CESÓ TODO Y DEJÉME. Blog literario

lunes, 22 de febrero de 2021

520. Decálogo del buen crítico literario

 


Sin ánimo de sentar cátedra, he aquí las 10 condiciones que todo buen crítico literario debiera reunir para la dignificación de su tarea:

1) LIBERTAD. El crítico literario debiera reseñar solamente aquellas obras que le dicte su insobornable independencia. Las reseñas por encargo o las presiones del mercado, tan frecuentes en muchos medios, solo producirán críticas deshonestas que edulcorarán el valor literario de las obras para cumplir con el compromiso a que obligan esas coacciones espurias. El lector no es bobo y, si en el cotejo de la reseña con el libro en cuestión descubre el jabón, no volverá a creer nunca más en nosotros.  

2) TIEMPO. El tiempo que va a dedicar el crítico literario a realizar su reseña nunca será tanto como el que el escritor ha invertido en la creación de su obra. Correspondámosle, al menos, con una lectura atenta y evitemos las urgencias: anotemos, subrayemos, releamos, buceemos por las claves del libro, interpretemos con profundidad y rigor, evitemos las generalidades vacías o las burdas reformulaciones de las contraportadas. Respetemos su labor, en definitiva.

3) DESINTERÉS. No reseñemos por interés. No queramos agradar a la editorial de turno para que en el futuro nos publique nuestro proyecto de libro que descansa ahora en el cajón. No busquemos el do ut des con el escritor al que halagamos para recibir luego de él otra crítica laudatoria que pague el peaje del anterior favor. Esta endogamia perjudica la credibilidad de las reseñas y convierte la crítica literaria en un cortijo donde siempre se habla de los mismos.

4) BONDAD. No me resisto a reproducir a Cansinos-Assens: «En la obra ajena, -dice Cansinos-, entra [el crítico] lleno de buena voluntad, venciendo todo desdén y todo silencio, ávido de encontrar belleza y escondidas gracias. Y la menor que halle, aunque esté oculta en el cáliz de la araucaria, la sacará a la luz y la festejará». Nada se consigue con hacer sangre de un libro, más allá de pergeñarse vanidosamente la fama del crítico duro. Si un libro no es bueno, basta con no reseñarlo.

5) DISIDENCIA. Otra cosa, sin embargo, es cuando un mal libro recibe toda clase de encomios desde la prensa oficialista e interesada. Entonces es obligación del crítico independiente poner las cosas en su sitio.

6) ESTILO. Evitemos el frío academicismo, a no ser que el medio donde publiquemos la reseña exija cierto rigor ensayístico. En publicaciones no especializadas y en la prensa generalista conviene convertir las reseñas en un género literario más: ameno, pulcro, preciosista, elegante. Literario.

7) DISCRECIÓN. Pero el protagonista de la reseña es el libro y solamente el libro. Evitemos el escaparate de la crítica literaria para el lucimiento personal, a la manera en que determinados periodistas tratan de imponer su personaje a la noticia misma. En lo posible, desaparezcamos de las reseñas.

8) BAGAJE. Solo un amplio bagaje de lecturas autorizará al crítico en sus juicios de valor. El bagaje lector educa el gusto y ayuda a discernir el arte de la ramplonería.

9) CREATIVIDAD. No es obligatorio ser escritor para realizar buenas críticas. Pero convendremos que quien conoce desde dentro los resortes de la creación hablará con conocimiento de causa. «Quien lo probó lo sabe», que decía Lope.

10) HUMILDAD. El crítico debe aceptar la discrepancia respecto a sus juicios de valor. Nadie tiene la verdad absoluta, aunque hay ciertas constantes en el arte que son indiscutibles. No obstante, no debe habitar en el inmovilismo. Debe estar abierto a otras interpretaciones y debe tratar de comprenderlas e incluso de rectificar las suyas a la luz de otros juicios más lúcidos que el suyo. El crítico es solo un servidor.

lunes, 15 de febrero de 2021

519. Literatura de la víscera




La pandemia ha provocado que volvamos a poner el foco en el cuerpo, en la biología, en la fisiología. Nos hemos familiarizado con un vocabulario recurrente que conforma la isotopía de nuestra realidad y así hablamos de mutaciones microbiológicas, de sistemas inmunológicos, de antígenos, de patologías previas, de células, de coronavirus, de contagio, de disneas, de febrícula, de morbilidad y de otros tantos términos que hemos incorporado a nuestro lenguaje cotidiano y cuyo inventario detengo ahora por pura hipocondría, pues no puedo dejar de sentir cierta aprensión al verlos así enumerados, unos renglones más arriba, como dispuestos sus significantes a provocar una septicemia lexicográfica y a acabar infectando también ellos la belleza del lenguaje.

Cuando la cruda realidad se impone con sus argumentos de enfermedad y muerte, el lenguaje no está para florituras ni filosofías. Debo discrepar de aquel ingenioso diálogo que mantienen Babieca y Rocinante en el soneto que cierra el prólogo de la primera parte del Quijote. En él, el caballo del Cid le espeta al viejo jamelgo: «Metafísico estáis», a lo que Rocinante responde: «es que no como». Yo creo que justamente la necesidad del hambre, al igual que la amenaza de una enfermedad o la conmoción de una guerra, de lo que menos precisa es de ponerse uno metafísico. Ya lo dice la cita latina: «primum vivere, deinde philosophari» o su versión análoga de andar por casa que reza que no se puede filosofar con el estómago vacío.

Por eso me pregunto qué tipo de literatura nos deparará la experiencia pandémica. Y si esa focalización en el cuerpo traerá una literatura de la víscera que ponga en solfa la realidad de fluidos y humores que somos, ahora que estamos redescubriendo nuestra materialidad más inerme y finita. No sería, desde luego, nada nuevo. El Naturalismo de Zola o de Blasco Ibáñez ya cargaron las tintas sobre la enfermedad y el deterioro físico con la brocha gruesa de sus crudas descripciones. Hans Castorp, el protagonista de La montaña mágica, vive tan intensamente su tuberculosis y su conciencia fisiológica que llega a adorar la radiografía de su amada Claudia Chauchat: el amor reducido a unas costillas y unos pulmones, la irónica degradación de la manida idea que defiende que la belleza está en el interior. También recuerdo la obscenidad del cuerpo en las novelas del japonés Kenzaburō Ōe. Y más recientemente Sergio del Molino nos ha hablado de su psoriasis en La piel; Gabriela Ponce, de la resistencia del cuerpo contra el propio cuerpo en la novela de muy significativo y menstrual título Sanguínea; Rosa Montero había titulado La carne a su novela sobre el deterioro de la vejez; Andrés Neuman recorre con ingenio los intersticios del cuerpo en las estampas irónicas, denunciadoras y reivindicativas de su Anatomía sensible; la literatura de Mónica Ojeda es víscera ella misma y su prosa estomagante entronca con el arcano de la primera célula. Y tantos otros que no cito por no resultar prolijo. Si todos ellos escribieron ya estas obras antes de la pandemia, ¿cómo no exacerbar ese itinerario de la carne tras la terrible constatación de nuestra lucha por la vida en guerra abierta con la vida misma?


lunes, 8 de febrero de 2021

518. ¡Es ficción, idiotas!

 


La cosa es muy sencilla. Imaginemos que un historiador o un prestigioso analista político me reprochase ahora la expresión con que he decidido encabezar el presente artículo. Quizás me afeara mi decisión aduciendo que el título es una burda manipulación, que no se ajusta al verdadero origen de la locución, que la he adulterado zafiamente. Después luciría su sapiencia explicando que la expresión de marras, en realidad, formó parte de la campaña electoral del equipo de Bill Clinton cuando James Carville decidió contrarrestar el prestigio de George Bush padre, basado en su exitosa política exterior, colocando carteles con mensajes que pusieran el foco en las necesidades reales de los ciudadanos norteamericanos. Y que entre estos carteles uno rezaba: «the economy, stupid». Y que la frase se hizo tan popular que hay quien piensa que fue el espíritu de su contenido el que hizo ganar las elecciones a Clinton. ¡Bravo, señor historiador o analista político! Ya nos ha quedado clara su excelsa erudición.

Al señor historiador o al ana-listo político, sin embargo, no se les ha ocurrido pensar que la adulteración de la expresión responda quizás a una decisión deliberada y que este pobre articulista de provincias solamente haya querido echar mano de la metáfora, de la captatio benevolentiae y hasta del guiño cómplice dirigido precisamente a los que saben perfectamente el origen de la expresión. En definitiva, tan atentos han estado a la salvaguarda de la fidelidad a los hechos históricos, que se han olvidado de que existe algo llamado creatividad.

Viene todo este largo preámbulo motivado por la lapidación que han sufrido los guionistas de la serie El Cid, creada y codirigida por Luis Arranz y José Velasco. Atentos a las minucias históricas, todos estos talibanes del rigor han arremetido contra la serie pensando que quizás estaban ante un tratado de Historia y no ante una serie de ficción. Los juglares del Cantar de Mio Cid también cometieron varias inexactitudes históricas. El Cid fue desterrado tres veces y en el Cantar solamente una; las hijas del Cid no se llamaban Elvira y Sol, sino Cristina y María, ni fueron violadas en ningún robledal de Corpes; no existió ningún rey moro llamado Búcar; el conde de Barcelona fue apresado por el Cid dos veces y no una, etcétera. Y, sin embargo, nadie se ha rasgado las vestiduras por estos errores, antes bien, se ha aplaudido la creatividad del juglar que en aras de lo que le convenía a la estructura del poema, ha reducido el número de destierros o ha convertido una posible rivalidad nacida por las lindes de unas tierras en una cuestión de honor mediante el capítulo de la afrenta de Corpes. Seguramente los juglares ya ni recordaban las circunstancias reales de lo que narraban pero eso no actuó en menoscabo de nuestro primer monumento literario. Otra cosa es que las prosificaciones cronísticas dieran crédito a los cantares de los juglares. Eso sí es reprochable: los cronistas sí son, a su manera, historiadores. Los juglares son, en cambio, artistas.

Luego llegó el Romancero y con él el famoso silencio de Sancho ante el lecho de muerte de su padre; y se sugirieron los amores incestuosos de Urraca y Alfonso; el carácter manipulador de esta y la sospecha de su connivencia con el inexistente traidor de Zamora en la muerte de Sancho; y el enamoramiento de Urraca con el Cid; y la legendaria jura de Santa Gadea donde el Cid hizo jurar al futuro rey Alfonso que no había tomado parte en la muerte de su hermano; y en la victoria del Cid una vez muerto, que acrecentó la leyenda. Todo mentira. Pero todo lleno de verdad literaria. De todo eso hay en la serie de televisión, a poco que uno conozca algo las fuentes literarias. En la factura técnica ya no entro. Nada es reprochable en la ficción, salvo la verosimilitud, que no es lo mismo que la veracidad. En las series históricas debe cuidarse esta última evitando anacronismos flagrantes pero no hasta el punto de arruinar un hallazgo creativo interesante o el filón de una tradición apócrifa. Porque, con el permiso de Carville: ¡es ficción, idiotas!

lunes, 1 de febrero de 2021

517. Bordar el amor

 


Cuando se estrenó Mariana Pineda en 1927, Juan Ramón Jiménez declaró que Lorca había sido arrojado del Parnaso pues era indigno que un poeta escribiera teatro. Quizás Juan Ramón ignorase que donde más poeta se sintió Calderón fue en sus obras teatrales. Prueba de ello es la antología que la editorial Renacimiento acaba de sacar a cargo de Luis Alberto de Cuenca.   

Pues bien, la nueva adaptación de Javier Hernández-Simón es pura poesía: la lorquiana y la visual. La historia de Mariana Pineda es bien conocida: la mujer granadina ajusticiada en 1831 por haber bordado una bandera en la que aparecían las palabras Libertad, Igualdad y Ley. Ahora bien, Lorca añade a su personaje la dimensión del amor, pues su heroína actúa movida por sus sentimientos hacia Pedro de Sotomayor. Cada puntada que da forma a la bandera de la discordia viene impulsada por el amor y no tanto por una verdadera convicción ideológica. De hecho, Lorca siempre insistió en la interpretación no política del drama. Mariana Pineda no lucha, a priori, por una ideología sino por amor. Esta entrega desmedida a don Pedro provocará que Mariana acabe siendo víctima de su propia pasión, que la conducirá a la soledad, al rechazo social e, incluso, al abandono de sus propios hijos. Como es característico en el universo lorquiano, el amor es una fuerza arrolladora que transforma a los personajes. Cuando Mariana es apresada, se niega a desvelar los nombres de los liberales que iban a sublevarse. Su acto de amor es inquebrantable y prefiere poner su vida en peligro a delatar a su amante.

Javier Hernández-Simón opta por una puesta en escena sencilla y, a la vez, muy efectista: una serie de puertas móviles que se juntan, se separan, se cierran o se abren le sirven para marcar la progresiva soledad en la que se sume Mariana. Asimismo, aparecen en el escenario unos largos hilos rojos que simulan el telar en el que teje la protagonista y que, además, son las hebras en las que se enreda y en las que su vida queda atrapada, como si de una terrible telaraña se tratase. Especialmente hermoso es el momento en que Laia Marull simula estar enredada en esos hilos mediante un plástico trabajo de expresión corporal muy poético.

La actuación del elenco de actores es, en líneas generales, muy correcta. Si bien, como punto débil, se podría destacar el acento andaluz bastante impostado de una de las actrices que chirría en el conjunto de la obra. Esta nota localista desluce, pues ningún otro personaje tiene acento andaluz, ni si quiera la protagonista, y se aleja del carácter universal que Lorca quería imprimir a sus dramas.

Destaca también la interpretación de Laia Marull en el punto álgido de la obra, cuando la protagonista, recluida en un convento, evoluciona desde la negación de su cruel destino: “tengo el cuello muy corto para ser ajusticiada”, a la esperanza inquebrantable en que la salvará don Pedro hasta la dolorosa asunción de su más absoluta soledad: su amante no vendrá a rescatarla ni a morir con ella. Esta angustiosa realidad supone para la protagonista su propio autoconocimiento: ella es la libertad. Si don Pedro ama más a la libertad que a ella misma, Mariana Pineda será la libertad, será esa idea que domina los pensamientos y los actos de su amante. Morirá siendo la encarnación de ese noble ideal y don Pedro seguirá estando enamorado de ella, la amará a ella que es la Libertad misma: “¡Yo soy la libertad porque el amor lo quiso!”

En definitiva, esta nueva puesta en escena de Mariana Pineda nos ofrece la oportunidad de ver sobre las tablas, llena de vida, a la mujer que se ha convertido en símbolo y paradigma de la lucha por los ideales con una firmeza y coherencia dignas de encomio, sustentadas en el amor que, en definitiva, es el sentimiento vertebrador del universo lorquiano y, por extensión, de nuestro mundo.