lunes, 3 de noviembre de 2025

706. El fantoche trágico a la luz del quinqué

 


Cada vez que acudo a ver una obra de Valle-Inclán, salgo del teatro con el mismo poso de melancolía. Será la luz mortecina de las candilejas que iluminan siempre los esperpentos de Valle. O tal vez la terrible desnaturalización de los personajes, espectros sin alma, títeres que someten su mero estar en el mundo a los designios del demiurgo marionetista que maneja los hilos. Con la nueva versión de Los cuernos de don Friolera, segunda pieza de la trilogía que conforma Martes de Carnaval, me ha vuelto a suceder lo mismo. Y el mérito se debe al buen hacer de la Compañía Estival Producciones, a la fina dirección de Ainhoa Amestoy y a un elenco de actores vampirizados por la cruel indiferencia del esperpento.

El argumento es bien conocido. El teniente don Friolera recibe un anónimo en el que se acusa de adulterio a su mujer y aquel da crédito al mensaje iniciando toda una deriva desquiciada donde se debatirá entre los celos, la necesidad de recuperar su honor mancillado y el deseo íntimo de ignorar las calumnias. La obra entronca así, de forma paródica, con la tragedia shakesperiana de Otelo, en la que doña Tadea, una chafardera de manual encarnada por una gran Ester Bellver, asumirá el papel de Yago, inoculando el veneno de la sospecha en el teniente, y con el trasnochado asunto del honor calderoniano circunscrito aquí a la presión social que recibe don Friolera, cuya condición militar le exige mantener incólume la honra del regimiento.

El montaje respeta la estructura original de la obra, que se abre con un prólogo y se cierra con un epílogo entre cuyos márgenes ofrece Valle-Inclán su teoría sobre el teatro, la literatura y el esperpento. Efectivamente, al inicio, don Estrafalario y don Manolito conversan sobre todos esos asuntos, el primero caracterizado en esta versión con la inequívoca figura del propio Valle, ceceo incluido, y al que quizás no le vaya demasiado bien el histriónico del falsete. En el epílogo, un magistral Miguel Cubero interpreta a un ciego romancista en una actuación de antología, que resume todo el argumento central de la obra. El contraste entre prólogo y epílogo le sirve a Valle para considerar superior el arte del titiritero que el del romance popular, pues el autor –según Valle– debe estar por encima de sus personajes y no al servicio de estos, teoría que se halla en el corazón de su idea del esperpento y de la consiguiente muñequización y animalización de los personajes, que con tanto acierto interpretan los actores.

A la pieza le sobra el hilo musical que acompaña muchas de las escenas y que, en ocasiones resulta irritante, pues no permite escuchar con la suficiente limpieza los diálogos de los personajes. Siempre defenderé lo mismo. Si la música no es en directo, su intrusión sobre las tablas se antoja demasiado artificial y enojosa y solo denota el acomplejamiento que algunos escenógrafos cobijan respecto a la tecnología y su imperio tiránico.

Es destacable también la inclusión de las acotaciones de Valle, auténticas estampas líricas que sitúan las diferentes escenas, cuyas alocuciones se reparten los actores que no tienen papel en ese momento, y a las que le sobra, otra vez, cierta dicción aguardentosa que en nada se ajusta al tono poético de los textos, quizás con la vocación bienintencionada de exagerar la inflexión grotesca de todo lo que acontece sobre las tablas.

Pese a esos pequeños lunares, el montaje, en general, resulta satisfactorio, y así lo entendió el público del Teatro Principal de Alicante con su sonora y larga ovación.