domingo, 30 de noviembre de 2014

270. Desdémonas del mundo



Esta semana en que hemos celebrado (¿celebrado?) el día internacional de la eliminación de la violencia contra la mujer, cobra mayor significación la revisión que la compañía de teatro Noviembre ha realizado sobre el clásico de Shakespeare, Otelo.
El argumento es bien conocido. Otelo, general moro al servicio de Venecia, se casa clandestinamente con Desdémona, hija del noble Brabancio, quien denuncia ante el Dux tal atropello contra su honor. Sin embargo, la aceptación consentida de Desdémona de ese matrimonio, así como la estimación militar en que el Dux tiene a Otelo, cuyo concurso en la guerra contra los turcos resulta clave, inhabilitan las demandas de Brabancio. Asimismo, Rodrigo, enamorado de Desdémona, planea desbaratar el enlace y para ello recibe la ayuda de Yago, alférez de Otelo a quien, a su vez, le mueve el afán de vengar el agravio en que aquel le tiene, al haber nombrado teniente a Cassio y no a él; Yago sospecha, además, que Otelo ha podido mancillar su tálamo. A partir de ese momento, Yago inoculará en el tranquilo ánimo de Otelo el veneno de los celos, a través de sutiles artimañas que irán calando poco a poco en la confianza del general.
Desde luego, la figura más subyugante de toda la obra es el propio Yago que, más allá de sus motivaciones humanas, se convierte en una verdadera alegoría de los celos. Es verdad que a Yago le mueve la ambición, al querer medrar en el escalafón militar; también le puede la codicia, al sangrar económicamente a Rodrigo a cambio de sus oscuras añagazas; y es cierto que desea vengar, aunque algo desvaídamente, el adulterio de su mujer. Pero todas esas bajas pasiones humanas quedan trascendidas por la dimensión simbólica de su representación de los celos. Yago no parece un ser humano, sino una suerte de Furia clásica surgida de las miasmas del mal. Y así lo ha concebido el actor Arturo Querejeta en su impecable interpretación. Por otro lado, se ha dicho siempre que Otelo es una víctima pero aquí la única víctima que existe es Desdémona, que es quien acaba asesinada a manos de su marido. Otelo, además, al final de la obra, refiere un execrable monólogo en el que, olvidando su crimen atroz, pide en su descargo que se le recuerde por sus servicios militares en una autorreivindicación indignante para un espectador actual. Daniel Albaladejo en su papel de Otelo está también muy correcto, ajustando perfectamente los tempos de su paulatina transformación, a medida que los celos hacen mella en su espíritu y no logra, premeditadamente, provocar la compasión en el espectador. Del mismo modo, Cristina Adua como Desdémona encarna muy bien su naturaleza cándida y virginal, que tan bien casan con el contraste de su injusticia posterior. Héctor Carballo, como el apocado Rodrigo, vuelve a divertirnos como ya hizo de manera genial en la también shakesperiana Noche de Reyes

Mención aparte merece el cambio argumental que Eduardo Vasco ha incorporado al final de la obra. Tras la muerte de Desdémona, Otelo, en lugar de suicidarse, queda a merced de Emilia (Isabel Rodes), que en la obra original muere a manos de su marido Yago, al delatar sus ardides. Aquí, en cambio, Emilia sobrevive y se erige en la abanderada de todas las mujeres maltratadas. Emilia ya ofrecía en su versión original un sorprendente feminismo adelantado a su tiempo que no ha pasado desapercibido a Eduardo Vasco. Su reformulación fortalece aquella rebeldía antimachista que Shakespeare concibió para su personaje. Emilia es la que dice ahora basta. Es la que empuña la pistola de la dignidad para vengar a todas las Desdémonas del mundo.




lunes, 17 de noviembre de 2014

269. La posteridad




Ha muerto Ricardo Ferré. Quizás ustedes no sepan quién era Ricardo Ferré. Y, para ser honesto, yo tampoco, salvo porque es el nombre de la calle donde vivo. Uno va a empadronarse y cuando rellena el impreso que le facilita el ayuntamiento, escribe en el apartado de domicilio: “Avenida Ricardo Ferré”; se suscribe uno a tal o cual revista y en el formulario precisa que deben realizar el envío a la “Avenida Ricardo Ferré”; los amigos que vienen a visitarte introducen en el GPS “Avenida Ricardo Ferré”; al técnico del aire acondicionado le dices que vives en la “Avenida Ricardo Ferré”. Y así, Ricardo Ferré se convierte en un nombre que va y viene incrustado en la cotidianeidad como la camisa que llevo puesta, el horario de mi trabajo, las llaves con que abro la puerta de mi casa, las rutinas que construyen una vida. Hasta que un día, uno se detiene en un titular del periódico y lee: “Ha muerto Ricardo Ferré”; y la frase, rotunda, breve, lapidaria, conmociona nuestro espíritu. Resulta que Ricardo Ferré era un hombre. Un hombre que, como yo, habrá llevado camisa, habrá tenido su horario laboral, un hombre que disponía de unas llaves que abrían la puerta de su casa. Un hombre, al fin, al que un día esas llaves ya no le sirven para nada.
Las calles, las estatuas, los estadios, los auditorios, los aeropuertos, las paradas del metro, se llaman a veces como se llamó un día un hombre. Pero el uso pragmático que hacemos de esos nombres, nos hace olvidar que detrás del rótulo hubo una vida. De tal manera que lo que en su momento nació con la noble voluntad de perpetuar la memoria de una persona, ha acabado trivializándose hasta perder todo rastro de las virtudes que motivaron aquella iniciativa. Los chiquillos celebran el Halloween y ya no se acuerdan del Tenorio, mientras los locutores deportivos cantan un gol del Valladolid en Zorrilla. Caprichos de la posteridad.
A los amantes de la Literatura (y barro ahora para casa) nos regocija caminar por las calles y reconocer en sus rótulos a aquellos autores que admiramos, a quienes guiñamos un ojo en medio de esa barahúnda urbana que impide estos pequeños solaces del alma. A veces nos duele que la calle Miguel Hernández sea sólo un callejón sucio y destartalado o que a la estatua de García Lorca la ensucien las palomas. Pero, acólitos suyos, los rememoramos y los hacemos presentes y vivos en la piedra y en la placa. Sin embargo, cuántos otros nombres sufren la intemperie de la calle sin que nadie repare en ellos más que para dar una referencia práctica, como se da la matrícula de un coche o la numeración de un código de barras. Me apenan esos rótulos con nombre y, sin embargo anónimos, que remiten a personas que quizás aportaron durante su vida algún mérito que nos ha enriquecido sin saberlo. Son esos rótulos inscripciones de nichos tapizados por el musgo del tiempo y de la desidia hasta que alguien les entrega las flores de su pensamiento.

 La gran tragedia del hombre es su finitud. Y ante esa angustia, la posteridad, bien lo sabían Aquiles y Jorge Manrique, actúa como el elixir que nos revive una vez hemos desaparecido. Probablemente, muchos no tengamos siquiera ese alivio de la posteridad. Siendo así, la poca que podamos tener, quizás unos pocos años después de nuestra muerte, que sea grata para los que quedan; que diga de nosotros que, como mínimo, fuimos coherentes y leales a unas ideas; y que hicimos el bien. Baste con eso. Por cierto: ginecólogo. Ricardo Ferré era ginecólogo.

domingo, 2 de noviembre de 2014

268. Cultura para sobrevivir


 
(Publicado en mi columna semanal del Diari de Tarragona, "El cura y el barbero")
 
Hasta el pasado miércoles había transcurrido un mes sin que me acercara a esta columna semanal que va camino ya de cumplir un lustro en el Diari. Ya tenía el cura ganas de asperger su hisopo literario y el barbero de afanarse con el trasquilón crítico, pero feligreses del libro y melenudos filológicos hemos tenido que esperar nuestro turno. Gracias a todos por vuestra lealtad.

Lo importante no es que mi columna aparezca publicada o no en la prensa. A la postre, sé que quienes me leen son mis cuatro parientes próximos y el cenáculo de letraheridos clandestinos que restañan las cicatrices de la cotidianeidad buscando entre las hojas de un periódico el bálsamo que les alivie. Es lo mismo que busco yo al escribir. Lo importante, decía, no es que no se me lea durante un tiempo; lo verdaderamente relevante es el motivo de ese silencio. La razón es muy sencilla: no había espacio, no cabía. El redactor jefe de este periódico, que realiza una labor ingente y profesional, y a quien agradezco el mimo con que me trata, tuvo que arrinconar la sección porque le apremiaba la siempre prioritaria urgencia informativa cada vez que un nuevo caso de corrupción saltaba a la palestra. La cosa, desde luego, da para reflexionar y demuestra cuál es el eslabón más débil de nuestra sociedad. Si hay crisis económica, al profesor que instruye abnegadamente a nuestros hijos se le congelará o rebajará su sueldo; si las arcas públicas están tiritando, se subirá al 21% el IVA de los teatros, los cines y la música; si no hay dinero porque se lo han llevado los chorizos que nos gobiernan y los que no nos gobiernan también, se acabaron las subvenciones para cualquier tipo de iniciativa cultural. Y, al igual que ya no hay celdas suficientes en las cárceles españolas para albergar a tanto sinvergüenza, los periódicos tampoco disponen ya de páginas bastantes para informar de los infinitos casos de bellaquería política que nos inundan sin tener que reducir las secciones culturales o prescindir, mal que les pese, de ellas.

La cultura es, sin duda, un buen indicativo para calcular el nivel de podredumbre de un país. No me refiero a la calidad de esta cultura, que eso daría para otro artículo, sino al índice de su presencia. Cuando no se habla de cultura es porque se habla de otra cosa y casi nunca el asunto alternativo suele ser grato. El único consuelo que nos queda es saber que, en tiempos oscuros como los que nos está tocando vivir, es cuando el arte aguza su ingenio y nos muestra su grandeza. Cuando el sueño del imperio español se desvanecía por la ineficacia de sus gobernantes, aparecieron Cervantes y Góngora y Quevedo y Lázaro de Tormes; cuando urgía la regeneración política y social de nuestro país, tras la pérdida de Cuba y la crisis finisecular, se abanderaron Machado y Unamuno y Valle-Inclán y Baroja.  Yo no sé qué nuevos prohombres ilustres de nuestra España desnortada se erigirán con la misma vehemencia como los adalides de la cultura española contra las felonías, ya insoportables, de nuestros políticos. Tampoco sé si esa es la función del arte y no quiero embarcarme en el debate de si éste debe ser comprometido o sólo una forma de evasión. Pero, cultura, amigos. Cultura para cauterizar, para lamernos las heridas; cultura para huir de la mediocridad; cultura para atisbar un trocito de eternidad al amparo de la belleza; cultura para ser independientes y no manipulables; cultura para ver el mundo con otros ojos; cultura para sobrevivir.