lunes, 25 de septiembre de 2023

622. Torba: 40 años soñando

 


Han pasado ya varios meses desde que leí El sueño de Torba, de Rafael Soler, título que este año cumple cuatro décadas. Así que escribo estas líneas de memoria, que es como debieran escribirse a veces las críticas literarias, más como experiencia lectora –el famoso poso que deja una lectura– que como análisis académico. Lo he leído, además, en la vieja edición de Cátedra de 1983, a pesar de que Olé Libros ha reeditado recientemente la novela con un iluminador prólogo. Uno tiene sus fetichismos. El sueño de Torba constituye uno de los grandes hitos de la llamada literatura experimental, cuyo precedente más señero fue Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos. Hoy muchos escritores se lanzan al experimentalismo, aunque solo son acogidos por las editoriales independientes porque los grandes sellos, además de timoratos, desprecian la inteligencia de sus potenciales lectores. Pero, salvo honrosas excepciones, hallo en estos autores experimentalistas un afán innovador que a veces parece responder más a un prurito de distinción elitista y deslumbradora que a una verdadera ontología literaria. En El sueño de Torba, en cambio, el extrañamiento del lenguaje tiene un sentido estructural y argumental, y es inseparable de ambos. Así, el fragmentarismo, las violentas torsiones sintácticas, los neologismos, las magistrales elipsis o los trallazos líricos a bocajarro están al servicio de la terrible tragedia de su personaje principal. Porque Jaime Sarduy es, como la prosa de Soler, un ser disociado, a la deriva. Enfermo de cáncer, tiene una tortuosa relación adúltera con la esposa de su oncólogo pero añora a su amor de juventud, cuya hija aparece repentinamente en su vida removiendo un pasado donde la culpa se erigirá, inopinadamente, como leit motiv de la novela. Y digo inopinadamente porque Jaime se comporta durante todo el libro con un cinismo y un sentido de la ironía que –luego lo sabremos– no son más que la coraza para su conmovedora vulnerabilidad. Coleccionista compulsivo de los objetos más variopintos, guarda en Sarrión, su pueblo de origen, las piezas de un viejo Rolls Royce desmantelado, como lo es también su vida. El regreso al pueblo y su obsesión por reconstruir el coche alcanzan un simbolismo de enorme altura literaria. Los personajes secundarios, aunque satélites de Jaime, están también muy bien construidos. Especialmente importante es el del librero José Radek, quien anota sus conversaciones con Jaime con la intención de escribir una novela que cuente la vida de éste, lo que introduce la fórmula metaliteraria de la novela dentro de la novela. Existe, además, un formidable dominio de los diálogos, de precisión casi magnetofónica. Y no falta la crítica social, como aquella que incide de forma acerada, a la manera de Chirbes, en la uniformidad despersonalizada de las ciudades costeras.

Autor de claras convicciones literarias, alejadas de escuelas, de modas y de imperativos mercantilistas, Rafael Soler, de quien no deja de llamar la atención su silencio narrativo durante la friolera de más de 30 años, puede adscribirse sin duda a eso que se ha dado en llamar autor de culto. Por eso es de agradecer, no solo su vuelta a la novela en 2019, sino también la encomiable labor por parte de determinadas editoriales de recuperar algunas de sus novelas más importantes, como El grito y El corazón de lobo, que ahora publica al alimón la editorial Contrabando. Porque, como Jaime Sarduy, también nosotros necesitamos que al fin Torba se desperece.

lunes, 18 de septiembre de 2023

621. Suicidas literarios

 


La semana pasada conocíamos a través de los datos facilitados por el Instituto Nacional de Estadística el número de suicidios registrado durante el año 2022 en España. La cifra es estremecedora y va al alza: 4.097 personas se quitaron la vida en nuestro país, 84 de las cuales son menores de 20 años. Hay algo chocante entre esa sociedad que exhibe su hedonismo como principio fundamental de la vida y los problemas de salud mental de los que el suicidio es solo la punta del iceberg. Según la OMS, unos 280 millones de personas sufren depresión en el mundo, unos 2 millones en España. Y aunque, obviamente, la casuística individual es muy variada, es como si el actual desprestigio del conocimiento y de su consiguiente sustrato espiritual hubieran socavado las almas de las personas y dejado un vacío que el materialismo y la superficialidad, de naturaleza siempre fungible, no pudieran llenar. No es de extrañar que la Literatura, siempre atenta a las cuestiones de su tiempo, esté abordando esta problemática. Conviene, eso sí, diferenciar la literatura de calidad y necesaria, de aquella otra que apuesta por el oportunismo coyuntural con el único objeto de medrar en el mercado editorial.

Claro que el tema del suicidio no es nuevo en Literatura, empezando por la luctuosa nómina de autores que decidieron acabar con sus vidas y pasando por la no menos triste lista de personajes literarios abocados a la misma fatalidad. Y digo no menos triste, aunque se trate de vidas ficticias, porque para muchos lectores algunos personajes son más reales que su propio autor y porque, en no pocas ocasiones, sus historias fueron trasunto de experiencias reales.

El personaje suicida más célebre de la Literatura ha sido, sin duda, el joven Werther, cuya historia produjo una oleada de suicidios por amor tan preocupante, que muchos países prohibieron la venta del libro de Goethe. Pero hay muchos otros que no caben en este espacio. Así, a vuelapluma, aquí van unos cuantos. Píramo, al ver el velo de Tisbe ensangrentado por el hocico de un león que volvía de cazar, creyó que su amada había sido devorada por el animal; a su suicidio le siguió el de Tisbe, al ver muerto a Píramo. El equívoco le pudo servir a Shakespeare para idear las muertes de Romeo y Julieta, y más tarde, a Hartzenbusch para su intrincada versión de Los amantes de Teruel. Dido no pudo superar el abandono de Eneas en la Eneida y Melibea no sabe vivir sin Calisto. Espectacular es el suicidio de don Álvaro, en el drama del duque de Rivas, con toda su impresionante tramoya romántica. Benito Pérez Galdós creó a dos suicidas memorables: Marianela y, sobre todo, Ramón de Villaamil, que queda cesante a escasos dos meses para jubilarse con los cuatro quintos del sueldo regulador; no recuerdo un final más triste en una novela. También es triste el desenlace de Emma Bovary y de Anna Karenina, víctimas del corsé moral de su tiempo; el suicidio de Anna, arrojándose a las vías del tren (el mismo lugar donde había conocido a su amor Vronsky) no puede ser más simbólico. Augusto Pérez, en Niebla, muere mediante el suicidio inducido por su propio creador, Unamuno. Terrible es también la muerte de Tonet en Cañas y barro que, abrumado por la culpa, se dispara con la escopeta en mitad de la Albufera; su padre, que había dedicado una vida entera a ganarle terreno a la laguna para cultivar arroz, nunca habría imaginado que la tierra conquistada iba a servir de sepultura para su hijo. Andrés Hurtado, el personaje de Pío Baroja en El árbol de la ciencia, lector de Nietzsche y de Schopenhauer, no podrá superar su vacío existencial. Virgilio Delise, el inolvidable personaje de Mario Lacruz en El inocente, nos deja atónitos con su suicidio: «tenía vocación de culpable», dice el narrador. Más recientemente, Aurora, protagonista de Lluvia fina, de Luis Landero, se lanza contra la carretera, cansada de escuchar y mediar en los problemas de los demás y que nadie haya estado atento a su propia desazón.

El lector, seguro, podrá añadir a este catálogo muchos otros ejemplos. Lo importante es que no los siga en su derrota.

lunes, 11 de septiembre de 2023

620. La joven alumna de Minerva

 

María Goyri ante varios espejos. Fotografía de 1914. @Fundación Ramón Menéndez Pidal

Desde siempre he sentido un afecto muy especial por María Goyri. Pero reconozco avergonzado que esa simpatía respondía, sobre todo, a su relación conyugal con mi admirado Ramón Menéndez Pidal. Una esposa que acompaña a su marido durante su luna de miel a recorrer los caminos del Cid y a recoger los viejos romances que sobrevivían en Castilla tiene mucho de mujer ideal para mí. A mi hipotética hija iba a llamarla Jimena solamente porque así se llamaba la hija del matrimonio. Pero desde que vamos eliminando ya el prejuicio patriarcal y María Teresa León es María Teresa León y no “la mujer de Alberti”, María Goyri (que era, por cierto, pariente lejana de aquella), puede ser con propiedad, simplemente María (Goyri).

Y más aún cuando buceamos por su vida y hallamos en su biografía hitos admirables, como el de ser, si no la primera mujer licenciada, sí la primera que cursó presencialmente sus estudios universitarios. Al principio lo hizo sin matrícula, acompañando a su íntima amiga Carmen Gallardo, cuyo padre, Mariano Gallardo, cansado de los obstáculos que la Universidad de Madrid aducía para impedir la matrícula de su hija, decidió él mismo acudir a las clases con ella como oyente. Pero a la muerte de Mariano Gallardo, Carmen perdió su salvoconducto y María Goyri quedó sola y tuvo que luchar denodadamente para ser admitida, pues se requería un informe positivo del Claustro, autorizando la presencia de la joven previa consulta al Ministerio de Instrucción Pública. Finalmente, un Claustro dividido autorizó la matrícula con la condición de que la alumna debía esperar al catedrático en el decanato de la facultad e ir acompañada de este hasta el aula, donde ocuparía la primera fila. Al finalizar la clase, se repetía el protocolo a la inversa. La idea era evitar que María estuviera sola en los pasillos con la idea de no alterar a sus compañeros varones que, por cierto, siempre tuvieron con ella un trato respetuosísimo y exquisito.

El corpus del Romancero que hoy disfrutamos hubiera sido imposible sin el concurso de María Goyri. Durante el viaje de novios, detenidos en Osma para contemplar un eclipse solar, a María se le ocurrió recitar el romance de la Boda estorbada a una lavandera con quien conversaba la pareja. La lavandera dijo conocer el romance y se lanzó a cantar otros entre los cuales Pidal reconoció una versión del romance del Príncipe don Juan, que demostraba que el Romancero seguía vivo entre las gentes de Castilla tras varios siglos. Empezaba así el trabajo recopilatorio de toda una vida. Las imprescindibles fichas que guarda el archivo de la casa de Pidal en el Olivar de Chamartín son cosa de María.

María Goyri fue, además, una de las pioneras del feminismo en España. Afectada por las críticas que había recibido Concepción Arenal tras su ponencia “Educación de la mujer”, María escribió una réplica valiente que obtuvo el cariñoso abrazo de Emilia Pardo Bazán, quien desde entonces apodó a María como la “la joven alumna de Minerva”.

Además del Romancero, María sintió pasión por la personalidad de Lope de Vega, de la que se encargó en varios trabajos. También llevó a cabo una edición crítica (inconclusa) de El conde Lucanor, amén de otros trabajos sobre literatura y pedagogía.

Enrique Súñer, presidente de la Comisión de Cultura y Enseñanza del Gobierno de Burgos, dirigió esta acusación al Servicio de Información Militar, en relación a María Goyri: “Menéndez Pidal, señora de: Persona de gran talento, de gran cultura, de una energía extraordinaria, que ha pervertido a su marido y a sus hijos. Muy persuasiva y de las personas más peligrosas de España. Es sin duda una de las raíces más robustas de la revolución”. Sirva este dislate para engrandecer aún más su figura.

El lector interesado podrá hallar una bonita semblanza de María en el trabajo de Jesús Antonio Cid, editado por la Fundación Ramón Menéndez Pidal, que puede ser una buena manera de celebrar el 150 aniversario de su nacimiento y de descubrir aún más su personalidad. El imbécil de Enrique Súñer no, pero la avala Minerva.

lunes, 4 de septiembre de 2023

619. Besar a una mujer

 


Cuando yo iba al colegio y después al instituto, la mayoría de mis compañeras de clase iban vestidas con feos y holgados chándales ochenteros y enfundadas en blusas que llegaban casi hasta el mentón. Con aquellos atavíos, uno nunca podía hacerse una idea cabal de sus siluetas y contornos femeninos. Por aquel entonces no se veían en las aulas los shorts nalgueros ni los escotes generosos que hoy abundan sin recato por los pasillos de los centros educativos y que no dejan lugar a la imaginación. Si uno se encandilaba de una chica, lo hacía sin más remedio de una mirada hermosa, de unas facciones delicadas, de la grácil lasitud de una melena, de una sonrisa luminosa, del dulce timbre de una voz, del aroma subyugante de un perfume. Vetadas a los ojos las presumibles turgencias de nuestra compañera de pupitre, quedaba neutralizada de antemano cualquier posibilidad de examen concupiscente o libidinoso y uno solo podía enamorarse espiritualmente de una donna angelicata. Quizás por eso, el cuerpo de una mujer ha sido desde siempre para mí un bellísimo misterio. Y aunque después la vida me ha permitido demorarme, ya sin restricciones, en cada milímetro de piel, sigo siendo aquel niño para quien el cuerpo de una mujer era un templo guardado por una vestal y el ingreso en él, un privilegio inmerecido que se ofrece a un hombre, siempre neófito, siempre aprendiz y siempre turbado ante el arcano, sempiternamente inédito, de la intimidad de una mujer. Y si ha habido audacia u osadía en mis lances amorosos, siempre ha sido con la vocación de reintegrar con lo mejor de mí la deuda que debía más que por complacer mi propio deseo.

Si el cuerpo de una mujer es un templo, entonces su boca y la promesa del beso es el primer atrio que conduce a su sagrario. Por eso a mí, que tengo la extravagancia de situarme a menudo en las regiones periféricas de las polémicas, lo que me ha sorprendido del beso de Rubiales no es tanto el beso mismo como la zafiedad con que lo ha pedido. He tenido la oportunidad de besar y ser besado por muchas mujeres (no es jactancia –tampoco es que yo sea precisamente un Adonis– sino agradecida constatación del regalo, seguramente injusto, con que me ha ofrendado la vida) y siempre me ha electrizado el contacto con unos labios y el húmedo vértigo con que, al cerrar los ojos, cae uno en su abismo y su asombro. Ese milagro, que es el beso de una mujer, Rubiales lo ha degradado, incluso semánticamente: «un piquito» lo ha llamado. Y su modo de agarrar la cabeza de Jenni Hermoso y plantarle los morros en la boca tiene para mí algo de profanación que va más allá de todo el debate jurídico y moral que se ha dirimido durante estos días. Lo que quiero decir es que lo que a mí me deja perplejo de verdad es que un hombre, cuya expectativa del beso de una mujer debiera tenerlo temblando, lo tome así, sin más, como quien recoge coles.

No me olvido de que esto es una columna sobre literatura. Ahora voy. Escribe Cortázar en Rayuela: «Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua». Rubiales no ha leído, claro, a Cortázar. Pero tampoco ha leído La Regenta. De haberlo hecho sabría que su beso, tan distinto del de Rayuela, emparenta más bien con el beso de sapo de Celedonio a Ana Ozores.