Nada más entrar en la biblioteca, el silencio. Y con
él, una atemperación, casi instantánea, de nuestro propio cuerpo. No sólo han
quedado fuera los cláxones, la inmisericorde ráfaga sonora de las obras, el
borborigmo de las gentes; también
nosotros mismos o, para ser más exactos, ese envoltorio falaz con que nos
mostramos al mundo, ese ente barnizado por los convencionalismos y los roles
aprendidos, esa carcasa, se queda también fuera de la biblioteca, esperándonos
apremiante con su reloj y su zapateo inquieto sobre el asfalto, nuestro avatar.
Dentro, todo el ruido del mundo se reduce al bisbiseo conventual de las
bibliotecarias; termina el jadeo con que hemos cruzado el umbral, y las pupilas
llenas de sol se dilatan ante la luz recogida del vestíbulo. Acogerse a
sagrado. Fuera, el mundo. Dentro, todos los mundos. Y nosotros, sobrevenido
astro, alrededor del cual, orbitan todos ellos. Los libros.
Las signaturas de la Clasificación Decimal Universal
presiden cada uno de los pasillos que delimitan, flanqueándolos, las
estanterías, como pasadizos que conducen a la faraónica cámara sagrada en la
pirámide del saber.Impulsados por una inercia connatural, caminamos hasta el
860. Aquellos tres números se antojan la gematría de los antiguos cabalistas
judíos, detrás de los cuales se halla la iluminación. No somos chovinistas ni
talibanes del idioma; nuestras lecturas comprenden un bagaje de marcada
vocación universal pero no podemos evitar sustraernos al orgullo que nos
producen aquellos tres números a los que nos rendimos con pitagórico misticismo
y donde se cifra, en su parca destilación numérica, la belleza de la lengua
española. Caminar por la vereda tapizada del 860, los pies monacales
reverenciando el silencio en su paso amortiguado, es como andar custodiado por
los manes que protegen el único hogar en que nos reconocemos seguros, el de la
palabra. A izquierda y derecha, los libros son talismanes votivos que nos
protegen; el mundo puede reducirse en ese momento a ese pasillo, claustro
protector colmado de capiteles bibliográficos. Otras veces nos parece un
cementerio donde cada libro es un epitafio y, nos sentimos poderosos demiurgos
porque sólo un gesto nuestro, el de tomar el libro del estante, es capaz de
resucitar a los muertos, nosotros, médiums e intérpretes de sus voces,
sacerdotes supremos, chamanes depositarios del secreto ritual literario,
targumanes de los textos sacros. Reconocemos muchos de estos libros,
duplicados, en las estanterías de nuestras casas. El don de la ubicuidad de la
cultura. Los panes y los peces. Escudriñamos entre los anaqueles para decidir
la resurrección de hoy, si es que alguna vez murieron del todo. Entre los
huecos que dejan los libros, se intuyen otras sombras, en otros pasillos,
celebrando el mismo ceremonial. Se hallan en pasillos contiguos, apenas
intuidos entre la celosía libresca, pasillos inhóspitos que casi nunca
visitamos, presididos por extrañas combinaciones numéricas. Cuando, al fin,
hallamos el libro que buscamos, acudimos al mostrador y lo depositamos con
inevitable solemnidad sobre la mesa. Allí, la bibliotecaria asperge con su
hisopo tecnológico un haz de luz roja, como si exorcizase al libro de la
prisión del olvido en que se hallaba, encerrado tras las rejas de su código de
barras. El libro pasa entonces a ser nuestro. ¡Nuestro! Nos dirigimos hacia la
salida y franqueamos, con irracional temor, los arcos de seguridad, temibles
Escila y Caribdis para el aventurero Ulises, cazador de tesoros. Pero nada
ocurre. Retomamos a nuestro avatar. Y huimos, como si hubiéramos cometido
alguna profanación.