domingo, 11 de diciembre de 2016

344. 'La carne'



El problema de mi lectura de la nueva novela de Rosa Montero no reside tanto en el libro mismo ni en su autora, como en quien escribe ahora estas líneas. Uno se entera un día de que Rosa Montero ha publicado una novela en Alfaguara titulada nada más y nada menos que La carne, centrada en la antesala de la vejez, y recibe la noticia con el alborozo que suscita la promesa de un libro cuyo sólo título produce ya una sacudida en el lector. La carne. No me negarán que con ese pórtico crudo, directo, inclemente, descarnado, si se me permite la redundancia, fisiológico hasta el naturalismo, el lector sienta que va a enfrentarse a un texto que va a zarandear eso que ahora llaman los finolis nuestra zona de confort.
Y así es. Con un título tan sugestivo, inspirador y rebosante de potencialidad, yo me esperaba poco menos que una epopeya de la carne, la épica derrota de la piel en su decrepitud, el enseñoramiento de lo orgánico sin medias tintas, la enfermedad sin paliativos retóricos. Esperaba esa novela que nos recordara que, pese a nuestro afán de trascendencia, pese a nuestra espiritualidad específica, pese a nuestra supuesta elevación, somos eso: carne, futura podredumbre y humores en descomposición.
En lugar de todo eso, sin embargo, hallamos a una sexagenaria obsesionada por el gigoló que ha contratado para darle celos a su ex pareja.  La novela se convierte entonces en una agridulce historia de amor, algo aburguesada, salpicada de cierto humorismo de acíbar marcadamente femenino, donde la protagonista reivindica, pese a las limitaciones de su carne ya decadente, su necesidad de amar; se trata de la tragedia derivada de la oposición entre una predisposición al amor que ha permanecido intacta con el paso de los años y la realidad del cuerpo, que en su declive, no acompaña esa plenitud. 
No es, por tanto, que no subyazcan en la novela todas las expectativas que el título sugería. Detrás del enfoque edulcorado se atisba toda esa fatalidad, pero se pierde la grandeza odiseica del viaje de la carne, quizás porque la propia autora ha decidido cubrir, bajo la ternura y patetismo que nos genera su personaje, el drama latente. Sólo al final del libro, hacia la página 185, que inicia uno de los mejores capítulos de la novela, la autora parece hacer jirones ese velo tras el que se esconde el rigor de la terrible verdad.
Una de las partes más interesantes de la novela es el juego metaliterario que en ella se establece. Soledad, la protagonista, es comisaria de una exposición que organiza la Biblioteca Nacional sobre escritores malditos. El repaso por las vidas de estos escritores se engarza con los sentimientos de la propia Soledad, en un juego de espejos que enriquece la trama. Resulta también llamativa la incorporación del personaje de Rosa Montero en uno de los pasajes de la novela, en un divertimento tan legítimo como innecesario. Tan innecesario como el escuálido dietario donde la protagonista anota sus observaciones de espionaje sobre el gigoló del que está enamorada, que hubiera resultado perfectamente compatible sin el mecanismo estructural del diario, que se antoja algo forzado.

En definitiva, La carne es una novela correcta, que quizás peca en la ligereza con que aborda un tema, presumiblemente más potente y lleno de posibilidades en su hondura. La carne se deja leer, entretiene, pero se queda a medias. En lugar de su holocausto, en esta carne rozamos sólo la epidermis y la lectura cicatriza enseguida. 

2 comentarios:

Javier Angosto dijo...

¡Ay, esas novelas cuyas lecturas cicatrizan enseguida...!

Tisbe dijo...

Es una novela en la que se ve demasiado la mano femenina que la escribe. El problema es que no todas las mujeres pueden identificarse con Soledad. Se deja leer, pero es una lectura ligera que no deja huella.