lunes, 28 de junio de 2021

536. El Bodhisattva es Patricia



 

Patricia Almarcegui acaba de publicar con Candaya sus Cuadernos perdidos de Japón, donde se recogen fragmentos de cuatro diarios escritos por la autora durante dos viajes al país nipón. El fragmentarismo del libro, no obstante, es aparente. En primer lugar porque el tono y la atmósfera de cada uno de los textos otorga a la obra una unidad que basa su cohesión, no solamente en la isotopía japonesista sino, sobre todo, en la capacidad evocadora y sugestiva de aquellos, no exenta de momentos de lirismo de altos vuelos; y en segundo lugar, porque la estructura queda hilada por una urdimbre invisible de correferencialidades que Patricia propicia con sus sutiles «pistas», a modo de migas de pan, y que actualizan o reformulan algunos de sus temas. El libro de Patricia es, entonces, una quebrada porcelana literaria donde los espacios entre las esquirlas resultan tanto o más interesantes que las piezas mismas, a la manera en que el arte del Kintsugi repara con oro la cerámica rota y son las costuras doradas las que embellecen el conjunto.

Una declaración de intenciones se halla ya en la página 11 del libro: «Tengo unos veinte cuadernos de viaje […]. No sé cuándo fue pero un día dejé de tener uno para la vida y otro para el viaje. Los cuadernos se convirtieron en diarios». En el libro, efectivamente, se imbrican vida y viaje como dos caras de una misma moneda y esta premisa es importante para el lector que quiera acercarse a estos Cuadernos porque más allá del catálogo cultural, importa la mirada de la autora, a través de cuyo cedazo, queda la estampa o la reflexión tamizadas. Eso sí, Patricia no pontifica nunca y evita que esa mirada se contamine con el tradicional prejuicio del viajero occidental; más aún, desmitifica algunas de esas ideas preconcebidas y, junto a la filosofía zen o la floración de los cerezos, por las páginas del libro desfilan también la pobreza, el consumismo, los ciervos alicaídos de Nara o las miradas enajenadas de los que entran y salen de los locales de Panchiko. «Tras el terremoto y el tsunami de 2011 de Fukushima, muchas personas sin techo se instalaron en el parque Ueno», dice la autora, en un significativo ejercicio de contraste. Junto a ello, hay también una posición amarga ante cierto tipo de turismo. Así, los norteamericanos obsesos bebiendo cerveza junto a las ruinas de la cúpula de la bomba atómica de Hiroshima, o el grupo de diez españoles al acecho de las geishas en Gion, aunque solo hayan visto a dos mujeres paseando un domingo con sus trajes tradicionales. El «siniestro carnaval turístico» del que hablaba García Baena.

Sería ocioso repasar ahora algunas de las jugosísimas informaciones que Patricia Almarcegui ofrece sobre la cultura japonesa. Al confeccionar este artículo había anotado yo algunas que me habían llamado la atención, desde referencias al manga, al cine, a la literatura, a la arquitectura o a la pintura pasando por la religión, la geopolítica o las costumbres sociales. De todo ello hallará el lector un tesoro de contento y una fe de lecturas que cierra la obra.

Pero este libro es también un libro sobre la pérdida, sobre los cuadernos extraviados durante los viajes de la autora y sobre las personas que ya no están. Aunque también sobre la recuperación y el reencuentro. En la página 42, la autora dice haber acudido a la ciudad de Ise por error. Seducida por los Ise Monogatori (Cantares de Ise), había confundido la ciudad con el nombre de la poetisa clásica Ise, a la que, en realidad, hace referencia el título de la obra. Sin embargo, en otro momento, Patricia compra casualmente una postal con una ilustración de una bella mujer en quimono y, ya de vuelta en el hotel, descubre en el anverso de la misma que se trata de «Lady Ise. La poeta clásica». Se ha obrado el reencuentro, como también hará con el recuerdo de su madre.

Y así es que este viaje por Japón es mucho más que un viaje. Y que, guiados por Patricia, también los lectores inician su reencuentro particular con las esencias que nos constituyen. En el itinerario, velan por nosotros las palabras de Patricia. Porque Patricia es el Bodhisattva.

lunes, 21 de junio de 2021

535. Y Rafael Azuar despertó de su modorra

 


Se conmemora estos días el centenario del nacimiento de Rafael Azuar (1921-2002), efeméride que rescatará con justicia la singularísima obra del escritor ilicitano y que tuvo su punto de partida el pasado sábado en el acto inaugural celebrado en Elda con la adhesión de numerosas instituciones. A Azuar ya le dedicamos hace casi un dos años en estas mismas páginas una semblanza que trataba entonces de emparentar su figura con las tierras tarraconenses, pues dos de sus novelas, Teresa Ferrer y Los zarzales, fueron escritas durante la estancia de Azuar en La Vilella Alta, el municipio de la comarca del Priorat donde el escritor ejerció como maestro. A La Vilella Alta, Azuar la llama en sus novelas Veneitxa, y algunos de los detalles descriptivos permiten identificar el entorno geográfico de la comarca. La relación de Azuar con Tarragona es aún más amplia. Su libro Poemas (1950), anterior a su oficio de novelista, se editó en la ciudad imperial con el mítico sello tarraconense Torres i Virgili, fundado por Josep Pau Virgili Sanromà, más conocido como “el iaio Virgili”, que ostenta su estatua sedente de eterno observador en su banco de piedra de la Rambla de Tarragona. Remito al lector curioso a aquella semblanza porque hoy quiero hablar de otra de sus novelas, Modorra, galardonada en 1967 con el Premio Café Gijón de novela corta y elogiada, entre otros, por Josep Pla.

El mismo título de la novela es ya una declaración de intenciones. Azuar narra la vida de un pueblo innominado (más tarde sabremos que se trata de Salinas, en Alicante) donde el sopor y la inacción se instalan como dos personajes más en la débil urdimbre argumental. Efectivamente, en el pueblo apenas ocurre nada, y las páginas son una sucesión de tipos rurales y estampas paisajísticas fagocitadas por la letanía de las chicharras y el sol abrasador. Precisamente es el paisajismo uno de los valores de la novelística de Azuar, en cuyo ejercicio es el escritor ilicitano un auténtico virtuoso. Resuenan los ecos de Azorín en las descripciones impresionistas y de Miró en el preciosismo formal y semántico con que repuja sus cuadros. El lector, que acaba mecido por la prosa envolvente y sensorial de Azuar, sucumbe, él también, a la ausencia de la acción, a la repetición monótona de los días, a la anestesiante sucesión de las horas, pero, a diferencia de los personajes indolentes de la novela, que parecen abocados a la nulidad, el lector agradece la narcosis porque halla en ella una deliciosa y reparadora siesta literaria auspiciada por la muelle tibieza de las palabras sin más objeto (o casi) que la palabra misma. Y digo casi, porque sería ingenuo pensar que Azuar no quisiera con su novela denunciar la atonía de los pueblos, a la manera en que Azorín lo hiciera en su día con los pueblos castellanos, la vida sin horizontes donde lo más emocionante es una carrera ciclista que pasa por sus lindes o la llegada del repartidor de la Coca-Cola, o la rudeza primitiva y patriarcal, aunque algo menos intensa que en Teresa Ferrer y Los zarzales donde los personajes masculinos parecían meras alegorías de una virilidad exacerbada y enigmática, a la manera lorquiana.

Hoy día, donde se demanda que la literatura entretenga a base de acción desaforada, lances argumentales y trepidantes cambios de rasante, la obra de Azuar nos regresa a la palabra esencial y a la atmósfera significativa sin necesidad de tramas de blockbuster. Una reivindicación de la lentitud donde la modorra resulta un bendito opiáceo contra la superficialidad, mediocridad y materialismo de nuestro tiempo.

lunes, 7 de junio de 2021

533. El recuerdo que seremos

 


Leí en su día El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince y, saturado como estaba entonces de literatura memorialística, evocaciones nostálgicas y homenajes familiares, no supe entrar bien en la novela. Reconocí, eso sí, una prosa muy limpia, cuyo mero fluir constituía por sí solo un amable placer.

La reciente adaptación cinematográfica a cargo de Fernando Trueba ha operado en el vago recuerdo de mi lectura como una alquitara donde se han destilado con enorme acierto selectivo y exquisito mimo los pasajes más hermosos del libro. Nada le falta y nada le sobra al metraje respecto de la novela –de donde se concluye la inteligente mirada de David Trueba, a la sazón guionista de la cinta– y el enfoque de la película rescata con admirable precisión emocional la esencia de su adlátere literario.

De este modo, asistimos con verdadero deleite a los grandes temas de la novela. La admiración exacerbada del niño Héctor hacia su padre, correspondida con un amor más allá de todo límite por parte de éste, se trasluce perfectamente en la mirada de Nicolás Reyes, el actor que encarna al escritor durante su infancia. Las alegres escenas familiares evocan el enorme papel aglutinador del padre, en torno a cuya figura planetaria y su influjo gravitacional puede entenderse la felicidad que rezuma toda la casa. Efectivamente, Héctor Abad padre consigue crear esa armonía a base de una transigencia de tal generosidad que resulta imposible traicionarla con el abuso, la indisciplina o el menosprecio. Todo orbita alrededor de su bondad inquebrantable, a la que la familia quiere corresponder, en un afán de no defraudar. Incluso cuando el cabeza de familia debe reprender severamente algún comportamiento (como la pedrada de su hijo al cristal de una familia judía), lo hace con una pedagogía firme pero constructiva que no se basa en el castigo. Esa actitud ilustrada, fruto de la moderación y del conocimiento, alcanza divertidas y significativas cimas en las escenas donde Héctor Abad padre debe contrarrestar las supercherías religiosas de la educación que reciben sus hijos por parte de la monja que los tutela en casa y con la que solo transige por mero respeto a las creencias de su esposa, cuya parentela está vinculada a figuras importantes de la jerarquía eclesiástica. De esa actitud dieciochesca nace también su compromiso con la ciencia como garante del progreso de Colombia respecto a las vacunas y la salubridad del agua. Y es, otra vez, la independencia que da el pensamiento propio, lo que convertirá a Héctor Abad padre en la diana de conservadores y progresistas, los unos por poner en jaque el poder establecido a través de sus diatribas, los otros por no tomar el camino radical de la violencia reivindicativa, interpretada como tibieza y hasta connivencia con los poderes fácticos. La tiranía del estás conmigo o estás contra mí, sin escala de grises, que penaliza la equidistancia y el juicio independiente. En todos esos pormenores del carácter de Héctor Abad Gómez, Javier Cámara está perfecto.

El uso alterno del color para la época feliz y el blanco y negro para el tiempo de la desgracia resulta un acierto que trastoca las atribuciones tradicionales de estas técnicas cromáticas vinculadas normalmente a criterios cronológicos, aquí vueltos del revés. Estas sutilezas técnicas intentan caminar del lado de la contención emocional para no caer en el sensacionalismo, aunque, como ocurre en el libro, la coda final en la que los hijos se van enterando del asesinato del padre me parece prescindible justamente por recrearse en el dolor. Bastaba el crimen y la elección del blanco y negro.

La obra hace buena la controvertida máxima de que bondad y cultura suelen ir de la mano. Y que la Literatura, cuando es buena y auténtica, contradice el título de la novela de Abad Faciolince, y puede regalarnos aquella segunda vida manriqueña del recuerdo. Como no todos podemos ser prohombres de la Historia ni tener hijos que perpetúen nuestra memoria con las palabras, conviene al menos saber qué tipo de recuerdo queremos legar a las dos, a lo sumo tres, generaciones que nos sobrevivan antes de ser olvido definitivo en la tierra. Trabajemos para que el recuerdo que seamos se parezca, aunque efímero, al de las personas buenas como Héctor Abad Gómez.