miércoles, 28 de diciembre de 2016

346. Nunca llueve en Alicante



No se trata aquí de remedar aquella vieja canción de Albert Hammnod sustituyendo el sur de California de su título por el sudeste levantino español. Aunque la verdad es que Alicante y su contumaz sequía podrían figurar sin ningún problema en cualquier antología de canciones sobre el duro estiaje. Porque en esta ciudad, donde conviven mi exilio agridulce y la nostalgia de la lluvia de Tarragona, lo cierto es que no cae una sola gota. Los riscos pelados se erigen con la austera nobleza de sus harapos de polvo y matojo implorándole a este sol sañudo una tregua en el flagelo de sus rayos, que hienden la carne árida y requemada de la tierra, llagándola sin hacerla sangrar. Hay un azul inmisericorde en el cielo de Alicante que amenaza con confundirnos a todos –fagocitarnos–  en su luz cegadora.
Pero resulta que esta última semana sí ha llovido en Alicante. Vaya que si ha llovido. Y alguna vez nos ha cogido esta lluvia salvífica tras la acogedora protección del aula. La lluvia para los estudiantes alicantinos no es aquella monotonía de lluvia tras los cristales que imaginara –reviviera– Antonio Machado para los niños madrileños o sorianos. Aquí la lluvia es un acontecimiento. Así que el día que llueve en Alicante, permito a mis alumnos que abandonen sus pupitres y les invito a apostarse tras los ventanales de la clase para contemplar el agua, que por aquí es poco menos que el bautismo auroral del mundo. No hay algarabía ni juego en este paréntesis de la lección. Los estudiantes observan la lluvia y apenas hablan. Algunos toman del hombro a su compañero y así, en esa posición de camaradería, admiran juntos la lluvia con reverencial silencio. Nada se oye en el aula; sólo veintitantas respiraciones contenidas y el cielo tejiendo su pespunte sobre los cristales.

Fue la lluvia la que me dio la idea. Al día siguiente traje a clase todos los libros que encontré de todos los escritores que habíamos trabajado durante el trimestre. Repartí los libros azarosamente. Los estudiantes los manoseaban, pasaban sus páginas a capricho, a veces se detenían en algún pasaje y reconocían algún texto que habíamos leído; aquellos se detenían en la solapilla o en las contraportadas y se topaban con el retrato del autor, extrayendo similitudes entre la expresión de su cara y la naturaleza de su obra en una suerte de frenología literaria; esos otros admiraban las ilustraciones que inspiraban los pasajes narrativos; más allá, un estudiante hallaba impresa una dedicatoria del autor presidiendo algún poema y se preguntaba quién sería la misteriosa destinataria, imbricando la vida en la literatura. Los libros iban y venían. Por un día la Literatura no se limitaba sólo a unos apuntes teóricos en un cuaderno de notas, escritos con aquella caligrafía de urgencia; ni las obras eran sólo un compendio de textos antologizados por el profesor en el desgarbado collage de unas frías fotocopias. Por un día, los autores tenían rostro más allá de los manuales, y los títulos no se enumeraban exentos en hileras cronológicas sino que hacían su epifanía en el atrio de sus propias portadas.

Fue la lluvia. Observando a mis alumnos aquel día, embebidos ante los ventanales frente al milagro del agua, recuerdo haber pensado que parecía la primera vez en sus vidas que vieran llover. El día que llevé todos aquellos libros al aula, el gesto de sus miradas era el mismo que ante el aguacero de la víspera. ¿Acaso los libros no son también una ventana y la literatura la fértil lluvia que espera el espíritu en barbecho?

Nunca llueve en Alicante. Pero llueve. Vaya que si llueve.

domingo, 18 de diciembre de 2016

345. 'Box8'



Hay libros que atesoran la virtud –y aquí la virtud es necesidad– de sacudirnos la muelle tibieza ante el mundo, de pellizcarnos la conciencia, de obligarnos a despertar de la anestesia voluntaria con que hemos sido inoculados, de despegarnos de un tirón  la tirita con que ocultamos torpemente la llaga que somos para dejarla así, en carne viva, palpitante en el escozor de su vergüenza. Box8: contra el silencio, obstinadamente (Fundamentos), de Marisol Sánchez Gómez, es uno de esos libros contra la alienación. El libro transita por los angostos ribazos de las escarpaduras periféricas, allí por donde la maquinaria del discurso oficial y oficioso es incapaz de hollar los caminos sin caer en el abismo. La autora da su voz, la voz de “una mujer blanca, occidental, feminista y con estudios universitarios […] que pertenece al teórico mundo de los privilegiados por raza, por cultura, y por haber nacido por pura casualidad y buena suerte, en el momento adecuado en el lugar adecuado”, a los que no la tienen, y esa voz que es grito, multiplica su eco hasta llegar a los lugares más inhóspitos de la Tierra, en los que no habríamos pensado ni una sola vez en nuestra vida, y penetra también en los intersticios más sutiles del individuo mismo, en sus contradicciones y aspiraciones frustradas.
Box8 es un libro de los márgenes. Todo en él está en la frontera de todo (magníficos los capítulos dedicados a las fronteras interiores y exteriores). Su apasionamiento no es panfletario; la defensa de los invisibles (mujeres, negros, pobres, homosexuales, presos y demás desahuciados por la sociedad patriarcal capitalista) no se realiza mediante la frase ingeniosa hecha para el eslogan o para el aplauso fácil. Bien al contrario, todo el argumentario de Marisol Sánchez se alimenta de diferentes disciplinas que convergen en su común misión, como la Sociología, la Psicología, la Antropología, la Política, la Economía, la Filosofía, la Ética o la Literatura, el cine y el arte en general. Hallamos entonces un corpus científico que legitima la necesaria radicalidad de su discurso, sin la habitual servidumbre de apelar sólo a la sensibilidad de los lectores. Porque Marisol Sánchez apela también a nuestra inteligencia y este posicionamiento ante el lector certifica una honestidad que pondera sin trucos nuestro compromiso ante las tesis defendidas. 
Particular presencia tiene el ideario feminista, catalizado en muchas ocasiones por las teorías de la pensadora y poeta Adrienne Rich (1929-2012), que se erige en la figura central del libro. Especialmente interesantes son la desmitificación del falso empoderamiento de la mujer y su necesidad de la otredad, como falacia para su afirmación vital, entre otros postulados.
Son también muy interesantes las reflexiones de la autora sobre el lenguaje. Éste aparece en el libro como una suerte de ontología, cuya naturaleza demiúrgica da cuerpo a los desheredados del mundo. Sólo existe lo que se puede nombrar y es precisamente el silencio que sobre ellos se cierne, el que perpetúa su desalojo y olvido.

El libro puede leerse también como una excelente antología miscelánea de textos científicos y literarios, labor esta, la de antóloga, que no nos sorprende si pensamos en la excelente vocación antologizadora que jalona la trayectoria editorial de la autora y cuyo último brillante exponente ha sido la publicación de 20 con 20 (Huerga y Fierro) donde se recogen las propuestas de veinte poetas españolas actuales sin sumisiones a los cánones establecidos por los gurús del cortijo literario. No podía ser de otro modo. Porque Marisol Sánchez también se mueve, como los desamparados de su libro, en los márgenes. Benditos, incómodos, disidentes márgenes.

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[Enlazo también la magnífica reseña que sobre este mismo libro ha escrito el poeta Ramón Bascuñana en su excelente blog El alma de la piel]

domingo, 11 de diciembre de 2016

344. 'La carne'



El problema de mi lectura de la nueva novela de Rosa Montero no reside tanto en el libro mismo ni en su autora, como en quien escribe ahora estas líneas. Uno se entera un día de que Rosa Montero ha publicado una novela en Alfaguara titulada nada más y nada menos que La carne, centrada en la antesala de la vejez, y recibe la noticia con el alborozo que suscita la promesa de un libro cuyo sólo título produce ya una sacudida en el lector. La carne. No me negarán que con ese pórtico crudo, directo, inclemente, descarnado, si se me permite la redundancia, fisiológico hasta el naturalismo, el lector sienta que va a enfrentarse a un texto que va a zarandear eso que ahora llaman los finolis nuestra zona de confort.
Y así es. Con un título tan sugestivo, inspirador y rebosante de potencialidad, yo me esperaba poco menos que una epopeya de la carne, la épica derrota de la piel en su decrepitud, el enseñoramiento de lo orgánico sin medias tintas, la enfermedad sin paliativos retóricos. Esperaba esa novela que nos recordara que, pese a nuestro afán de trascendencia, pese a nuestra espiritualidad específica, pese a nuestra supuesta elevación, somos eso: carne, futura podredumbre y humores en descomposición.
En lugar de todo eso, sin embargo, hallamos a una sexagenaria obsesionada por el gigoló que ha contratado para darle celos a su ex pareja.  La novela se convierte entonces en una agridulce historia de amor, algo aburguesada, salpicada de cierto humorismo de acíbar marcadamente femenino, donde la protagonista reivindica, pese a las limitaciones de su carne ya decadente, su necesidad de amar; se trata de la tragedia derivada de la oposición entre una predisposición al amor que ha permanecido intacta con el paso de los años y la realidad del cuerpo, que en su declive, no acompaña esa plenitud. 
No es, por tanto, que no subyazcan en la novela todas las expectativas que el título sugería. Detrás del enfoque edulcorado se atisba toda esa fatalidad, pero se pierde la grandeza odiseica del viaje de la carne, quizás porque la propia autora ha decidido cubrir, bajo la ternura y patetismo que nos genera su personaje, el drama latente. Sólo al final del libro, hacia la página 185, que inicia uno de los mejores capítulos de la novela, la autora parece hacer jirones ese velo tras el que se esconde el rigor de la terrible verdad.
Una de las partes más interesantes de la novela es el juego metaliterario que en ella se establece. Soledad, la protagonista, es comisaria de una exposición que organiza la Biblioteca Nacional sobre escritores malditos. El repaso por las vidas de estos escritores se engarza con los sentimientos de la propia Soledad, en un juego de espejos que enriquece la trama. Resulta también llamativa la incorporación del personaje de Rosa Montero en uno de los pasajes de la novela, en un divertimento tan legítimo como innecesario. Tan innecesario como el escuálido dietario donde la protagonista anota sus observaciones de espionaje sobre el gigoló del que está enamorada, que hubiera resultado perfectamente compatible sin el mecanismo estructural del diario, que se antoja algo forzado.

En definitiva, La carne es una novela correcta, que quizás peca en la ligereza con que aborda un tema, presumiblemente más potente y lleno de posibilidades en su hondura. La carne se deja leer, entretiene, pero se queda a medias. En lugar de su holocausto, en esta carne rozamos sólo la epidermis y la lectura cicatriza enseguida. 

domingo, 4 de diciembre de 2016

343. 'Gritos en la llovizna'



Cuando se rescatan obras primerizas de autores consagrados, se corre el riesgo de crear una falsa expectativa que busca reconocer en esos libros los albores de las virtudes literarias que hoy admiramos en sus obras de madurez. Es lo que ha sucedido con Gritos en la llovizna, del chino Yu Hua. El escritor asiático lleva desde el año 2002 cosechando diferentes reconocimientos, como el prestigioso premio James Joyce Foundation o el Grinzane Cavour con su obra ¡Vivir!, que luego fue adaptada al cine por el director Zhang Yimou y galardonada en el Festival de Cannes con el Gran Premio del Jurado. ¡Vivir! y Crónica de un vendedor, están consideradas las obras más influyentes de la década de los 90 en China (solapilla de Seix Barral, dixit). Sus libros han sido traducidos a más de 20 idiomas y hay quien habla de Yu Hua como un candidato firme al Nobel de Literatura.
Y, claro, se entiende que Seix Barral haya querido aprovechar el buen momento del autor chino, para traducir al español aquellas obras que permanecían aún inéditas en nuestro idioma. Pero es que Gritos en la llovizna es un libro de 1992, cuando Yu Hua no era todavía Yu Hua. Y querer buscar en esta opera prima los embriones literarios que dieron lugar al gigante novelista es como llenar la bañera de sal y decir que se ha bañado uno en el Mar Muerto.
Gritos en la llovizna narra las vicisitudes de tres generaciones de un clan familiar en la China rural. El libro es un anecdotario de interés muy desigual, que sólo encuentra su aliciente en esos felices hallazgos líricos, llenos de delicadeza y primorosa factura, que sólo la literatura asiática es capaz de generar. Algunos de estas historias parecen querer transmitir algún tipo de enseñanza práctica o filosófica, si bien muy atenuadas por una premeditada sugestión y, en cualquier caso, poco contundentes para un lector occidental. Muchas de las andanzas de los personajes están teñidas de un tremendismo rayante en lo escatológico, al que se contrapone la sensibilidad de Sun Guanglin, el gran protagonista de la novela, que trata de sobrevivir en un mundo rudo, brutal y primitivo y en su vorágine de instintos desatados. Resultan llamativos algunos pasajes de la novela que, si no fuera por la distancia cultural, podrían pasar por una suerte de realismo mágico, una especie de surrealismo asiático, como aquel en el que Sun Guangcai, el padre de Sun Guanglin, empeña el cadáver de su padre Sun Youyan para recibir un préstamo, o aquel otro en que el propio Sun Youyan siente un día que su alma ha abandonado el cuerpo y se retira a su cama para aguardar a la muerte.
También son reseñables el modo de vida de la sociedad patriarcal china, su autoritarismo y modelos familiares y los tabúes sexuales.
Sin embargo querer ver en la novela un testimonio de la transformación social china bajo el mandato comunista, parece algo pretencioso. El marco político aparece tangencialmente, si bien su presencia resulta latente en todo el libro como un telón de fondo siempre opresivo, amenazante y asfixiante.
También es destacable la dualidad espacial del campo y de la ciudad. Esta última aparece siempre como una especie de entelequia que sólo se atisba. El campo, en cambio, se presenta como una realidad casi ontológica que se funde con los hombres de forma primaria.

Gritos en la llovizna es, en definitiva, un libro interesante si se quiere bucear en los orígenes literarios del gran novelista chino y su lectura tiene sentido en esa visión de conjunto. Aisladamente, sin embargo, la llovizna se queda en chirimiri y los gritos en susurros…