En un mundo como el nuestro,
abocado a la fragmentación y al desmantelamiento de las ideas humanistas que
alguna vez sustentaron los ideales de las naciones de Occidente, hay libros que
llegan para certificar la defunción de aquellos principios. Gerardo Rodríguez
Salas, testigo atento y lúcido de la hecatombe, teje en Los hilos de la infamia el terrible tapiz de nuestro tiempo. Con un
tono imprecatorio, casi de maldición bíblica, que tanto recuerda a muchos de
los poemas lorquianos de Poeta en Nueva
York, el autor granadino explora las
lacras de nuestra sociedad, pero no se limita al testimonio del observador
afligido sino que lanza su invectiva condenatoria con los alaridos de los
proscritos y el ardor de las revoluciones. Nada escapa a su diatriba. La
corrupción de los poderosos, que «aún blanquean su dionisíaco amor en paraísos
fiscales», tizna también a la Iglesia a quien se le «cae el disfraz / al suelo
la birreta». La infancia es arrasada en un secreto incesto o en los telares de
Hong-Kong –«nunca estuvo tan lejos / Nunca Jamás» mientras en Marruecos una
niña se prepara para su noche de bodas: «Adiós a aquella niña. / No frotaré las
lámparas del zoco». El drama migratorio tiene su impresionante pórtico en el
primer poema de «Capulina», donde se realiza una crítica feroz a la Europa
insolidaria y se pide a las Erinias que venguen los cuerpos inertes de Aylan y
Galip. El sexo huele a zotal en los burdeles de la degradación mientras alguien
diseña su fantasía erótica con su sex
doll customizada que puede ser trasunto de la cosificación de la mujer. Los
nacionalismos visten de patriotismo sus desmanes guerreros mientras las redes
sociales anestesian a «las hijas de la ira» con sus «enlaces hueros». Las
Torres Gemelas de Nueva York, «sucias vestales», que nunca ansiaron las
alturas, buscan la verdad natural lejos del capitalismo, en «las acuosas cuevas
/ donde esconder nuestro ardor animal», mientras rezan para que no se nuble «la
antorcha de la dama» y la libertad que su luz promete. Y, entretanto, la
Literatura, enlodadas sus nueve musas, trata de levantar un yunque donde gestar
«la llama en nuestro molde / para inventar el número divino». No parece azaroso
el guiño a «Los caprichos» goyescos donde el lienzo parece ofrecerse para el
sueño de la razón. Particularmente importante es el asunto de la sororidad. El
poemario en su conjunto, mediante el símbolo de Aracne, arenga a las mujeres a
tejer el envés del tapiz de la infamia. Los últimos siete poemas, enumerados a
la inversa, parecen conformar una suerte de cuenta atrás para esa revolución
que les otorgará redención definitiva: «mis hermanas están tendidas / pero
nosotras / las bestias de los hilos / un día buscaremos las cunas de Belén /
para nacer de nuevo». Así, «embriagadas de hybris»,
las voces femeninas que han ido urdiendo la tela de araña de todo el poemario,
con sus promesa revolucionaria, tejen el telón que cierra la obra. De ese modo,
Rodríguez Salas deja abierta la puerta a la esperanza para, como dice Ángeles
Mora, aprender a hilar de otra manera. Los
hilos de la infamia constituye un aldabonazo que llama a las conciencias, y
lo hace con un torrente de estampas alucinadas, casi surrealistas, que es el
camino más propicio para describir este mundo desquiciado. El autor cifra,
sobre todo, esa esperanza en las mujeres, que deben superar el viejo litigio
entre Minerva y Aracne para tejer juntas el nuevo porvenir.
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