sábado, 21 de noviembre de 2009

22. Valle Inclán y la imprenta

Una de las tareas más arduas de la investigación literaria es la de reconstruir el texto original de una obra. Es lo que se conoce con el nombre de edición crítica, que la RAE define como la establecida sobre la base, documentada, de todos los testimonios e indicios accesibles, con el propósito de reconstruir el texto original o más acorde con la voluntad del autor. El lector sabrá deducir más adelante por qué destaco en negrita esta última frase. Se desprende de tal definición que la empresa debe estar coordinada desde la multidisciplinariedad. Formarán parte de ese equipo, fundamentalmente, los filólogos, pero también, entre otros, los paleógrafos, los historiadores o los antropólogos, ramas auxiliares de un tronco mayor llamado ecdótica.
Tal reconstrucción es tanto más complicada cuanto más antigua es la obra que se trata de reparar. Así, los textos medievales, por ejemplo, han sido sometidos a numerosas deturpaciones fruto del descuido o la voluntariedad de los amanuenses que, unas veces por ignorancia y otras por una absoluta falta de pudor, modificaban a su antojo los textos que copiaban. En la literatura de carácter oral (valga el oxímoron etimológico) esas modificaciones son frecuentísimas. Es famosa la deformación de aquel romance donde Nerón contempla el incendio de Roma desde la roca Tarpeya que comienza: "Mira Nero de Tarpeya / a Roma como se ardía...", convertido luego en "Marinero de Tarpeya". Otro fenómeno muy común que propiciaba esas adulteraciones es el de la ultracorrección. Uno de los copistas de la Crónica de 1344, confunde el topónimo Viseo, ciudad portuguesa donde una parte de la tradición quiere colocar la penitencia y muerte del último rey godo, Don Rodrigo, con visco, pretérito perfecto simple, entonces en desuso, del verbo "vivir". Así, se dice que "fue hallado un sepulcro en visco"; pero como esta frase no tiene sentido, el copista posterior la arregla poniendo: "fué fallado un sepulcro en que visco", a raíz de la cual, se crea una variante donde se acepta que Rodrigo vivió sus últimos días de penitencia en su propio sepulcro y no en la cueva donde lo situaba la tradición.

Hay casos donde la crítica textual no tiene razón de ser. Por ejemplo, en la literatura de carácter oral. Tratar de reconstruir la primera versión de un romance popular o de un cantar de gesta no culto es desvirtuar la esencia misma del género, cuyo espíritu reside precisamente en esa vida en variantes que perpetúa la obra. Y, aunque lo que voy a afirmar roza el anatema, hay veces en que, con dolor agudo en mi conciencia, he pensado que la maravillosa edición monumental de Menéndez Pidal sobre el Cantar de Mio Cid, con su incuestionable mérito, sólo sirve para fijar un texto, el que hoy disponemos, de una obra que, por su propia naturaleza, no puede someterse a tal fijación. En ese mismo sentido pienso también en la reconstrucción del Cantar del cerco de Zamora que tan magistralmente realiza Carola Reig a partir de los indicios métricos de las crónicas.

Otras veces, y quiero ir acercándome ya al objetivo de este artículo, son los mismos autores de los textos los que complican la labor de la crítica textual. Un caso paradigmático puede ser el de Juan Ramón Jiménez. La continua depuración de su poesía para la consecución de lo que él llamó "poesía pura", llegó a ser obsesiva. Él mismo modificaba sus textos y sólo con la publicación de su poemario Leyenda, se ha conseguido mostrar la poesía completa del de Moguer tal y como él deseó que se publicara. Sin embargo, queda la duda metodológica de decidir si las variantes anteriores a las correcciones que el autor hace de su propia poesía deben ser tenidas en cuenta o no, más allá de la voluntad final del poeta.

Y el caso que nos ocupa ahora, que ya parece que estoy desmintiendo el título de este artículo; el caso de Valle Inclán. Si Juan Ramón Jiménez "aseó" su obra para elevarla a la desnudez de la poesía pura, el controvertido escritor gallego de la Generación del 98 hace lo propio pero con un fin estrictamente tipográfico, es decir, Valle modificó sus propios textos sólo para hacer que éstos se ajustasen a unos principios estéticos de carácter editorial, preocupados por el diseño. Veamos varios ejemplos.

Un texto con diálogos vulnera el aspecto compacto de lo que hoy llamaríamos "texto justificado", ya que el margen de la derecha quedaría desigual. Pues bien, Valle Inclán, elimina el diálogo y coloca toda la conversación en estilo indirecto. De este modo, completa los huecos de la derecha y compacta por ambos márgenes el texo.
Más ejemplos. Valle siempre colocaba al final de los capítulos de sus obras un grabado de cierre, que consistía generalmente en unas pequeñas flores estilizadas. Pero puede ocurrir que en la reimpresión de la obra, se haya cambiado el tipo y tamaño de letra o el tamaño de la caja y que, por tanto, no quepa el grabado de cierre. Solución: ampliar el texto para que ocupe una página más y colocar entonces el grabado, ahora sí, con espacio suficiente. Valle Inclán complicará más adelante estas problemáticas: se empeñará en que el grabado de cierre tenga la misma longitud de izquierda a derecha que la última línea de texto; de modo que si la última línea de texto se queda corta y no coincide en longitud con el grabado de cierre, Valle alarga la línea incorporando palabras que se avengan con la coherencia del texto pero que, al mismo tiempo cumpla la función estética que hemos mencionado.
Otra obsesión de Valle Inclán fue la de no dejar blancos en las planas. Modifica los textos originales para evitar líneas cortas y, si no hay más remedio, las rellena con adornos, ya sean las sangrías o los márgenes derechos; se consigue así lo que se llama un página mazorral.
Los comienzos de los capítulos solían empezar con letras capitulares, mayores que las del resto del texto. El primer problema que tiene Valle, editor de sus propias obras, es que hay letras capitulares que no posee por no haberlas fundido nunca, como es el caso de la "Y", la "I", la "J" o la "V". La solución es cambiar el inicio de los textos originales por palabras que no empezaran por las letras enumeradas más arriba. Podría haber fundido las letras que le faltaban pero quiso optimizar los gastos de la edición. Valle quiso, además, que no se repitieran con demasiada frecuencia las letras capitulares de los diferentes capítulos, de modo que cambió también algunos inicios para no hacerse estéticamente repetitivo. Otras veces, la línea inmediatamente inferior a la letra capitular era más corta que aquélla. Nuevos cambios subsanaban la dificultad.

Ejemplos como estos y otros muchos se suceden en todas las obras de Valle Inclán. Él mismo llegó a declarar que lo que modifico no tiene interés para los lectores. Y no es cosa mía... Depende de los tipógrafos. Cuando corrijo las galeradas me suelen advertir: faltan unas líneas, o que es línea corta o larga, o que sobran... y yo, por complacerles, hago las correcciones necesarias para que tipográficamente resulten bien los capítulos y finales. Y es verdad. Los cambios poco alteran el sentido último de las frases y al lector tanto le da. Pero pienso ahora en el escritor encorsetado por la tiranía tipográfica. Las modificaciones, por mínimas que estas fueran, ¿no harían mella en algún reducto escondido de la primigenia convicción creativa del autor? ¿Acaso un periodista a quien le limitan el número de caracteres en una de las páginas del periódico donde trabaja no reconoce, en su fuero interno, que "como estaba antes, estaba mejor. Qué lástima..." ? ¿Acaso el matiz de una palabra de más o de menos en un texto no produce en el creador una sensación de pequeña insatisfacción? Quien lo probó lo sabe, que diría Lope.
[La fotografía, así como parte de la información que he recogido aquí sobre la relación de Valle Inclán y la imprenta están extraídas del cuaderno informativo editado por la CAM, Valle Inclán y la imprenta. La estética editorial de la Generación del 98, publicación que responde a la organización por parte de la Casa Museo Azorín en Monóvar de una exposición sobre el tema y que concluyó el pasado 15 de noviembre]

miércoles, 11 de noviembre de 2009

21. Silencio, ha muerto Francisco Ayala

Ha muerto Francisco Ayala. Y esta frase, que enlutó la crónica cultural de ese triste 3 de noviembre, pronunciada con el paso de los días, se despoja ya de la urgencia que los medios de comunicación, instituciones y personalidades apremiadas por la imperiosa avidez informativa de un micrófono, imprimen al suceso. Se libera del redactor del periódico que jamás ha leído a Ayala y que se apresura profesionalmente a documentarse para enumerar los datos de su biografía y a cerrar el acta de defunción, eso sí, respetando la dictadura tipográfica, que la plana no da para más caracteres. Se zafa de los ripios laudatorios con pretensiones de originalidad, como aquel de José Luis Rodríguez Zapatero que agradecía los 103 años de sabiduría de nuestro escritor. Ayala que, en su constante humildad, siempre confesó estar cansado de escuchar su nombre por todos lados, le habría reprochado al presidente del Gobierno la afirmación de tan hiperbólico magisterio, hiperbólico al menos en lo cronológico, que no en la deuda que contraemos con el escritor granadino los que aquí quedamos. Y, sin embargo, yo no sé qué pudiera añadir en mi homenaje a lo que ya se ha ido diciendo estos días. Me queda el consuelo, en cambio, de escribir con reposo sobre Francisco Ayala pensando en Francisco Ayala, en el escritor, en el hombre y no en el obituario de rigor.

Porque la literatura reclama silencio, sosiego. El mismo que encontraba el Ayala bachiller en sus lecturas en soledad al amparo brujo de una Alhambra desértica en un momento en que, como dice Pablo García Baena, todavía estábamos libres del "siniestro carnaval turístico"; o más adelante, en sus años en Madrid, en la poco concurrida Biblioteca Nacional, filón inestimable para quien no podía permitirse la adquisición de libros. La misma cualidad del silencio que convirtió a Ayala en el observador paciente de los acontecimientos más relevantes del siglo XX, y que forjó su personalidad desde bien pronto. Así, asistió a los debates familiares derivados de la I Guerra Mundial de cuyo escenario España se mantuvo al margen, lo que no fue óbice para que los españoles tomaran partido por germanófilos o francófilos. Trasunto literario de este tema se encuentra en el relato "El tajo", incluido en La cabeza del cordero donde Pedrito se sentía también germanófilo y [...], a escondidas, por la calle y aun en el colegio mismo, ostentaba, prendido al pecho, ese preciado botón con los colores de la bandera alemana que tenía buen cuidado de guardarse en un bolsillo cada vez que de nuevo, el montón de libros bajo el brazo, entraba por las puertas de la casa. Sí; él era germanófilo furibundo, como la mayoría de los otros chicos, y en la mesa seguía con pasión los debates entre padre y abuelo, aplaudiendo en su fuero interno la dialéctica burlona de éste y lamentando la obcecación de aquél, a quien hubiera deseado ver convencido. Campo de cultivo ideológico que en España palpitaba latente para la ulterior desgracia patria y, de cuya expresión el joven Ayala no participó, atento siempre a la posición liberal de la familia de su madre. Y, entre el estruendo de las bombas que arrasaban Europa, las silenciosas y plácidas caricias de las yemas de los dedos sobre el papel de sus lecturas juveniles, auspiciadas por el entusiasta Braulio Tamayo, el profesor de Literatura de su instituto, que ya nunca olvidaría.

Luego vino el tiempo de Madrid (1922) adonde su familia se había trasladado un año antes. El aspecto urbanístico de la capital, tras apearse en Atocha, le produjo una gran decepción, con sus calles sórdidas y la triste homogeneidad de sus edificios. Allí escribe para la Gaceta literaria y luego para La Época, gracias a la ayuda del también granadino Melchor Fernández Almagro, reconocido crítico literario y periodista. Al mismo tiempo, ejerce de ayudante de la cátedra de Derecho Político y comienza a relacionarse con las figuras más importantes del panorama literario: Fernando de los Ríos forma parte de su tribunal de oposición y cuenta Ayala que fue aplaudido por aquél cuando, en la defensa de su tema, abandona los formalismos lingüísticos propios del examen; Ramón Gómez de la Serna, de quien Ayala se reconoce admirador del genio literario pero detractor de la persona, tras asistir, en su primera visita a la tertulia de Pombo, a la chanza que suscitaba un mendigo tullido al que llamaban Pirandello y a quien los tertulianos, con Gómez de la Serna a la cabeza, ofrecían unas monedas a cambio de reírse de las gracias de aquel. Francisco Ayala no volvió ya nunca a la tertulia tras aquella escena; Federico García Lorca, de cuyo primer recuerdo guarda Ayala la imagen del poeta sentado al piano de la pensión de la Calle Libertad (qué bonita paradoja), tocando "Los cuatro muleros"; Ortega y Gasset, a cuyo magisterio Ayala nunca se sometió y a quien desmitifica rechazando el dogma de fe que otros atribuyeron a su palabra; Jiménez Caballero, cuyo tipo humano le sorprendió por su vigor desmedido; o Luis Buñuel, con quien llegó a coincidir y que demuestra la olvidada relación de Ayala con el cine, a quien se le debe el primer libro sobre el séptimo arte en España (Indagación del cinema). Durante estos primeros años, Ayala juguetea, con las vanguardias pero pronto las abandona cuando intuye que ese juego poco puede aportar a la realidad que se avecina y que confirma tras su estancia en Berlín.

Efectivamente, al conseguir la Beca de la Junta para Ampliación de Estudios, Ayala se traslada a Berlín (1929-1934), lo que le permite observar el auge del nazismo y el fin de la República de Weimar. En su obra Erika ante el invierno, todavía impregnada de vanguardismo, ya se vislumbra un trasfondo social, que percibiera con acierto el hispanista alemán Walter Pabst como "reflejo del dolor desesperado que afligía por entonces el corazón de Europa". A propósito de esa crítica dice Ayala en el proemio de La cabeza del cordero: "Yo, en verdad, no me había propuesto reflejar eso, ni reflejar nada, sino acaso seguir tanteando en la dirección estética elegida; pero al considerarlo después, compruebo su razón y que, en efecto, mi permanencia en Berlín por los años 29 y 30 [...] infundió en mi ánimo la intuición [...] de las realidades tremendas que se incubaban, ante cuya perspectiva ¿qué sentido podía tener aquel jugueteo literario, estetizante y gratuito a que estábamos entregados? Poco después...". El invierno es la metáfora de la guerra en ciernes: Sólo un pequeño y tierno amor podría suavizar el invierno. Pero en el invierno todas las puertas están cerradas, todas las caras son hoscas; y si por acaso, durante un trayecto en el autobús, se han deshelado unos ojos y una boca se ha abierto para declarar: me llamo Hermann, todo esto no dura más que un momento... Ahora hay que vivir un mundo de penumbra, de oquedades, de interiores.

La II República española, tan pronto vino, se fue. Ayala conoció a Manuel Azaña en un café de Madrid y encarece de él el respeto con que su entorno lo percibía, aunque le reprocha la inflexibilidad de su dogma liberal. Por ese tiempo, el padre de Ayala es designado administrador de las Huelgas Reales de Burgos, cargo que no le servirá para evitar su detención cuando estalla la guerra civil. La contienda coge a Ayala en Argentina. Regresa a España para ponerse al servicio de la República y se aloja en Valencia, donde el gobierno republicano había instalado su sede. Poco más tarde, el padre de Ayala y también su hermano Rafael son fusilados por los sublevados. De nada sirven las gestiones de Vicente Ayala para que intercediera en el asunto el arzobispo de Burgos. Ayala evita siempre hablar de ese capítulo atroz en su vida porque "para algunas personas es un consuelo proclamar las desgracias que ha tenido en su familia pero yo prefiero callarme". Hablan, sin embargo, sus obras. En el estremecedor relato "Diálogo de los muertos", recogido en Los usurpadores dice, más bien grita, Ayala: No había nada por ninguna parte. Nada, sino silencio; un silencio húmedo que rezumaba, calaba hasta lo más hondo; un silencio que era la ausencia y el vacío de la atronadora refriega, ya pasada. No había nada, nada sobre la tierra... Bajo ella, muertos infinitos yacían en confusión, ahora casi tierra ya también ellos, y todavía lastimada humanidad, sin embargo; muertos preñados con el plomo de su muerte, muertos retorcidos en el horror de su martirio; muertos consumidos en la perfección absoluta de su hambre; muertos. Sepultados de cualquier modo, entre las raíces de los vegetales —entregados a esas garras ávidas, insaciables, vivificadas por la lluvia que había escurrido tan largamente por entre piedras y huesos. Y más adelante, refiriéndose a los verdugos: Creen vivir quizá, porque están de pie. Pero tienen corrompidas las raíces del ser.
Los que perpetraron la traición, cegados por la soberbia y poseídos por la furia del mando, están protegidos contra la pesadumbre de todo cargo de conciencia por la liviandad de sus cerebros que les consiente aceptar sin examen los endebles idearios (sarcasmo, a la dura luz de hoy) con que apresuradamente quisieron vestir y dar hechura a su fechoría. En cuanto a sus partidarios, el séquito lamentable de los cobardes, pobres de espíritu, crueles por miedo, por resentimiento, hasta por ramplonería, éstos, saciado con el terror su terror, se sentirán aliviados...
Francisco Ayala se exilia en Argentina, pasando antes por la Habana y brevemente por Chile, país de origen de su primera mujer, Etelvina Silva, que había conocido en Berlín. En Buenos Aires encuentra una de sus etapas más fructíferas literariamente: colabora con La Nación y con las revistas Realidad y Sur, esta última vendida clandestinamente en las librerías españolas. Además, traduce numerosos libros. Tiene contactos literarios con Aranguren y con Jorge Luis Borges. De éste último declara Ayala que fue una de las personas con quien mejor conectó en toda su vida. El peronismo le aleja de Argentina y da con él en Puerto Rico donde coincide con Pau Casals, Juan Ramón Jiménez o Pedro Salinas, de cuyo entierro se entera casi de casualidad. Sigue su estancia en Estados Unidos (Nueva York, Princeton, Chicago...) donde ejerce como profesor de diferentes universidades.

Su vuelta a España, tras unos primeros tanteos en los años 60, se produce tras la muerte del dictador. Porque, como le ocurría a uno de los personajes de su relato "El regreso" (La cabeza del cordero), quizás otros campos menos tiernos, otros mares menos oscuros y secretos, otros cielos menos suaves, otros aires menos frescos, finos y fragantes, críen corazones descastados. Pero de mí sé decir que, después de tantos años suspirando por mi tierra y abominando de la que pisaba, me resolví, al fin, en un rapto, a regresar. Fue un regreso discreto y jamás hizo exhibición de su exilio.

Lo mejor de su obra literaria está en sus relatos, próximos a la novela corta, recogidos en las ya mencionadas Los usurpadores, La cabeza del cordero o El jardín de las delicias. Su prosa es elegante a la par que enérgica, irónica unas veces, contundente y sin medias tintas otras; inteligente sin ser fría; lírica, sin ser ñoña ni victimista. Sus ensayos son de una lucidez y amenidad acorde con su capacidad para describir las cosas más profundas con las palabras más entendedoras

Francisco Ayala es el silencio. El de su Alhambra en las largas tardes de estío; el de la vacía Biblioteca Nacional; el de su contemplación del mundo para mejor entenderlo en medio del ruido de tres guerras; el silencio censor en su ausencia de la tertulia de Pombo porque no soporta las vejaciones infringidas al mendigo Pirandello; el del cine mudo que tanto admiró; el silencio acongojado del recuerdo de un paredón donde asesinaron a su padre y a su hermano para desaparecer en el silencio de una zanja anónima; el silencio combativo de su exilio en revistas ocultas en las trastiendas de las librerías; el silencio de su vuelta a España; el de su insuperable timidez; y el silencio de su muerte. Acallemos, pues, el rumor de las voces en medio de los fastos funerarios y rindámosle homenaje leyendo sus obras. En silencio.

domingo, 1 de noviembre de 2009

20. La marquesa de O

El pasado 30 de octubre de 2009, el telón del Teatro Principal de Alicante volvió a levantarse con motivo del estreno nacional de La marquesa de O, obra dirigida por Magüi Mira, actriz, directora y productora valenciana conocida por haber protagonizado, entre otras, La hija del aire, El taxidermista, Fedra, Fiesta barroca y Cartas de amor a Stalin. En 1976, esta historia fue llevada al cine por Éric Rohmer y recibió el Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes.

El drama nos traslada a una importante ciudad del norte de Italia en el momento en que ésta está siendo asediada por las tropas rusas. El padre de la marquesa Julieta es coronel y sufre un ataque directo en su mansión en el que ella cae en manos de un grupo de bárbaros que intentan propasarse con la joven. Su salvación viene de la mano de un conde ruso, del que ella se enamora. A raíz de dicho suceso, Julieta descubre que está en estado de buena esperanza, pero defiende a viva voz que ha permanecido pura y casta desde que falleciera su esposo hace un año. Se plantea, por tanto, un enigma. ¿Realmente está embarazada, de quién, cómo ha engendrado dicho fruto si no ha conocido varón?

Evidentemente, la historia no es una reformulación del famoso episodio bíblico puesto que la marquesa fue violada por el conde ruso cuando éste la rescató de sus perseguidores aprovechando un vahído de la joven. El conde, profundamente enamorado de Julieta y arrepentido por su indigna acción, solicita la mano de la joven pero la respuesta se dilata en el tiempo más de lo esperado. Cuando éste regresa tras solucionar unos asuntos en Nápoles, descubre que su enamorada ha anunciado en el periódico que sin su conocimiento se halla encinta y que solicita que el padre de la criatura se persone en su casa el día 3 a las 12 del mediodía para acordar el matrimonio. Ante tamaño escándalo público, los padres de la marquesa reniegan de ella y la obligan a vivir encerrada en sus aposentos, pues no pueden aceptar que su hija haya osado mancillar la honra de su familia y que se niegue a revelar quién es el padre. Finalmente, el coronel y su esposa creen a la joven y aceptan al futuro retoño que crece en sus entrañas, mas Julieta está decidida a casarse para que su hijo tenga una verdadera familia. Lo que nunca imaginaría la marquesa es que el hombre que acudiría a la cita del día 3 es el conde del que estaba enamorada. Decepcionada, se celebra el enlace pero su esposo es obligado a renunciar a sus derechos como cónyuge.

El elenco de actores está formado por Amaia Salamanca, Josep Linuesa, Juan José Otegui y Tina Sáinz. En líneas generales, todos hacen una buena interpretación de sus personajes. Así, Salamanca lejos de decepcionar demuestra que tiene aptitudes para las tablas y que es capaz de conjugar en sus registros dramáticos la candidez de una joven enamorada con la rotundidad con la que defiende su inocencia y su decisión de encontrar al padre de su hijo; Linuesa encarna perfectamente al prototipo de enamorado romántico invadido por un amor irrefrenable; Sáinz, genial, como siempre y Otegui que combina perfectamente la seriedad propia de un coronel y el dolor de un padre defraudado con toques de humor. El veterano actor (Oviedo, 1936) ha declarado que abandona los escenarios. Se retira con su "vocación intacta" pero decidido a disfrutar de su familia a sus 73 años. Sin duda, ésta es una única oportunidad para disfrutar del buen hacer de este premiado actor que ha trabajado con directores de renombre como Marsillach, José Luis Alonso, Pedro Almodóvar, Fernando Fernán Gómez, Miguel Narros y Vicente Aranda, entre otros.

Por otra parte, la fuente originaria de este drama es el homónimo cuento romántico escrito en 1804 por Heinrich von Kleist (1777-1811), una de las máximas figuras del Romanticismo alemán. Durante su vida no conoció el éxito de sus obras. Habría que esperar al siglo XX para que éstas adquirieran la consideración de clásicas. El escritor tuvo una agitada vida (participación en el ejército prusiano en 1792, encarcelamiento por ser considerado un espía por los franceses, director de periódicos de vida efímera por sus tintes antifranceses...) que culminó con su suicidio. Una andadura vital, por tanto, que cumple los cánones románticos por excelencia y que tendría como broche final dos disparos que acabaron con su vida y con la de su gravemente enferma compañera, Adolfine Vogel, y un verso como epitafio de su tumba: "Ahora, ¡oh, inmortalidad!, eres toda mía".
En definitiva, La marquesa de O pone en escena la valentía de una mujer capaz de luchar contra los convencionalismos propios de su época, sin miedo al qué dirán y con la conciencia tranquila al defender su inocencia en una sociedad conservadora y amiga de las falsas apariencias; rasgos de los que son paradigma sus propios padres - personajes que bien pudieran haber sido trazados por la pluma, siempre preocupada por el honor y la honra, de Lope o Calderón -. Ahora bien, por encima de todo acabará triunfando el amor, fuerza regeneradora y totalizadora que hará posible el típico final de los personajes de cuentos: " vivieron felices y comieron perdices".