CESÓ TODO Y DEJÉME. Blog literario

lunes, 30 de septiembre de 2024

663. Otoño sin sonata

 


Ha llegado el otoño y ha sido como si nada. En esta ciudad donde las estaciones se suceden sin grandes conmociones meteorológicas, el otoño es solo una coda del verano. Hace ya mucho tiempo que fuimos desterrados de su regazo de hojas secas y cielos plomizos. Los riscos pelados se erigen con la austera nobleza de sus harapos de polvo y matojo implorándole a este sol sañudo una tregua en el flagelo de sus rayos, que hienden la carne árida y requemada de la tierra, llagándola sin hacerla sangrar. Hay un azul inmisericorde en el cielo de Alicante que amenaza con fagocitarnos a todos en su luz cegadora.

Así las cosas, he tenido que buscar el otoño en la literatura, y Valle-Inclán ha vuelto a abrirme las puertas del Palacio de Brandeso para revivir el amor postrero del marqués de Bradomín y la pobre Concha. La Sonata de otoño es, tal vez, la más sugestiva de las cuatro que escribiera Valle. No es solo ya la recreación melancólica de la otoñada gallega y su atmósfera languideciente. Es que, además, se funden en este libro de prosa preciosista aquellos elementos tan perturbadores que tanto gustaron de gastar los autores decadentistas. La mezcla de erotismo y enfermedad, de misticismo y herejía, de moralidad y adulterio, de amor honesto y donjuanismo frívolo y arrogante, de superstición y atavismo, de lujo aristocrático trasnochado, todo ello, junto, ofrece un cuadro casi estático (y extático) en cuyas sinuosidades el lector se mueve, mecido por la belleza de unas evocaciones que tienen algo de fantasía onírica o bruma de irrealidad.

El argumento es bien conocido: Xavier, el marqués de Bradomín se entera de la grave enfermedad de su prima Concha, otrora amante, y se acerca al Palacio de Brandeso para pasar con ella sus últimos días. Concha reúne todos los rasgos de la heroína romántica: su belleza quintaesenciada por la enfermedad; su amor apasionado pero contradictorio; y una religiosidad en pugna con el deseo.

Otros personajes memorables desfilan por sus páginas, como Florisel, el solícito paje de doce años que amaestra hurones y enseña a los mirlos a cantar la riveirana; o el orgulloso furor del tío don Juan Manuel, así como el carácter bondadoso y telúrico de las criadas.

La escena final, con el marqués de Bradomín sosteniendo el cadáver de Concha, que ha muerto en el lecho de su amante, trasportándolo ya casi con la amanecida por los pasillos del palacio evitando hacer ruido para no desvelar el escándalo de sus amores, es absolutamente sobrecogedora. En un momento determinado, el cabello de Concha se enreda con una de las puertas y el marqués debe tirar del cadáver, atirantando la frente de la muerta y propiciando con ello que sus párpados se entreabran. Pocos minutos antes, el marqués había yacido con su otra prima, Isabel, cuando entró en su cuarto para avisarle de la muerte de Concha. Aquella, que interpretó la irrupción en su cuarto como un galanteo más del marqués, se entregó a éste y fue así como Xavier, callado su secreto, quedó ungido de Eros para soslayar por unas horas más a Tánatos, antes de que las hijas de Concha descubrieran el cadáver de la madre. Todo un canto a la fragilidad del mundo en su acabamiento, antes del invierno final.

Entretanto, en Alicante, se derrama esta luz engañosa que quizás pretenda negar el devenir indefectible del tiempo y su herida, y vivimos, ilusos, un otoño sin sonata.

 

lunes, 23 de septiembre de 2024

662. Literatura en yarak

 


En el mundo de la cetrería se entiende por yarak el estado físico y mental de un ave de presa a la que se mantiene lo suficientemente hambrienta para que desarrolle sus instintos predadores. Pareciera que Álvaro Cortina hubiera vivido en ese estado de inanición durante meses a tenor del furor expresivo con que aborda su última novela, Garravento, publicada por la zaragozana Jekyll & Jill. Efectivamente, Cortina desata una verbosidad desaforada, especialmente durante los primeros capítulos de la novela, habitando la desmesura retórica más allá de lo conveniente. Llama la atención que alguien con la clara vocación estilística de Cortina incurra, sin embargo, en algunas máculas estéticas como las rimas internas, las cacofonías, los casos de leísmo, las discordancias gramaticales, las perífrasis improcedentes o las repeticiones innecesarias. Es como si el autor no hubiera sabido sujetar la brida de su prosa desbocada o, más oportunamente, la pihuela de su halcón literario, y se hubiera sentido él mismo desbordado por eso que en la faja de la novela llama Vila-Matas «una fuerza primigenia desencadenada».

El planteamiento argumental, no obstante, resulta atractivo. La publicación de una monografía donde su autor, Manfredo, defiende la relación entre la filosofía kantiana y la ufología provoca la reacción iracunda de sus tres amigos intelectuales, que le replican en sendos artículos especializados, no exentos de cruel ironía, y cuya lectura acaba postrando a Manfredo en una atonía física y mental de la que ya no podrá recuperarse. Su mujer, Florinda Delmas, que se dedica a la mecánica y a la cetrería, vengará el agravio preparando a su arpía para atacar a los ofensores. No es de extrañar que las escenas que describen los ataques del águila hayan hecho las delicias de Álex de la Iglesia, autor también de su laudataio en la faja, pues no escatiman violencia y vísceras. De gran plasticidad y mérito sugestivo es la estampa de la propia Florinda, ataviada con su máscara africana para no ser descubierta, sujetando a Garravento, que así se llama el ave, en el brazo. Los asaltos, que el narrador anticipa ya en las primeras páginas, no acabarán, sin embargo, como Florinda había previsto. La novela se completa con dos codas, en las que se incluyen unas sesudas reflexiones sobre la defensa de los artículos de Manfredo, y la accidentada huida de Florinda en compañía de un peregrino grupo de aficionados a la ufología, cuya admiración por el trabajo de Manfredo parece redundar aún más en la humillación de este.

Además de las historias personales de los personajes, que crean un interesante friso de caracteres, mochilas emocionales y concepciones de la vida, lo que más me ha interesado de la novela es ese contraste entre la huera y frívola sofisticación del mundo ilustrado y del intelecto, representada por los amigos de Manfredo y su prurito elitista, frente a la arrolladora fuerza de lo instintivo, de lo salvaje y primitivo, encarnada en la saña irracional de Garravento y en el temperamento práctico de Florinda puesto al servicio, también, de sus impulsos animales, y espoleados por el poco ilustrado sentimiento de la venganza. Un alegato sobre lo poco que puede el constructo moral e intelectual sobre el que pretendemos hacernos fuertes como seres humano y sociedad, contra la pujanza de la Naturaleza embravecida y de los impulsos más oscuros.

lunes, 16 de septiembre de 2024

661. Los inicios del Padre Brown



 

Se cumplen en este 2024 los 150 años del nacimiento de Gilbert Keith Chesterton. Como la efeméride es natalicia, repararemos también en los inicios de uno de los personajes más emblemáticos del escritor, filósofo y periodista británico: su entrañable Padre Brown. 

La primera vez que el famoso detective aparece en la obra de Chesterton es en su libro de relatos The Innocence of Father Brown, editado en 1911 por Miss D. E. Collins, y traducido en España, creo que acertadamente dada su posible ambigüedad semántica, como El candor del Padre Brown. En efecto, los doce relatos que conforman el libro los protagoniza este párroco rechoncho y aparentemente insignificante, «casi ridículo de puro candoroso», al decir de la contraportada de la edición de Anaya que hemos manejado, y que, sin embargo, es capaz de calar con precisión de escalpelo, las debilidades y contradicciones de la naturaleza humana.

 Inspirado en su amigo, el Padre John O’Connor, nuestro personaje se estrena en el relato «La cruz azul», ayudando casi accidentalmente al ilustre inspector de la policía parisina, Valentin, obsesionado por capturar a uno de los ladrones más escurridizos del continente, de nombre Flambeau, hecho que no llega a producirse. A partir de este momento, el lector cree ya configurado el típico binomio detectivesco, a la manera de Holmes y Watson. Nada más lejos de la realidad, pues en «El jardín secreto», es el propio Padre Brown quien desenmascara al asesino del relato en cuestión que, sorprendentemente no es otro que el propio Valentin. Más tarde, veremos a un redimido Flambeau acompañando al Padre Brown en sus vicisitudes. Quizás de forma algo maniquea, Chesterton, convertido al catolicismo y férreo defensor de las bondades de su fe, elimina a Valentin de la ecuación, pues este, desde un cientifismo radical, abomina de la religión por considerarla oscurantista.

De los relatos de Chesterton, sorprenden los vericuetos impredecibles de los razonamientos del Padre Brown para desvelar los misteriosos crímenes, que apelan a un impecable sentido de la lógica pero también a la intuición que nace de quien conoce bien las miserias y demonios del alma. En algunos relatos, como «El martillo de Dios», uno de mis favoritos, la trama casi es lo de menos al lado de la lección humana, tan edificante, que allí se dilucida. Otros relatos incluyen atmósferas románticas y casi místicas como en «La honradez de Israel Gow», ambientada en la telúrica Escocia.

El rasgo más característico del Padre Brown es su función redentora o encauzadora de los delincuentes a los que descubre. En varias ocasiones, los deja marchar después de mantener con ellos una charla confidencial cuyo contenido es vetado incluso al propio lector. Es así como enderezó la vida de Flambeau.

Por lo demás, destaca el estilo del narrador, tras el que se esconde, sin complejos, el propio Chesterton. Su mirada afilada, irónica, sutilísima, con un humor fino e inteligente, siempre del lado del débil, y muy crítica con las clases pudientes, destila la realidad moral y social de su época para conformar un corpus ético muy definido donde sobresalen triunfantes virtudes como la bondad o la indulgencia del error que no permiten al autor juzgar o condenar a las personas. Una lección que conviene no olvidar en este tiempo nuestro de inquisidores prestos siempre a la lapidación.




lunes, 9 de septiembre de 2024

660. Escribir entre las ruinas

 



Uno de los grandes riesgos de la literatura memorialística es que las vicisitudes o reflexiones que en ella se narren no le importen a nadie. Tal vez despierte el interés, algo morboso, de los allegados del escritor o, si se trata de una figura mediática, el de todos aquellos que se acerquen al libro con la curiosidad malsana del voyeur del papel cuché. Pero todos tenemos una vida, en lo esencial más o menos parecida a la del común de los mortales, hecho que nos hace preguntarnos por qué la existencia ajena merece, más que la nuestra, ser exhibida en la nobleza de la letra de molde. Para que este género albergue algún tipo de provecho, es necesario que el autor sea capaz de trascender el anecdotario personal para que cualquier lector pueda sentirse interpelado por la verdad y la universalidad que se infiere del suceso individual que allí se cuenta, hasta olvidarse incluso de la persona que existe detrás de esas páginas. Creo que Teoría general del abandono, de Miguel Pardeza, cumple honestamente con esa premisa. Y digo «honestamente» porque Pardeza podría haber aprovechado su popularidad como futbolista de élite para obtener un rédito fácil, pero en las escasas 126 páginas de su libro, la alusión al fútbol es extremadamente marginal.

Teoría general del abandono (Newcastle, 2024) consta de 20 píldoras literarias que ponen algo de orden en la septicemia nostálgica del autor, sanándolo de algún modo en el ejercicio de su balance. Pero merced a esa necesidad particular, el lector podrá enriquecerse con el pintoresquismo de una época, mayoritariamente la década de los 70, que nos permite adentrarnos en la vida de las pensiones madrileñas, las noches de Malasaña, el despertar sexual o el servicio militar. De los breves artículos, destacan por su naturaleza redentora, los dedicados a la cultura: las colecciones de álbumes, el deslumbramiento de los cómics, la cámara del tesoro que es siempre la Cuesta de Moyano, la estampa costumbrista y melancólica de los kioscos, la ensoñación del cine y su paulatino desencanto, su amor por las lenguas clásicas, o su pasajera obsesión por los autores de la bohemia española (no olvidemos que Pardeza es autor de tres ediciones antológicas de las colaboraciones en prensa de González Ruano), que le llevó a la compra compulsiva de los títulos de aquellos autores proscritos que con tanto magisterio narrativo evocó Juan Manuel de Prada en La máscara del héroe y que, a riesgo de equivocarme, parece haber sido la espoleta de Pardeza para su rastreo malditista, a tenor de la nómina citada por el escritor onubense. Esta predilección transitoria por los escritores de la bohemia no es baladí, pues entronca con una suerte de filosofía del perdedor con que Pardeza, desde el mismo título, parece emparentar. Sus coqueteos con el existencialismo, aunque con la posterior decepción respecto a los modelos de vida de Simone de Beauvoir y de Sartre, así como sus experiencias con las terapias del psicoanálisis, su relación conflictiva con la bebida y la futilidad de las amistades, conforman una personalidad abocada al descreimiento y a cierta misantropía que le impiden una comunión plena con el mundo en el que vive, cada vez menos suyo, y del que solo le salva su relación con la literatura. La prosa de Pardeza, elegante y a ratos irónica, desprende ese halo de lipemanía, que convierte sus páginas en una amarga asunción del tiempo, de sus renuncias y de sus pérdidas inevitables, y testimonia la vulnerabilidad y fragilidad de las cosas que creíamos sólidas y de lo inane que es a veces este oficio absurdo de vivir.