CESÓ TODO Y DEJÉME. Blog literario

lunes, 29 de abril de 2019

443. Futuro de subjuntivo



En la Gramática de la Lengua Española de Emilio Alarcos, en concreto en el apartado donde el insigne filólogo salmantino clasifica los diferentes modos verbales, se dice lo siguiente respecto al modo subjuntivo: es el de “los hechos ficticios, cuya eventual realidad se ignora o cuya irrealidad se juzga evidente (hechos que se imaginan, se desean, se sospechan, etc)”. El apunte filológico que inicia esta reseña literaria no es baladí. No me he detenido en hacer el cómputo de las numerosas ocasiones en que Gonzalo Hidalgo Bayal utiliza en su último libro, La escapada (Tusquets), el futuro de subjuntivo, pero su profusión es lo suficientemente llamativa como para no ignorar su uso deliberado, más aún cuando sabemos que ese tiempo verbal está ya en desuso. Pero como la prosa inteligentísima del novelista extremeño nunca es azarosa ni aséptica, habrá que convenir que detrás del insistente anacronismo morfológico hay una intención más profunda: la de constatar que, efectivamente, la vida en ciernes es siempre un futuro de subjuntivo, una ficción, una irrealidad prendida muchas veces del deseo y de las aspiraciones, pero ficción a la postre, en la que pocas veces se cumplen las expectativas que el entusiasmo juvenil proyectado sobre el porvenir traza ingenuamente sobre la línea temporal que imaginamos, sospechamos, deseamos.
Sobre la base de un argumento muy sencillo, el reencuentro 40 años después de dos compañeros universitarios, el autor se desdobla entre el confesante memorialista, el narrador y el personaje de la novela, para contar ese encuentro casual que provoca toda una evocación del pasado trufada de reflexiones vitales. Y así conocemos a Foneto, apodo pergeñado en los tiempos de la facultad debido a las sutiles y prolijas elucubraciones fonéticas del entonces estudiante, que nos hace partícipes, Hidalgo mediante, de las vicisitudes de su vida tras abandonar la universidad. Sabemos, por ejemplo, que ha acabado regentando la soledad de un quiosco y algunos avatares amorosos, entre otros detalles. La trama, como digo, apoyada en esa mínima estructura, se pierde maravillosamente por los vericuetos de la reflexión de toda índole, algunas de naturaleza filológica que hará las delicias de los que fuimos estudiantes de Filología, con sus guiños y chascarrillos gremiales. No digo que la novela esté destinada solo a los filólogos pero estos lo van a disfrutar, si no mejor, sí de otro modo.
Con Gonzalo Hidalgo Bayal me pasa algo que es, quizás, el mejor elogio que puede decirse de un escritor: cuando leo sus novelas llega un punto en que ya me da igual lo que me esté contando; lo que deseo es que no pare de contarlo. Cada reflexión, cada ironía, cada puya, cada inquietud, cada nostalgia y evocación son una delicia tras otra que respeta la inteligencia del lector, que casi la adula, un filandón intelectual estimulante, profundo y certero, en ocasiones también conmovedor, a pesar de ese estilo tan característico del autor de Nemo, que por su naturaleza cincelada, de pulcritud casi académica, pudiera pensarse en las antípodas de las concesiones líricas.
La escapada deja un poso de desolación estoica, de tiempo periclitado, tiempo fuera del tiempo, que obra en el lector, al acabar el libro, el enhebro de la melancolía y la aceptación serena de la vida que no será. Un epitafio para aquel futuro de subjuntivo que está ya solo en el lenguaje arcaizante de los viejos romances pero desterrado de este romancero de la modernidad donde solo ha lugar para el modo indicativo de la decepcionante realidad, lejos de ya de los sueños que se conjugaron, aquellos sí, en futuro de subjuntivo.

lunes, 22 de abril de 2019

442. Caperucita (versión progre)



Érase una vez una ciudadana liberada, independiente, autosuficiente y empoderada que, sin embargo, no había podido aún emanciparse de su madre soltera debido a las imposiciones macroestructurales de un sistema económico al servicio del capitalismo y el heteropatriarcado. Respondía esta ciudadana al nombre de Caperucita, aunque a ella, aquel diminutivo la molestaba sobremanera, pues consideraba que el sufijo menoscababa su dignidad de mujer y advertía en él una suerte de condescendencia paternalista y protectora, como si ella fuera un ser delicado y débil al que hubiera que proteger. Prefería, pues, que la llamaran Caperuza, sin más aditivo morfológico. Vivía, como dijimos, con su madre, que había decidido concebirla sin mediar hombre alguno, pues no deseaba someterse a esa falocracia que desde tiempo ancestral había supeditado la maternidad de una mujer al concurso imprescindible del hombre dominante: sus orgasmos eran suyos y solo suyos y ella era la dueña de su menstruación. El caso es que Caperucita, o Caperuza, recibió el encargo de su madre de llevarle una cesta con comida a su abuela, pues andaba ésta algo pachucha y no podía salir a comprar. A Caperuza no le apetecía hacer aquella larga caminata hasta la casa de su abuela, pues había pasado la mañana haciendo deporte con su grupo femenino de runners y estaba algo cansada. Pero su madre negoció con ella durante largo tiempo, al cabo del cual, Caperuza accedió y su madre, como premio a su buena disposición, colocó en el cuadrante de buenas tareas que había pegado en la nevera, un precioso adhesivo con una cara sonriente. A Caperuza le faltaban ya solo dos caritas sonrientes para conseguir un aumento de su paga mensual. Pero el Lobo Feroz, que había escuchado hasta el aburrimiento la larga conversación de Caperuza y su madre, vio su oportunidad de conseguir el cariño de un ser humano, estando como estaba en peligro de extinción. Así que se adelantó a Caperuza, llegó a casa de la abuela, la metió en el armario y pegó el cambiazo. Entretanto, Caperuza se dirigía por los caminos del bosque con su cesta de comida ecológica y vegana para su abuela mientras oía a Bebe en su ipod. Al llegar notó a su abuela algo cambiada y no hizo falta preguntarle por sus ojos grandes, ni por su nariz grande ni por su boca grande, porque ella era una mujer inteligente y con título universitario y pronto descubrió que era el jodido lobo otra vez. Tampoco fue necesaria la intervención del cazador, pues al irrumpir éste para salvar a Caperuza, ésta ya había domesticado al lobo acariciándole el lomo, le había colocado un chándal para perros y se estaba divirtiendo jugando con él a lanzarle una pelotita, que el lobo devolvía sumiso y, al fin, satisfecho del cariño anhelado. Al cazador no le dio tiempo a ver más, pues una horda de animalistas lo había masacrado con lanzas de picador para que experimentase en sus propias carnes el sufrimiento animal. ¿Y la abuela? Pues su salida triunfal del armario fue del todo reveladora, pues en aquel acto de salir del armario, la abuela comprendió que el destino había obrado simbólicamente para que al fin pudiera gritarle al mundo su orientación sexual: la abuela era pansexual y desde ese momento ya no quería que la llamasen abuela, sino abuele o abuelx, y su salida del armario fotografiada por algunas de las personas que habían acudido hasta allí debido a todo aquel alboroto, se convirtió en el símbolo de la libertad sexual y salió en todas las portadas LGTBI del mundo. Y de este modo, todos fueron felices, aunque no comieron perdices, pobres perdices, sino que se atiborraron de todas aquellas deliciosas viandas veganas que había traído Caperuza y que compartieron con alegre camaradería. Y colorín colorado.

lunes, 15 de abril de 2019

441. Veinticinco años sin Gil-Albert



El silencio que a veces se cierne sobre los grandes escritores no responde siempre a la desidia de los estudios literarios o al desinterés institucional. En ocasiones, simplemente, es la mala suerte la que extiende su agorero manto de olvido sobre quien, por derecho propio, debería hallarse entre la pléyade de las grandes figuras de las letras universales. Ese es el caso de Juan Gil-Albert, autor de quien este año se conmemoran los 25 años de su deceso y a quien, salvo los estudiosos que amorosamente se han afanado en rescatar su semblanza literaria y biográfica, pocos lectores conocen.
La mala suerte de Gil-Albert comienza por incorporarse tarde al grupo del 27, única promoción de escritores a la que por aproximación generacional pudiera adscribírsele. Pero el escritor alcoyano, que ya había iniciado su carrera literaria en prosa lejos de los temas e intereses del 27, comenzó a forjar su marbete de poeta-isla con el que a veces se le ha etiquetado. Luego llegó la guerra civil, durante la que publicó varios libros, entre los que destacan Misteriosa presencia (1936), de marcado contenido homoerótico y cuyos sonetos probablemente influyeron de manera decisiva en los Sonetos del amor oscuro de García Lorca; y Candente horror, del mismo año, con su sesgo surrealista, tan a propósito para la barbarie de la contienda cainita. El exilio en México alargó su silencio, sólo atenuado por las colaboraciones en revistas como Taller, al socaire de Octavio Paz y, eso sí, por la memorable publicación de Las ilusiones (1944) en Argentina, seguramente su mejor libro de poemas. En 1947 vuelve a España para cuidar de su madre, lo que acentuó su ostracismo: algunos intelectuales republicanos le reprochan su abdicación y los del otro bando le recuerdan su pasado rojo, secretario como fue en Valencia del II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura celebrada en 1937. El régimen, por otro lado, le impone su mutismo editorial, lo que no impide que Gil-Albert siga escribiendo, aunque sin publicar, salvo algunas pequeñas ediciones de corto recorrido a veces costeadas por él mismo. Es en 1972 cuando se produce el gran hito en la carrera literaria de Gil-Albert al publicar en Ocnos una antología de toda su obra poética diseñada por el propio autor, Fuentes de la constancia. El libro espolea el reconocimiento del poeta, que cuenta ya con 68 años, y entonces se produce una vorágine editorial que recupera su obra silenciada en los años del franquismo, efervescencia que no siempre le ayudó, pues la publicación de hasta 10 títulos en tan solo un año, como si a Gil-Albert le pudiera la ansiedad de ver publicadas en vida todas sus obras, fue contraproducente en lo refereido a la recepción de la crítica literaria o a las reseñas en prensa, a las que se les acomoda mejor el análisis paulatino y sosegado de las obras con márgenes razonables de tiempo entre las distintas publicaciones. Otra piedra en el camino.
Admirador de Valle-Inclán, Gabriel Miró, Azorín, Proust y Gide, la prosa de Gil-Albert, muchas veces mejor ponderada por la crítica que su poesía, es de un preciosismo estilístico de auténtica orfebrería. Defensor del ocio productivo, vindicador de una suerte de hedonismo espiritualizante, pero comprometido en su sensibilidad filantrópica con el hombre sufriente, heredero de la cultura greco-latina, de la que se siente hijo y habitante, y defensor de un europeísmo que aspira a lo universal, trascendiendo el terruño, siempre querido, de su Alcoy natal (algo de lo que debieran tomar nota quienes quieren arrogarse su figura con fines espurios de carácter nacionalista), Gil-Albert es una figura aún por descubrir que tiene que regalarnos todavía momentos literarios muy felices. El Congreso Internacional celebrado estos días en Alicante y Alcoy, codirigido por José Ferrándiz, José Carlos Rovira y Eva Valero, que ha reunido a lo más granado de los estudiosos sobre el escritor alcoyano, debe constituirse en la espoleta definitiva para una recuperación que es ya casi un imperativo moral.

lunes, 1 de abril de 2019

440. Calados hasta los huesos



Es lo que tiene la lluvia fina, que parece que no moja hasta que descubrimos que estamos empapados de su húmeda melancolía, como aquel inolvidable orballo de Camilo José Cela en Mazurca para dos muertos. Algo así es la escritura de Luis Landero, una lluvia mansa y paciente de palabras que en su último libro acaba por calarnos hasta los huesos en medio de esta intemperie que es, a veces, la vida.
Con el objeto de reunir de nuevo a toda la familia y restañar viejas heridas, Gabriel intenta organizar un reencuentro alrededor del cumpleaños de su madre. Su buena intención pronto halla los primeros obstáculos cuando, ante la perspectiva de coincidir todos juntos, se reabren antiguas tensiones, imperdonados rencores y terribles secretos que habían permanecido hasta entonces en barbecho.
Una de las primeras impresiones que tuve al leer Lluvia fina (Tusquets), fue la de su fácil traslación al género teatral. Y no sólo porque la última novela de Landero sea una de sus obras más dialogadas, sino porque en su estructura se activan con sorprendente naturalidad determinados resortes dramatúrgicos que la hacen perfectamente permeable a su adaptación a las tablas. Es cierto que cuando se establecen esos diálogos, uno está deseando reencontrarse con el Landero narrativo, más reconocible para sus lectores leales, pero las treguas dialógicas no sólo no menoscaban la incuestionable calidad de la novela sino que la enriquecen, al dejar que los personajes configuren ellos mismos sus rasgos personales mediante sus propias intervenciones, matizando con sus respectivas formas de hablar las marcas de su carácter y ayudando a desbrozar las oscuridades que esconde la maleza de la trama. En ese sentido es magnífico el dominio de los registros de los personajes, que consigue individualizarlos y hacerlos creíbles, especialmente, el usado con Andrea, de la que Landero parece reírse a veces, con su cursi y trasnochada grandilocuencia victimista extraída de las letras de heavy metal a la que es aficionada. 
Especialmente relevante es el personaje de Aurora. Si en otras obras de Landero, el protagonismo recae sobre el que cuenta (recordemos, por ejemplo, las historias de la abuela Francisca en El balcón en invierno), aquí cobra importancia capital la figura del escuchante. Aurora atiende, merced a su capacidad para escuchar, las miserias que le explica el resto de personajes, trata de no juzgar, de ser equidistante, de generar una atmósfera conciliadora, de comprenderlos. A Aurora, en cambio, nadie le pregunta cómo está.
Dos ideas jalonan continuamente la trama de Lluvia fina: que las historias no son nunca inocentes; y que el pasado es, casi siempre, una reelaboración más o menos artificiosa e interesada de la memoria. Efectivamente, despojadas de su naturaleza adánica, las palabras sustituyen sus dientes de leche por los colmillos maliciosos que buscan su carnaza. Y respecto al pasado, éste entronca con el concepto de la verdad, tan voluble y sospechoso, y con la siempre importante en Landero noción de oralidad, cuya idealización en obras anteriores, al calor de las consejas y de las maravillosas fábulas, se degrada aquí ante la incertidumbre tendenciosa de las diferentes versiones que dan los personajes de sus historias y que convierte un fenómeno literario hermoso –el de la misma oralidad, con su vida en variantes, siempre enriquecedoras– en una perversión de ese mismo acervo. Y así, la lluvia fina de las palabras es aguacero inmisericorde que se vierte desde los nubarrones del corazón.