, reconfortaremos tu alma de transterrado. Que la sobriedad de estos riscos pelados serene tu espíritu y que la huerta de la vega oree tu nostalgia”. De camino a casa, un coche se detiene a mi lado en el semáforo. Sobre el techo del automóvil, un rótulo: Autoescuela Azorín. Pierdo mi mirada agradecida allá por donde intuyo que queda Monóvar.

Y, no obstante, en mi otra lista me faltan mis padres, mi hermano, mis amigos, y aquella patria chica que se limitaba a las lindes de mi barrio de periferia, Bonavista, allá en Tarragona. Mis pinos imperiales son ahora palmeras africanas, mi Rambla Nova es ahora la Explanada de España y he sustituido el Balcón del Mediterráneo por el  Castillo de Santa Bárbara. Desde su atalaya, los ojos se pierden en la inmensidad del mar, que me trae olas del presente y del ayer.  Porque 
 
“El mar también elige 
puertos donde reír
como los marineros. 
El mar de los que son.
El mar también elige
puertos donde morir. 
Como los marineros. 
El mar de los que fueron”
 
(Miguel Hernández).
 
Publicado en Tribuna de Poniente

domingo, 15 de diciembre de 2013

231. Cancela insomne


 
Que la evocación de la infancia como paraíso perdido es un motivo recurrente en poesía, es asunto probado. Y,
no obstante, esa veta de la memoria sigue llenando incesantemente los poemarios a cuyos versos nos asimos también los lectores en la búsqueda universal de ese arcano edénico que nos devuelva.

Juan Ramón Torregrosa quiere cerrar con su última obra ese ciclo temático, que es una constante en toda su producción, y lo hace con un libro atento a la captura de todos esos “vislumbres originarios” de los que hablaba Cesare Pavese, capaces de recuperar el instintivo estado de desnuda esencialidad que conforma la bandera de aquella patria, quizás la única cierta y verdadera.

El libro está dividido en cuatro secciones que, salvo la primera, se corresponden con las etapas de la infancia, la preadolescencia y la madurez. La obra se abre con una interesantísima primera parte, “Quien conmigo va”, que hace las veces de pórtico filosófico y que plantea las confusas lindes entre la memoria, siempre subjetiva, y la verdad, sólo atisbada en instantes efímeros que laceran al poeta, no por su contenido mismo, sino por la convulsión radical que produce la conciencia del tiempo que vuelve. Especialmente destacable es el poema “Sueño y vigilia”, con la espléndida imagen del viajero en duermevela que, al despertar, halla entre el vaho del cristal, su propia imagen, como si otro viajero, que es él mismo, hubiera ocupado el asiento contiguo. El viaje es metáfora de la vida y la epifanía del reflejo en el cristal, símbolo del desconocido, nosotros mismos, que nos acompaña.

La segunda sección, “Cancela abierta”, rescata la candidez de los primeros descubrimientos que asombran a nuestra niñez. En muchos de estos poemas se columbra un cierto desamparo, con algún episodio traumático, y la turbación recelosa del contacto con el mundo de los adultos, más peligroso que los ingenuos primeros miedos infantiles. Especialmente hermoso es el poema “Sombras en movimiento”, que narra la primera experiencia cinematográfica. El haz de luz “que atraviesa el espacio tenebroso / y se convierte en vida palpitante”, bien pudiera utilizarse como imagen de la memoria, luz etérea, imposible, irreal, que germina en nuestra mente.

La tercera división corresponde a “Cancela insomne”, que da título al libro. Los poemas aquí agrupados dan un paso más en ese proceso revelador de los descubrimientos, centrados aquí en el propio cuerpo y la sexualidad, que son tratados con exquisito buen gusto, y siempre al amparo de una ingenua clandestinidad acechada dolorosamente por el sentimiento de culpa. Es la etapa en la que el niño debe agarrarse a las palabras de los adultos, misterios insondables todavía, pero asidero de quien, aún sin respuestas, navega a la deriva sujeto a esas palabras que algún día le conducirán a la playa del autoconocimiento.

Finalmente, “Cancela oculta”, desde la perspectiva ya de la madurez y la ancianidad,  aborda la impotencia ante el paso del tiempo, aunque con una mirada esperanzada en el presente, único valedor de la existencia. Pero es, sobre todo, la constatación del retorno a la infancia que experimenta el hombre al franquear la senectud.. Esta circularidad se aprecia, por ejemplo, en el último poema, “Vida retirada”, que reformula el tópico del beatus ille latino y que conecta, ignoro si conscientemente, con el poema “Noche de verano”, de la segunda sección. En ambos, el poeta niño y el poeta adulto, se entregan a la placidez de un sencillo instante de plenitud. Queda así el libro redondo, unidos sus cabos, como la vida misma.

Juan Ramón Torregrosa (en el centro) durante la presentación del libro en la Librería 80 Mundos de Alicante

Un servidor, flanqueado de grandes escritores. A mi izquierda, el poeta José Luis Vidal y el escritor Mariano Sánchez Soler. A mi derecha (salvando a Doña Ramona, que es un clásico ya en estos eventos), la poeta Pilar Blanco.
 

martes, 3 de diciembre de 2013

230. La Literatura como salvación


 
A veces ocurren cosas que revelan los verdaderos límites de una pasión, su importancia en esa íntima escala de necesidades vitales que se guardan entre los bastidores del alma y que se prodigan sólo algunas veces, con la prudente dosificación del hombre cuerdo y equilibrado, del hombre que sabe guardar las formas, que cumple su rol social, hombre cabal domesticado.

Visité París por primera vez hace unos meses. Fue uno de esos viajes tan inolvidables como extenuantes. En nuestro afán por optimizar todo el tiempo que pasáramos allí, embarcamos en el avión más madrugador. Llegar a París y otear la ciudad desde las torres de Notre-Dame fue todo uno. Estaba agotado porque apenas había pegado ojo la noche anterior, muy corta por lo demás. Por otro lado, desde aquella atalaya de piedra casi milenaria empezaba a sentir ya mi vértigo patológico a las alturas. El caso es que ambas circunstancias sellaron su común alianza contra mi salud y, a partir de aquel momento, las fabulosas vistas de París dieron lugar a todo un caleidoscopio de siniestras y burlescas gárgolas y sátiros, que me volteaban en vertiginosa danza. A su vez, las campanas de Notre-Dame tañían su bronce con violencia calando sus vibraciones en mi caja torácica que apenas sujetaba ya al preso de metal que, como maléfico sortilegio, había quedado dentro. Tal fue mi malestar que, una vez abajo, tras dejar atrás las interminables y claustrofóbicas escaleras de caracol, pensaba que me moría, hipocondríaco de mí, porque apenas podía respirar. Y peor aún que morirme, todo aquello me estaba aguando el viaje. Decidimos dar un paseo para airearme un poco cuando, hete aquí que, al pasar junto a los puestos de libros que flanquean el Sena, saco fuerzas de flaqueza para fijar mi atención en la portada de uno de ellos. El autor: Saint Jean de la Croix. Al principio me costó reconocer a mi poeta favorito detrás de su francófono atavío pero en cuanto mi mermada lucidez me permitió identificarlo, allí era de ver cuán milagrosamente había recuperado yo mi salud. Por no hablar del momento en que descubrí, el Don Quichotte del que, entusiasmado, no pude resistirme a leer su inicio en francés: “En un village de la Manche, du nom duquel je ne veux souvenir…”. Allí estaban, mis escritores, en un país extranjero, dándole alivio a mi mal. No sé si fue el bálsamo de Fierabrás o las ninfas de Judea pero el caso es que yo puedo decir que San Juan de la Cruz y Cervantes me salvaron la vida aquella mañana en París. Mientras redacto estas líneas, mi compañera de viaje se acerca a la mesa a curiosear lo que  escribo y coloca burlona su dedo índice sobre la sien. Pero yo sé bien lo que me digo.

Si esta súbita resurrección de ánimo (llámense, si se quiere, endorfinas literarias) me ocurrió a mí, pobre diletante de las letras, ¿qué no le sucederá al poeta que se redime en los versos que escribe? ¿Qué alivio no sentirá el escritor que exorciza su mal en la bendita oblea del papel? ¿Con qué infinitos no soñará aquel que dejando el legado de su obra le arrancó a la muerte una pizca de eternidad? ¿Cómo no se agarrará a la vida que le queda aquel que, vislumbrando ya aquella epifanía genial del último párrafo, pugna aún por apresarla? ¿Qué refugio no hallará el que, tiritando del frío de la existencia, cruza el seguro dintel del arte? ¿Cómo no vivir y morir en la lectura y en la escritura si somos los hombres palabra viva, si somos ecos de otras palabras, si somos susurros inciertos bajo las estrellas?

Todavía mareado, descubro a San Juan de la Cruz. 
"¡Oh cristalina fuente,
si en esos tus semblantes plateados,
formases de repente
los ojos deseados,
que tengo en mis entrañas dibujados!"

Casi recuperado

Feliz y recuperadísimo. Al fondo, se puede ver un libro de Skármeta y, algo borroso, los Poemes mystiques, de Saint Jean de la Croix

El Quijote, en francés.