lunes, 7 de abril de 2025

685. Santos de devocionario




El editor y escritor Román Piña Valls ha obtenido el XXVIII Premio de Novela Ciudad de Salamanca gracias a su último trabajo, Pisábamos los charcos, publicado por Ediciones del Viento. El libro, con su desacomplejado corte autobiográfico, ofrece, por eso mismo, un testimonio lleno de autenticidad que rescata los pecios hundidos de un tiempo –el de su etapa universitaria durante la década de los 80– que en la novela se evoca con una sorprendente y precisa vivacidad, auspiciada por el poder de la nostalgia.

El libro retrata una realidad social, la de aquellos estudiantes hijos de familias pudientes que ingresaban a sus hijos en los colegios mayores para evitarles las penurias de un piso compartido. Pero en la novela, los cuatro integrantes del piso de Joaquín Costa son desertores de ese tutelaje, lo que los llevará a encarar una relación conflictiva entre su recién conquistada independencia y los valores cristianos que esos colegios mayores, gestionados en su mayoría por el Opus, han inoculado en los jóvenes emancipados. Ese contraste influirá, por ejemplo, en su concepción del sexo, donde la castidad y una visión idealizadora, casi divinizadora, de la mujer, ofrece estampas de una enternecedora ingenuidad llenas de exaltado y precioso lirismo.

Los componentes del piso, al que han bautizado muy hiperbólicamente como «El Hogar del Depravado», no hacen justicia al nombre de marras. Se escandalizan si ven unos condones expuestos en el mostrador de una farmacia o piden vasos de leche en los pubs. Cristian estudia Filología Clásica y es un romántico empedernido; Edu estudia Filología Hispánica y se debate entre su pasión por la música y la poesía; Roque adopta una vida de crápula que le conduce a la culpa y la infelicidad; y Joserri engaña a sus padre con las notas de la carrera de Ingeniería porque, en realidad, tras su máscara de indolente, es una persona desnortada e insatisfecha. Pronto descubrimos que Joserri es Ricardo Ortega Fernández, el periodista que perdió la vida en Haití cuando fue alcanzado por una bala perdida de algún soldado norteamericano y que copó los noticieros de 2004. Sobrecoge pensar que ese destino trágico ya se estaba fraguando en ese piso de estudiantes si andamos atentos tras los indicios de su personalidad febril, imprevisible e inestable.

La novela es también un fresco costumbrista de la Valencia de aquella década. Al principio, Cristian vive solo en una pensión llamada La Orensana que recoge el pintoresquismo de una novela barojiana; después, ya con Edu, se traslada a un piso de El Cabañal, lo que permite al narrador recuperar la topografía de un barrio cuya personalidad ha ido menguando con el fenómeno de la gentrificación. Finalmente, la descripción de Valencia constituye una cartografía sentimental por donde desfilan librerías, burdeles, pubs, restaurantes o cines, la mayoría de ellos ya desaparecidos. Por otro lado, el libro incorpora su banda sonora propia, con especial protagonismo de Golpes bajos, cuya canción, «Cena recalentada», da título a la novela. Pero el catálogo de grupos musicales es mucho mayor. La crisis de Golpes bajos coincidirá en el tiempo con el desmantelamiento del piso de los estudiantes, como un síntoma del fin de una época.

La novela, nacida de la enfermedad terminal de uno de los amigos del autor, aspira a fijar en la memoria literaria un tiempo periclitado pero también la de hacer inmortales a las personas anónimas a quienes Román desea dedicar su epitafio, como a santos de devocionario. Al concluir el libro, y a pesar del humor que rebosan sus páginas, el lector no puede más que esbozar una sonrisa de acíbar y dejar que germine la bilis de la melancolía mientras escucha la voz cansada de Germán Coppini.


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