Cada vez que acudo a
ver una obra de Valle-Inclán, salgo del teatro con el mismo poso de melancolía.
Será la luz mortecina de las candilejas que iluminan siempre los esperpentos de
Valle. O tal vez la terrible desnaturalización de los personajes, espectros sin
alma, títeres que someten su mero estar en el mundo a los designios del
demiurgo marionetista que maneja los hilos. Con la nueva versión de Los cuernos de don Friolera, segunda
pieza de la trilogía que conforma Martes
de Carnaval, me ha vuelto a suceder lo mismo. Y el mérito se debe al buen
hacer de la Compañía Estival Producciones, a la fina dirección de Ainhoa
Amestoy y a un elenco de actores vampirizados por la cruel indiferencia del
esperpento. 
El argumento es
bien conocido. El teniente don Friolera recibe un anónimo en el que se acusa de
adulterio a su mujer y aquel da crédito al mensaje iniciando toda una deriva
desquiciada donde se debatirá entre los celos, la necesidad de recuperar su
honor mancillado y el deseo íntimo de ignorar las calumnias. La obra entronca
así, de forma paródica, con la tragedia shakesperiana de Otelo, en la que doña Tadea, una chafardera de manual encarnada por
una gran Ester Bellver, asumirá el papel de Yago, inoculando el veneno de la
sospecha en el teniente, y con el trasnochado asunto del honor calderoniano
circunscrito aquí a la presión social que recibe don Friolera, cuya condición
militar le exige mantener incólume la honra del regimiento. 
El montaje respeta
la estructura original de la obra, que se abre con un prólogo y se cierra con
un epílogo entre cuyos márgenes ofrece Valle-Inclán su teoría sobre el teatro,
la literatura y el esperpento. Efectivamente, al inicio, don Estrafalario y don
Manolito conversan sobre todos esos asuntos, el primero caracterizado en esta
versión con la inequívoca figura del propio Valle, ceceo incluido, y al que
quizás no le vaya demasiado bien el histriónico del falsete. En el epílogo, un
magistral Miguel Cubero interpreta a un ciego romancista en una actuación de
antología, que resume todo el argumento central de la obra. El contraste entre
prólogo y epílogo le sirve a Valle para considerar superior el arte del
titiritero que el del romance popular, pues el autor –según Valle– debe estar
por encima de sus personajes y no al servicio de estos, teoría que se halla en
el corazón de su idea del esperpento y de la consiguiente muñequización y
animalización de los personajes, que con tanto acierto interpretan los actores.
A la pieza le sobra
el hilo musical que acompaña muchas de las escenas y que, en ocasiones resulta
irritante, pues no permite escuchar con la suficiente limpieza los diálogos de
los personajes. Siempre defenderé lo mismo. Si la música no es en directo, su
intrusión sobre las tablas se antoja demasiado artificial y enojosa y solo
denota el acomplejamiento que algunos escenógrafos cobijan respecto a la
tecnología y su imperio tiránico. 
Es destacable
también la inclusión de las acotaciones de Valle, auténticas estampas líricas
que sitúan las diferentes escenas, cuyas alocuciones se reparten los actores
que no tienen papel en ese momento, y a las que le sobra, otra vez, cierta
dicción aguardentosa que en nada se ajusta al tono poético de los textos,
quizás con la vocación bienintencionada de exagerar la inflexión grotesca de
todo lo que acontece sobre las tablas. 
Pese a esos
pequeños lunares, el montaje, en general, resulta satisfactorio, y así lo
entendió el público del Teatro Principal de Alicante con su sonora y larga
ovación. 
