lunes, 6 de julio de 2015

292. David Trueba o lo gris cotidiano



David Trueba siempre me ha parecido un tipo interesante. Es inteligente, tiene buenas ideas y ostenta ese espíritu crítico sin estridencias que tan necesario se antoja en un tiempo, el nuestro, donde o bien se agacha servilmente la cabeza o bien nos lanzamos a la calle a destrozar cristales de oficinas bancarias. Me gustan mucho, también, sus películas, con ese ritmo narrativo cocinado a fuego lento, sin prisas, y esa delicadeza, ternura y profundidad con que construye a sus personajes. Sin embargo, soy incapaz de mantener este idilio intelectual y artístico cuando leo sus novelas. No es que los libros de David Trueba sean malos; Trueba se deja leer, entretiene y, de vez en cuando, se topa uno con la grata sorpresa de una frase brillante, de una idea ingeniosa, de una reflexión honda. Pero hasta que llega ese momento, el lector ha estado consumiendo páginas anodinas, repletas de detalles insustanciales y perfectamente prescindibles. Trueba es el novelista de la cotidianeidad y es tanto su apego al pulso diario de la existencia que leer sus libros vale tanto como vivir una jornada corriente de cualquier vida, con su tedio y su sucesión de acciones irrelevantes que marca la inercia de los días. En general, la vida de un ser humano está jalonada de momentos inolvidables, buenos o malos, que aparecen en mitad de un largo período de intrascendentalidad. Así las cosas, la literatura se presenta como la válvula de escape que nos aleja del devenir, siempre igual, de las horas, abona las parcelas yermas de nuestra vida y llena el vacío de la banalidad diaria. No necesitamos libros que hablen de lo cotidiano porque nuestra vida es ya, de por sí, muy cotidiana. Si acaso, algún pasaje con el que establezcamos empatía puede ayudarnos a sentirnos menos solos en este misterio, algo absurdo, que es la vida pero, en general, no nos hace falta insistir más en la nada cotidiana.
Esta impresión tuve con Saber perder (Anagrama, 2008), novela de irrelevancias de las que sólo se salva la magnífica historia del jubilado Leandro, con su reflexión sobre el paso del tiempo, la decrepitud física y el renacimiento otoñal. Saber perder, que podría haber sido un excelente monumento a los hombres derrotados por la vida, se pierde en pasajes fútiles que restan grandeza a la abdicación de vivir. La novela también me sirvió para corroborar lo que ya sabía: no hay nada más aburrido que novelar el mundo futbolístico.

La última novela de Trueba, Blitz (Anagrama, 2015), narra la historia de un paisajista fracasado, abandonado por su novia, que halla consuelo en el amor tranquilo de una mujer madura. Trueba hace un sano ejercicio de depuración y, así, todo lo que sobraba en Saber perder es justo lo que se elimina en esta novela corta que desafía tabúes y habla a las claras. Son interesantes los paralelismos que se establecen entre el trabajo de paisajista del protagonista y la vida misma como metáfora del jardín. Con todo, la novela adolece, una vez más, de esa indolencia argumental, instalada en la grisura, que no permite, al acabar el libro, continuar con la hipnosis literaria. Y esto es así porque cuando uno termina una novela de Trueba existe una suerte de continuidad, de evasión frustrada que aboca a lector a lanzarse a la ficción de cualquier otro autor, con tal de librarse del desencanto ceniciento de la vida. O dicho de otro modo: con tal de librarse, aunque sea solamente por un rato, de uno mismo.

1 comentario:

Tisbe dijo...

Comparto totalmente tu opinión sobre Trueba. Ahonda demasiado en la cotidianidad y eso puede hastiar al lector. Tampoco me gustó de "Blitz" el uso reiterado de palabras malsonantes relacionadas con las relaciones sexuales. Creo que un escritor debe mimar la palabra y ser capaz de expresarse de un modo más elegante.