lunes, 22 de octubre de 2018

419. De todos. De nadie.



Siempre he pensado que la Literatura no tiene dueño. Ni siquiera cuando conocemos el nombre del autor individual que dio vida a una obra. Los textos, cuando terminan de escribirse y se dan a la imprenta y se hacen libros, ya no pertenecen a su creador, son patrimonio de los lectores. El escritor acaba la novela o los versos con los que ha estado conviviendo quizás algunos años, que han sido, tal vez, asidero de su supervivencia, y luego los cede al mundo y a las azarosas vicisitudes de su existencia independiente. Y desde la dolorosa atalaya de su desprendimiento, contempla con nostalgia –o con alivio– cómo su historia deja de ser suya para ser de todos.
Si esto ocurre con la literatura de autor, imagínense qué otro tanto pasará con la literatura tradicional de carácter oral, esa que nace anónima de las entrañas del pueblo y que forma parte del imaginario colectivo. Nadie podría arrogarse nunca su propiedad y aquel que lo hiciera, es seguro que lo haría con algún tipo de intención espuria. Hago esta reflexión después de visionar la excelente película Cold War, recién estrenada en las carteleras de nuestros cines. En ella, un grupo de folcloristas polacos recorre el país para recolectar las viejas canciones que el pueblo ha ido heredando de generación en generación desde tiempo inmemorial, algo así como aquel mítico viaje de novios que emprendieran Menéndez Pidal y María Goyri por tierras de Castilla. El objetivo es crear un coro profesional que dé difusión a ese tesoro y homenajee la riqueza del acervo popular. Es maravilloso escuchar las letras de todas esas canciones, cantadas por las encantadoras y risueñas muchachas polacas ataviadas con sus vestidos regionales, con la frescura de sus letras y la lozanía rústica de sus melodías, especialmente cuando canta Joanna Kulig, la actriz que da vida a la protagonista, cuya juventud desbordante y subyugadora tan bien casa con la gallardía de aquellas tonadas. Pero estamos en plena Guerra Fría, como reza el título, y el régimen comunista obliga a la agrupación coral a transformar aquellas letras en una apología del estalinismo. Resulta llamativo cómo, a partir de ese momento, la deliciosa frondosidad abigarrada de aquellas canciones, se torna lúgubre y grave, al servicio de los himnos patrios. Despojadas de su filiación primigenia, instrumentalizadas por la política, aquellas canciones adulteradas son trasunto también de la desorientación identitaria de los dos principales personajes de la cinta. Su deserción y huida de Polonia a París no es más que una búsqueda de ese centro de gravedad perdido. Pero en la capital francesa, Zula y Víktor se ganarán la vida cantando aquellas mismas canciones adaptándolas a los gustos de esa otra Europa, traducirán las letras al francés, serán sometidas a los arreglos que impone el jazz y volverán, especialmente Zula, a sentirse agraviados y humillados en aquella desvirtualización de las esencias de su pueblo. Y volver a Polonia, como se verá, no es una opción tras la deserción.
La película, rodada en blanco y negro, es de una belleza arrebatadora, fotograma a fotograma. Y más allá de su dramática historia de amor, reivindica la libertad de la creación artística lejos de las proclamas ideológicas y de la apropiación ilegítima que éstas hacen de la cultura.  Porque la Literatura es de todos. Y de nadie.

Al poeta Ramón García Mateos, que me enseñó que “la copla es pasión y sentimiento volando libremente hacia la nada, abriéndose en canción, grito, paisaje, dejándonos la voz entrecortada”.

2 comentarios:

Angelus dijo...

http://tembladeraldesilabas.blogspot.com/2018/09/cold-war-pawe-pawlikowski.html?m=0

blog del poeta Manuel López Azorín dijo...

Muy buen artículo. De acuerdo con tus planteamientos y de acuerdo con la tradición oral y escrita de la copla. Ramón se alegrará por la dedicatoria. Saludos