Fray Luis de León terminaba
su Oda a la vida retirada con
aquellos versos que colocaban al poeta “a la sombra tendido / de hiedra y lauro
eterno coronado”. No es esa la sombra a la que yo me refiero en el título del
presente artículo. Entre otras cosas porque los escritores a la sombra a los
que yo hago referencia no están coronados de hiedra y lauro, que en Fray Luis
simbolizarían la corona de los buenos poetas, reconocidos desde Ovidio con el
vegetal galardón. Por algo Plinio, en su Historia
natural, decía que el laurel –árbol de Apolo– crecía más frondoso en el
Parnaso. No. Mis escritores a la sombra son aquellos otros con quienes Apolo no
fue especialmente generoso y para los que la subida al Parnaso estuvo siempre
llena de caminos pedregosos y zarzales.
Proviene toda esta reflexión
inicial de la lectura que hace unas semanas hice de Entre bobos anda el juego, de Rojas Zorrilla, coincidiendo con la
gira que la compañía Noviembre, en coproducción con la Compañía Nacional de
Teatro Clásico, está realizando por las tablas españolas. El montaje, por
cierto, dirigido por el gran Eduardo Vasco e interpretado magistralmente por un
elenco de actores de primera categoría, con un memorable Arturo Querejeta en el
papel de Cabellera, es un verdadero acierto. Pues bien, al leer la obra de
Rojas Zorrilla, avezado como está uno en las piezas dramáticas áureas,
enseguida se aprecia la medianía del texto. No se me entienda mal. Si yo
tuviera la cuarta parte del ingenio del dramaturgo toledano, me daría con un
canto en los dientes y estaría encantado de haberme conocido. Pero cuando uno
ha leído a Lope, a Tirso, a Calderón y, si me apuran, a Guillén de Castro, el
texto de Rojas Zorrilla sale, por comparación, menguado. Que Rojas Zorrilla es
un excelente dramaturgo nadie lo duda y prueba de ello es el reconocimiento que
recibió en vida y su influencia y perduración, también imitado luego por la
dramaturgia extranjera. Pero no me negarán que, en los manuales de Historia de
la Literatura, su nombre parece resignado a permanecer, seguramente de forma
injusta, en un discreto catálogo de autores menores. La sombra gigantesca de
aquella tríada de autores que elevaron nuestro teatro a cimas aún no superadas,
ha sido demasiado alargada. Ninguna culpa de eso tiene Rojas Zorrilla. Y al
igual que él, a otros muchos escritores de talento les tocó coincidir en el
tiempo con los césares literarios de una época concreta. Por eso todo el mundo
reconoce a Cervantes, pero no todos nos acordamos de Alonso de Castillo
Solórzano o de Luis de Molina. Nadie se olvida de Góngora o Quevedo, pero
cuesta más traer a las mientes a Juan de Moncayo. Si esto sucedió en la edad de
oro de nuestras letras, algo parecido ocurrió en la llamada Edad de Plata. La
lista de los poetas de la Generación del 27 es portentosa y para colarse en
ella no parece suficiente escribir tan bien como Moreno Villa o Fernando
Villalón (no hablemos ya de las mujeres, hoy tardíamente reivindicadas bajo el
marbete de Las Sinsombrero).
Actualmente, aunque existen
varios escritores –pocos– que podrían también ensombrecer a los demás, el problema
parece estribar, más que en el talento de esos pocos, en la difícil
visibilización del resto de autores en un mundo –el editorial– sobrecargado de
títulos, unos 90.000 anuales. Aquella máxima de que los buenos libros, si lo
son, se venderán solos, queda en entredicho ante este aluvión inasumible de
obras y su feroz competencia. Un libro bueno se venderá, sí, pero necesitará
detrás una editorial potente y una maquinaria de marketing al alcance solamente
de las grandes empresas. Porque para juzgar que un libro es bueno, primero
deberá tener la oportunidad de ser leído. Y que ese libro bueno llegue a las
manos de los lectores entre el maremagno de novedades es un hecho que, sin el
respaldo publicitario, parece regirse más por la casualidad y el golpe de suerte
que por otra cosa.
Mientras tanto, esos libros
invisibles seguirán a la sombra, y en lugar de estar coronados de hiedra y
lauro, poco a poco los irá consumiendo el musgo.