La nueva versión
cinematográfica inspirada en la Odisea
es un precioso retrato intimista que explora los remordimientos del héroe y su
sentimiento de culpa, alejándolo de la altivez homérica, desmitificando sus
cualidades épicas y eliminando cualquier referencia a las intercesiones
divinas. En definitiva, Uberto Pasolini obra en Odiseo (nunca he llevado bien
la variante latina de Ulises) un ejercicio de humanización sin menoscabo de una
lectura atenta, pero personalísima, de la epopeya de Homero.
Hay quienes
critican la morosidad del metraje. No sé si es que esperaban –signo de los
tiempos– la acción desaforada de las tramas que hoy se estilan. Para empezar, conviene
ir sobre aviso a las salas de cine y leer críticas y sinopsis: El regreso de Ulises se centra solamente
en la llegada del héroe a Ítaca y no en todo su periplo aventuresco desde que
abandonara Troya. Quien busque esto último deberá esperar al estreno en 2026 de
la película de Christopher Nolan. También hay quien le ha afeado a la cinta el
oportunismo antibelicista relacionado con la guerra de Gaza. Pero no hay que
olvidar que la Ilíada está trufada de
alegatos contra el sinsentido de la guerra y, en todo caso, nunca me parecerá
mal que el arte se comprometa con la denuncia de las atrocidades de su tiempo
como es este GENOCIDIO retransmitido en directo por las televisiones ante la
vergonzante inhibición de Europa.
Llama la atención
el acre recibimiento que recibe Odiseo una vez en Ítaca, tan diferente del que
le profesan Penélope y Telémaco en la Odisea.
Entre sus reconvenciones está la de haber causado la muerte de sus compañeros
de armas, buenos hombres a los que el héroe que los lideraba no ha sabido
proteger, apropiándose egoístamente de la gloria de la victoria o del regreso.
En realidad, una lectura concienzuda de la Odisea
nos permite entender que, efectivamente, Ulises tiene motivos de los que
avergonzarse: oculta a sus compañeros los riesgos de atravesar el estrecho que
custodian Escila y Caribdis; se protege a sí mismo enviando una avanzadilla de
exploración en la tierra de los lestrigones; vencido Polifemo, arriesga la vida
de sus hombres empecinado en tornar a la isla del cíclope para volver a
provocarlo como un vulgar bravucón; su altanería está presente en cada
hexámetro del aedo. Todo eso lo sabe Ulises. De todo se siente culpable. No hay
gloria en su regreso. Lo que quiero decir es que Pasolini ejecuta su versión
con un gran conocimiento de los versos de Homero. Hay más ejemplos. En la Odisea aparece en multitud de ocasiones
el epíteto épico «la luz del regreso». En la película, el actor Ralph Fiennes,
que da vida a Odiseo, sale del tugurio oscuro en donde le han dado hospitalidad
tras su naufragio cuando le anuncian que se halla en Ítaca y el sol ciega de
felicidad su rostro; a continuación, se arrodilla para llevarse a la boca la
tierra del hogar, en una escena memorable. Conmovedor es también el
esperadísimo encuentro con su fiel perro Argos, que cumple todas las
expectativas del espectador. Y se recuerda el natural ingenioso de Odiseo
cuando en la película, tras fracasar los pretendientes a la hora de tensar el
arco, el héroe aplica la maña en lugar de la fuerza para tal propósito. Con esto
contraviene Pasolini el texto homérico, pues también Antínoo piensa en calentar
el arco para vencer su rigidez.
Esto nos lleva a
otro de los méritos de la película: la inteligente adaptación a los códigos
cinematográficos eliminando la enojosa coda de Homero o las historias
interpoladas con las que Odiseo pretende ocultar su identidad para condensarlo
todo en un económico pero eficaz montaje argumental. Por añadir algo más, la
última frase de Penélope (espléndida Juliette Binoche) es quizás una de las declaraciones
de amor más hermosas que yo haya escuchado en una película.
Es septiembre,
vuelven las rutinas tras el largo verano. Esta columna, el cine, el teatro los
libros postergados. Volvemos a Ítaca.