lunes, 5 de marzo de 2018

395. La originalidad




Andan algunos escritores y editores bebiendo los vientos por publicar libros que tengan en la originalidad su principal virtud. Ser original, distinto, rompedor, provocador, se ha vuelto imprescindible para abrirse paso en el mundo literario y en el arte en general. Quizás es signo de este tiempo, el nuestro, en que la sociedad se cansa muy rápidamente de todo y necesita satisfacer su inagotable hastío con aquella novedad que lo sacuda, por mucho que esa novedad esté abocada irremediablemente a su destino efímero. Nunca como en nuestra época, las personas han tenido tantas posibilidades de ocio y, sin embargo, tampoco nunca antes había habido tanta gente que se aburriera tanto.
El concepto de originalidad es, en realidad, relativamente reciente. Se consolida, sobre todo, en el siglo XIX, cuando el Romanticismo apeló a la individualidad del genio creador y a la particularidad de su universo artístico. Y, sin embargo, el ideario romántico acabó por convertirse, él también, en escuela de tópicos en sí mismo. Tiempo atrás, la noción de originalidad no era siquiera contemplada y se prestigiaba, sin embargo, el seguimiento de los modelos clásicos. Gonzalo de Berceo se jactaba de tomar sus Milagros de fuentes fidedignas y Don Juan Manuel, a quien la tradición española atribuye la cualidad de ser el primer escritor con conciencia de su oficio, basó los relatos contenidos en El conde Lucanor en las traducciones de los cuentos y apólogos griegos y orientales que podía hallar sin problema en la biblioteca de su tío, Alfonso X, el Sabio. El Renacimiento y el Neoclasicismo volvieron la vista a los modelos greco-latinos, con las lógicas reformulaciones que reclamaban sus siglos. Y sólo las vanguardias rupturistas del primer tercio del siglo XX que respetaron la tradición consiguieron hacerse un hueco reconocido en los manuales de historia de la literatura; las demás, quedaron como mera bagatela sin solución de continuidad que hoy se recuerdan con la mirada curiosa de la anécdota.
Una concepción radical de la originalidad podría defender perfectamente que toda obra artística es original en tanto que ha sido creada por un individuo que es único e irrepetible. No se trata, pues, de buscar asuntos alternativos a los que han conformado los temas universales de la historia de la humanidad porque, entre otras cosas, eso es imposible. Todo está ya dicho en Homero, Shakespeare y Cervantes. Ser original no es inventar de la nada, sino conseguir que los temas que han preocupado desde siempre a los hombres, cribados en el cedazo de una sensibilidad extraordinaria y talentosa, adquieran la capacidad de emocionarnos, de decirnos aquello mismo que sentimos y no sabíamos decir, de impregnarlos de la personalidad profunda y extraordinaria del literato, que no es más que otro ser humano en el que nos reconocemos. Hay más sorpresa en cualquiera de los temas más manidos de la literatura, si éste ha pasado por el tamiz de las grandes almas e inteligencias de los escritores, que en todos los fuegos de artificio de quien quiere llamar la atención y sólo consigue el histrionismo banal, el minuto de gloria, ridículo, prescindible y al rato olvidado.
Tal vez, en último término, ser original estribe precisamente en no serlo o, al menos, en no serlo demasiado. Es algo parecido a la rutina, de la que tanta gente se queja, sin saber que la felicidad reside muchas veces en los corazones donde nunca pasa nada y, sin embargo, ocurre todo.

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