martes, 29 de diciembre de 2009

26. Entre las azucenas recordados (2009)

















José Perona (3 de marzo)
"No leáis, que no merece la pena. Así, al menos, algunos encontraremos menos chicles pegados en el suelo de los museos y las bibliotecas".
"Propongo que se retire de las aulas la lectura de Cervantes, tan ajena a los itinerarios educativos, contraria al currículum de los centros, enemiga del conocimiento de los bables y fablas, ayuna del conocimiento del entorno, falta del espíritu de la multiculturalidad. Cargada, en fin, de mil y una frases de sosiego y de humanismo. Y por si fuera poco, es una vuelta más de tuerca del centralismo españolista y de su lengua... ¡Qué afrenta al multiculturalismo ese mamotreto de rancio españolismo escrito desde la Mancha profunda contra la diversidad de las Españas!".
Antonio Pereira (25 de abril)
"Al saberse que iban a derribar el cine municipal los teléfonos empezaron a funcionar y fuimos bastantes los que viajamos a nuestra ciudad para decir adiós al caserón donde habíamos aprendido tantos gestos.Había que adelantarse a la piqueta desalmada. Cada cual quería quedarse con un recuerdo, los viejos carteles de un trasatlántico con las luces encendidas o de apariciones de la Virgen o de los besos a tornillo de una espía rusa.Al final, decidieron que habría una voladura controlada. Sería la última película que nos diesen".
Mario Benedetti (17 de mayo)





Cuando éramos niños
los viejos tenían como treinta
un charco era un océano
la muerte lisa y llana
no existía.
Luego cuando muchachos
los viejos eran gente de cuarenta
un estanque era un océano
la muerte solamente una palabra.
Ya cuando nos casamos
los ancianos estaban en los cincuenta
un lago era un océano
la muerte era la muerte
de los otros.
Ahora veteranos
ya le dimos alcance a la verdad
el océano es por fin el océano
pero la muerte empieza a ser
la nuestra.
Jorge Enrique Adoum (3 de julio)





Llamo a la puerta.
-Quién es, pregunto.
-Yo, contesto.
-Adelante, digo.
Yo entro.
Me veo al que fui hace tiempo.
Me espera el que soy ahora.
No se cuál de los dos está más viejo.

José Antonio Muñoz Rojas (29 de septiembre)




Yo no sé desear más que la vida,
porque entre las victorias de la muerte
nunca tendrás la grande de tenerte
como una de las suyas merecida
y porque más que a venda y más que a herida
está mi carne viva con quererte,
e igual mi corazón que un peso inerte,
halla su gravedad en tu medida.
¡Qué temblor no tenerlo en ningún lado,
ni en el pecho, la vena o la palabra,
y a lo mejor en valle, fuente o roca!
¡Corazón prisionero y emigrado,
que con cada latido el hierro labra,
y que convierte en sueño cuanto toca!

Francisco Ayala (3 de noviembre)
No había nada por ninguna parte. Nada, sino silencio; un silencio húmedo que rezumaba, calaba hasta lo más hondo; un silencio que era la ausencia y el vacío de la atronadora refriega, ya pasada. No había nada, nada sobre la tierra... Bajo ella, muertos infinitos yacían en confusión, ahora casi tierra ya también ellos, y todavía lastimada humanidad, sin embargo; muertos preñados con el plomo de su muerte, muertos retorcidos en el horror de su martirio; muertos consumidos en la perfección absoluta de su hambre; muertos. Sepultados de cualquier modo, entre las raíces de los vegetales —entregados a esas garras ávidas, insaciables, vivificadas por la lluvia que había escurrido tan largamente por entre piedras y huesos. Y más adelante, refiriéndose a los verdugos: Creen vivir quizá, porque están de pie. Pero tienen corrompidas las raíces del ser.Los que perpetraron la traición, cegados por la soberbia y poseídos por la furia del mando, están protegidos contra la pesadumbre de todo cargo de conciencia por la liviandad de sus cerebros que les consiente aceptar sin examen los endebles idearios (sarcasmo, a la dura luz de hoy) con que apresuradamente quisieron vestir y dar hechura a su fechoría. En cuanto a sus partidarios, el séquito lamentable de los cobardes, pobres de espíritu, crueles por miedo, por resentimiento, hasta por ramplonería, éstos, saciado con el terror su terror, se sentirán aliviados...
Píramo y Tisbe se despiden hasta el año que viene. ¡Feliz 2010! Un abrazo a los presentes y un sentido recuerdo a los ausentes.
Píramo y Tisbe.

viernes, 25 de diciembre de 2009

25. Nochebuena, de Nikolái Gógol


El año que ya agoniza es también el año de Nikolái Gógol (1809-1852); la UNESCO decidió dedicarle el 2009 al escritor ucraniano, sumándose así a la celebración de los 150 años de su nacimiento. La verdad es que la efemérides ha pasado sin pena ni gloria. Hasta donde llegan mis noticias, no he percibido ninguna atención mediática ni he oído hablar de congresos o encuentros literarios en relación con Gógol. Es probable que se hayan celebrado pero no tengo conocimiento de ellos. La Biblioteca Pública de Tarragona sí le ha dedicado un rinconcito donde aparece un muestrario de sus libros y una breve nota sobre su vida y obras; así lo descubrí yo. Y es que parece que, salvo los especialistas en literatura rusa o algún lector curioso de más amplias miras, para muchos, dicha literatura empieza y acaba con Tolstói, Dostoyevski o Chéjov.
No pretende este artículo reparar tal olvido, que eso sería dar por supuesto que el lector no conoce a Gógol y alguien habrá que lo conozca. Sólo deseo acercar a la bitácora un librito de este autor, cuyo título comulga bien con las fechas en que nos hallamos: Nochebuena, se llama. Es una novela muy breve, incluida en sus Veladas en un caserío próximo a Dikanka, corpus de novelas cortas sobre las tradiciones folklóricas ucranianas, escritas por Gógol durante su estancia en San Petesburgo, donde este tipo de temáticas era muy del gusto del público. La verdad es que, quien lea este cuento de Navidad, difícilmente podrá creer, como asegura Saskia von Hoegen en el prólogo del libro, que "con gran razón se puede decir que sus logros literarios, junto con los de otros autores de la época como Pushkin y Lérmontov, son la base para el auge que alcanzará la literatura rusa en la segunda mitad del siglo XIX"; sin embargo, hay que pensar que Nochebuena es una obra menor, lejos todavía de Las almas muertas, su obra maestra.

En Nochebuena, traza Gógol un cuadro de costumbres muy vivo enmarcado en la víspera de Navidad en un pueblecito ucraniano. Así, el lector puede degustar la gastronomía típica de esa noche, como el cutiá o el vareniki o el borsch, o unirse a los jóvenes que cantan las coliadky de puerta en puerta, algo así como nuestros aguinaldos. En ese contexto, una historia de amor con la desdeñosa y altiva Oksana que cifra su corazón al precio de quien pueda conseguirle unos zaptaos como los de la zarina; Vakula, el herrero, con la ayuda del demonio, volará hasta San Petesburgo para conseguirlo; entretanto, la madre del herrero, Soloja, da juego a tres pretendientes: el cosaco Chub, el diácono (casado) y el alcalde, lo que configura divertidas coincidencias en la línea de las comedias de enredo. En este cuento, el demonio roba la luna para dejar a oscuras a los enamorados; una bruja colecciona estrellas, que juegan cogidas de las manos en el cielo; magos sentados sobre pucheros surcan el éter; "más allá veíase un ejambre de espíritus que se extendía a modo de nube. Un diablejo que bailaba cerca de la luna, se quitó el gorro al ver pasar al herrero montado a caballo sobre el demonio. Una escoba tornaba a su destino al quedar abandonada por su dueña", y estas imágenes de fantasía, alternan con el realismo costumbrista sin transición y con total normalidad, lo que da lugar a capítulos de absurda comicidad.

Sin embargo, tras la aparente juguetona estampa, Gógol realiza una radiografía de todas las clases sociales y, veladamente, critica la superstición, calibra la moralidad de los altos estamentos y de las jerarquías eclesiásticas e, incluso, se atreve a poner en tela de juicio la política de los zares, en la entrevista que mantiene un cosaco ante la zarina Catalina, actitud que se adelanta a sus obras mayores, donde Gógol llevará a cabo una peligrosa crítica contra la Rusia autocrática y feudal. Esta actitud incomodará su vida durante toda su carrera literaria hasta lo insoportable: Gógol morirá en Moscú al borde la locura. Es como si, salvando las distancias, tuviéramos a la vez en Gógol a un Pereda, un Jardiel Poncela y un Galdós.
En definitiva, una lectura amable pero con mensajes entre líneas. El marco navideño ucraniano lo hace interesante y distinto. Pero, pese a la atractiva diferencia cultural, la universalidad de las miserias humanas. La Navidad, en ese sentido, es igual en todas partes.

martes, 22 de diciembre de 2009

24. Los villancicos

El villancico es una de las manifestaciones más antiguas de la lírica popular castellana. Sus orígenes se remontan al siglo XIII, momento en el que estas composiciones se entonaban con la finalidad de registrar los avatares de la vida cotidiana de los pueblos -de ahí el término "villancico", es decir, canción de la villa-. La temática religiosa estaba, pues, ausente en los primeros tiempos. Hacia el siglo XV aparece la costumbre de cantar villancicos en Navidad, a la vez que pervivían las piezas de este tipo que giraban en torno al amor cortés. De este siglo datan las primeras recopilaciones de villancicos - Cancionero de Stúñiga y Cancionero de Palacio, del año 1500- , que eran compuestos tanto por autores populares como por otros del renombre de Gil Vicente o Juan del Encina.
Por otra parte, cabe la posibilidad de que los primeros villancicos formaran parte de las representaciones medievales que tenían lugar en el interior de las iglesias y que pervivieran como cantos independientes una vez que la autoridad eclesiástica prohibió este tipo de espectáculos en los recintos sagrados. No obstante, la urgencia de que el mensaje cristiano llegara al pueblo -desconocedor del latín en su gran mayoría - propició que los clérigos mirasen con otros ojos al villancico en los albores del siglo XVI, pues hallaron en él una forma sencilla de acercar los misterios de la fe a los fieles, hasta tal punto que una de las obligaciones del maestro de capilla era componer este tipo de piezas. A partir de este momento, el tema profano centrado en el amor cortés deja paso con más fuerza al contenido meramente religioso.
En el siglo XVIII se observa una influencia muy fuerte de Italia en estas composiciones -estilo recitativo, arias da capo y el incremento del número de músicos- que provocó que desaparecieran de la celebración litúrgica en favor de los cantos gregorianos tradicionales. De modo que desde finales del siglo XIX el marbete "villancico" se asocia a los cantos que aluden a la Navidad y que son cantados de forma popular.
Como curiosidad, cabe destacar que en la antigua Al-Andalus existían unas composiciones llamadas "zéjel" formadas por un estribillo que cantaba un coro y diferentes estrofas interpretadas por un solista. La similitud entre ambas formas, a grandes rasgos, es evidente y no debe resultar extraña, pues es reflejo de la impronta que el mundo árabe ha dejado en nuestra cultura. No obstante, tal y como señala Tomás Navarro, el villancico y el zéjel se diferencian en algunos aspectos: "desde el punto de vista métrico, el villancico y el zéjel se diferenciaban por la forma de la mudanza, redondilla en el primero y terceto monorrimo en el segundo; además, el tema o estribillo, que en el villancico constaba generalmente de tres o cuatro versos, en el zéjel se limitaba de ordinario a dos, y los versos de enlace entre la mudanza y la vuelta, de uso corriente en el villancico, no figuraban con regularidad ni frecuencia en la composición del zéjel".
En otro orden de cosas, resulta sorprendente el origen de algunos de los villancicos que en la actualidad persisten. Así, Los peces en el río es uno de los más conocidos en España y en América Latina y en su musicalidad se pueden entrever sonidos árabes. El famosísimo Adeste fideles, fue compuesto en el siglo XVII por Juan IV de Portugal, conocido como "Rey Músico" por el amor que profesaba a este arte. Entre sus logros, destaca la fundación de una escuela de música en Vila Viçosa y la lucha que mantuvo contra el Vaticano para lograr que la música instrumental pudiera sonar en los recintos eclesiásticos. Verdaderamente curioso es el origen de la famosa expresión "armar la marimorena", que casi seguro hemos entonado todos en alguna ocasión. Los hechos se remontan al siglo XVI, cuando en Madrid existía una taberna regentada por Alonso de Zayas y María Morena. Los dueños del local reservaban el mejor vino para los clientes selectos. Un día, un grupo de personas solicitó probar dicho licor a lo que el matrimonio se negó en rotundo. Este suceso desencadenó una nada desdeñable pelea que terminó con la intervención de las autoridades. Desde ese momento, armar la marimorena se asocia con liar alboroto y ruido, y... ¿qué hacemos sino cuando entonamos este villancico al compás de la zambomba y de las panderetas? Menos accidentado es el origen de Noche de paz. Este villancico fue intrepretado la Nochebuena de 1818 en la iglesia de San Nicolás de Oberndorf (Austria) y se ha convertido en el más conocido. No en vano, ha sido traducido a más de 300 idiomas. La citada iglesia se derribó en el siglo XX y en la nueva construcción se le dio el nombre "Noche de Paz" a una de sus capillas, en honor de una composición que fue capaz de unir la voz de dos bandos irreconciliables -alemanes e ingleses- en la tregua que en 1914 firmaron para celebrar la Navidad.
En América Latina, la tradición de los villancicos se remonta al siglo XVII. Además de los citados y de otros muchos conocidos en España, existen títulos propios tan curiosos como Mi burrito sabanero en Venezuela (versionado recientemente por el colombiano Juanes), Tutaina tuturumaina en Colombia o Caminando por Tegucigalpa en Honduras. En todos ellos se percibe la huella latina pues son muy rítmicos llegando, en algunos casos, a recordar a la melodía de la salsa.
En la actualidad, son muchos los recopilatorios de villancicos que se sacan al mercado por estas fechas. Unos, cantados por coros de niños con voces angelicales; otros, por artistas de renombre como Raphael o por coros rocieros. En cualquier caso -y dejando al margen el tema del consumismo- considero que es bueno que los más pequeños de la casa conozcan estas composiciones tan nuestras así como que los mayores no las olvidemos y como formas populares que son, sigamos haciendo uso de ellas en las reuniones familiares tan típicas de estos días. Pues, ¿hay estampa más navideña que la de una familia reunida en Nochebuena entonando Ay, del chiquirritín o El tamborilero al son de las panderetas, las zambombas, las palmas y las botellas de anís? Evitemos, pues, que estas composiciones caigan en el olvido y busquemos en nuestro interior a ese niño chico que todos tenemos y que alberga el verdadero espíritu navideño.
¡Feliz Navidad! Ojalá todos tengamos un buen aguinaldo en estas fiestas y, cual Rómulo, recibamos nuestras particulares ramas cortadas de un árbol del bosque de la diosa Strenia que nos deparen suerte en este nuevo año.
La fuente de la que está extraída la cita en la que se explica la diferencia entre el villancico y el zéjel es Navarro Tomás, Métrica española, Labor, 1995, p. 154.

jueves, 3 de diciembre de 2009

23. El baile de la Victoria

Ya ha llegado a la gran pantalla la película El baile de la Victoria, basada en la novela homónima de Antonio Skármeta. El argumento del libro se sitúa tras la dictadura de Pinochet, cuando se concede una amnistía en Chile de la que se benefician el famosísimo ladrón de cajas fuertes Vergara Grey y el joven Ángel Santiago. Este último había sufrido las vejaciones sexuales de Santoro, el alcaide de la prisión, "un acto de amor" le dice en la última tensa entrevista que mantienen ambos el día en que Ángel queda en libertad. Santoro, que intuye que Ángel le buscará para vengarse, juega sus cartas y ofrece a otro preso, el asesino Marín, condenado a cadena perpetua, una semana de vacaciones a cambio de matar a Ángel. El destino querrá que Vergara Grey y Ángel Santiago crucen sus caminos fuera de la cárcel. Al primero se le derrumbará su mundo al comprobar que su mujer y su hijo le repudian; Ángel Santiago encontrará el amor en Victoria, una estudiante que ha sido expulsada del liceo (como llaman en Chile al instituto) por su bajo rendimiento académico, y que aprende ballet en una modesta academia. Allí prepara una coreografía basada en Los sonetos de la muerte, de Gabriela Mistral, que quiere ser el homenaje a su padre, asesinado durante la dictadura. Desengañado Vergara por su suerte; entusiasmado Ángel por darle un futuro a Victoria; el plan trazado por el enano Lira en la cárcel. Todo confluye para que Vergara Grey y Ángel den el gran golpe: robar el dinero de Canteros, antiguo general de Pinochet.

La gran dificultad para llevar al cine este libro era, fundamentalmente, conseguir respetar la magnífica caracterización que Skármeta hace de sus personajes. Éstos adquiren voz propia y personalísima. Skármeta consigue desaparecer como narrador y deja que sus protagonistas cobren identidad autónoma. Skármeta evita las injerencias de ese narrador molesto que pone en boca de sus criaturas las frases que el mismo narrador quiere que digan. Procedimiento no exento de dificultades que prueba la enorme calidad del escritor chileno. Pero el temor a que se vulnerase ese espíritu en la película se convirtió en esperanza al comprobar que, entre la nómina de actores, figuraba Ricardo Darín (Vergara Grey). De Abel Ayala (Ángel Santiago) conocía menos su trayectoria profesional pero le escuché hablar para la televisión sobre su personaje y su declaración me reforzó en la idea de que el actor se había empapado de Ángel Santiago y de que cumpliría con creces. Dijo: "Una persona como Angel Santiago sólo puede vivir dentro de las películas, no se puede ser tan vitalista e ilusorio en la vida real". Creo que no se puede decir mejor. Efectivamente, Ricardo Darín encarna a la perfección la figura melancólica, escéptica e introvertida de Vergara Grey, así como su paulatino deshielo en su humanísima actitud hacia Ángel; por su parte, Abel Ayala borda su papel interpretando con sumo acierto la emocionante candidez e ingenuidad de Ángel Santiago.

Aunque Fernando Trueba se basa en el libro de Skármeta para su película, no sigue a la novela en multitud de pasajes, aunque estas modificaciones sobre el argumento original no merman en absoluto el alma de la historia. Por ejemplo, Victoria Ponce (Miranda Bodenhöfer) no es muda en la novela. Al contrario, algunos de los pasajes más amenos de la lectura son los diálogos entre Victoria y Ángel; sin embargo, en la película, Victoria ha perdido la voz a consecuencia del trauma que le produce el asesinato de sus padres por los secuaces de Pinochet (en la novela sólo muere el padre). Así, Ángel asume el protagonismo de esos diálogos, mientras que la mudez de Victoria permite centralizar su manera de comunicarse en la danza, el movimiento hecho verbo.

Uno de los capítulos más memorables de la novela es cuando Victoria se presenta en su instituto ante un tribunal de profesores para examinarse de los conocimientos necesarios que la alumna necesitaba superar para su reingreso en el centro. La prueba marcha muy bien y Victoria responde con seguridad a todas las preguntas del tribunal hasta que la profesora de Literatura le pregunta sobre las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique "momento en que Victoria Ponce se iluminó porque era ése su poema favorito de la historia mundial de la literatura, incluidos los de Neruda". Su exposición apasionada del poema choca con el empeño de la señorita Petzold de que enumere metáforas, aliteraciones, metonimias e hipérboles; de que determine si la actitud del hablante lírico es carmínica, apostrófica o enunciativa. Victoria, que no concibe que la literatura pueda someterse a tales bisturíes, no sabe responder. Cuando la señorita Petzold le pide que indique quién es el hablante lírico, Victoria responde que es el poeta: "Señora, es Jorge Manrique mismo quien habla de la muerte de su padre don Rodrigo [...] Lo siento, señora Petzold, pero yo llevo llorando la muerte de mi padre desde hace años y no me calma la angustia ninguna metáfora, ni ningún ritmo yámbico, ni ninguna metonimia. Cuando Jorge Manrique se entera de la muerte de su padre, abandona la corte y se encierra en un castillo, donde escribe el poema desde un profundo dolor." La señora Petzold le reprocha: "Mijita, todo eso está muy bien, ¡pero es pura copucha historiográfica! Yo le pido un análisis literario". Y acaba Victoria: "Perdone, profesora, pero yo no voy a hacer ninguna mierda de análisis del hablante lírico. El poema es demasiado hermoso para esa canallada". Desde luego, muda no es, no, nuestra Victoria.
Del mismo modo que en la novela, en la película, Victoria se examina ante un tribunal de profesores, pero para ingresar como bailarina en el Teatro Municipal. Allí, su lenguaje es el baile, pero los profesores vuelven, como la señorita Petzold, a quedarse en la superficie del arte: critican su vestuario y el desaliño de su físico; hasta su mudez es motivo de desprecio. Nadie ha pensado en observar la plasticidad de sus movimientos y la carga emotiva de éstos. El pasaje pasa, pues, de lo literario, lo cual conviene a la novela, a lo visual que es más propio del cine. El traslado del episodio de un género a otro plantea el imperativo de modificar el marco pero no la esencia. El pasaje es, también, un guiño al espectacularizado tribunal de los Óscar.

Otro motivo de la novela que no aparece en la película y cuya inclusión habría resultado satisfactoria, es el del secuestro del Teatro Municipal. En realidad, toda la trama para organizar el momento de gloria de Victoria es mucho más complicada. En ella colabora el cabo Zúñiga, miembro de la policía chilena, que se siente heredero institucional de los abusos, torturas, violaciones y desapariciones que sus antecesores habían cometido durante la dictadura. Depositario de ese cargo de conciencia, pese a no haber participado en esas atrocidades ("hace treinta años tú no habías nacido", le consuela su esposa Mabel) necesita resarcirse ayudando a Victoria, una de las víctimas de la represión. El simbolismo de este cabo Zúñiga es lo suficientemente significativo como para haber encontrado un hueco en la película.
Fantástico es también el contraste que ejerce la imagen de Ángel sobre su caballo en mitad de la urbanizada Santiago. Algo hay en esa imagen de reivindicación del ancestro indígena.
Intensas son las escenas del cine donde Ángel descubre a Victoria prostituyéndose y la posterior huida frenética de ésta para lavarse en una fuente helada. La novela describe esos instantes con verdadero vértigo.
Otras diferencias entre novela y película son menos importantes y no las voy a recoger aquí. Cada género responde a sus pautas artísticas y no soy partidario de aquellas posturas inflexibles que se escandalizan cuando una película no ha seguido punto por punto a la novela en la que se basa.

En definitiva, tras la primera sorpresa de la mudez de Victoria, la película capta perfectamente las sensaciones que el lector de Skármeta experimentó con la lectura de la obra y, salvo algún desacierto esporádico (como aquel, algo ñoño, en que Vergara Grey se encuentra con su esposa Teresa Capriatti (Ariadna Gil) y con voz en off, ambos deslizan sus pensamientos en diálogos silenciosos) la obra de Fernando Trueba está a la altura. El final que, por supuesto, no desvelaré aquí, es la coda grandiosa al baile. Final previsible y no por ello menos efectista. Final de silencios desgarradores que dicen más que la más detallada de las descripciones.
Un último apunte. Las librerías vuelven a llenar sus anaqueles estos días con la obra de Skármeta. La reflexión resultante tiene doble filo. Si el cine ayuda a recuperar obras preciosas como esta, alabado sea el cine. La otra cara de la reflexión es que mal vamos si para conocer a Skármeta necesitamos al cine. Yo pensaba que sólo necesitábamos a Skármeta.

sábado, 21 de noviembre de 2009

22. Valle Inclán y la imprenta

Una de las tareas más arduas de la investigación literaria es la de reconstruir el texto original de una obra. Es lo que se conoce con el nombre de edición crítica, que la RAE define como la establecida sobre la base, documentada, de todos los testimonios e indicios accesibles, con el propósito de reconstruir el texto original o más acorde con la voluntad del autor. El lector sabrá deducir más adelante por qué destaco en negrita esta última frase. Se desprende de tal definición que la empresa debe estar coordinada desde la multidisciplinariedad. Formarán parte de ese equipo, fundamentalmente, los filólogos, pero también, entre otros, los paleógrafos, los historiadores o los antropólogos, ramas auxiliares de un tronco mayor llamado ecdótica.
Tal reconstrucción es tanto más complicada cuanto más antigua es la obra que se trata de reparar. Así, los textos medievales, por ejemplo, han sido sometidos a numerosas deturpaciones fruto del descuido o la voluntariedad de los amanuenses que, unas veces por ignorancia y otras por una absoluta falta de pudor, modificaban a su antojo los textos que copiaban. En la literatura de carácter oral (valga el oxímoron etimológico) esas modificaciones son frecuentísimas. Es famosa la deformación de aquel romance donde Nerón contempla el incendio de Roma desde la roca Tarpeya que comienza: "Mira Nero de Tarpeya / a Roma como se ardía...", convertido luego en "Marinero de Tarpeya". Otro fenómeno muy común que propiciaba esas adulteraciones es el de la ultracorrección. Uno de los copistas de la Crónica de 1344, confunde el topónimo Viseo, ciudad portuguesa donde una parte de la tradición quiere colocar la penitencia y muerte del último rey godo, Don Rodrigo, con visco, pretérito perfecto simple, entonces en desuso, del verbo "vivir". Así, se dice que "fue hallado un sepulcro en visco"; pero como esta frase no tiene sentido, el copista posterior la arregla poniendo: "fué fallado un sepulcro en que visco", a raíz de la cual, se crea una variante donde se acepta que Rodrigo vivió sus últimos días de penitencia en su propio sepulcro y no en la cueva donde lo situaba la tradición.

Hay casos donde la crítica textual no tiene razón de ser. Por ejemplo, en la literatura de carácter oral. Tratar de reconstruir la primera versión de un romance popular o de un cantar de gesta no culto es desvirtuar la esencia misma del género, cuyo espíritu reside precisamente en esa vida en variantes que perpetúa la obra. Y, aunque lo que voy a afirmar roza el anatema, hay veces en que, con dolor agudo en mi conciencia, he pensado que la maravillosa edición monumental de Menéndez Pidal sobre el Cantar de Mio Cid, con su incuestionable mérito, sólo sirve para fijar un texto, el que hoy disponemos, de una obra que, por su propia naturaleza, no puede someterse a tal fijación. En ese mismo sentido pienso también en la reconstrucción del Cantar del cerco de Zamora que tan magistralmente realiza Carola Reig a partir de los indicios métricos de las crónicas.

Otras veces, y quiero ir acercándome ya al objetivo de este artículo, son los mismos autores de los textos los que complican la labor de la crítica textual. Un caso paradigmático puede ser el de Juan Ramón Jiménez. La continua depuración de su poesía para la consecución de lo que él llamó "poesía pura", llegó a ser obsesiva. Él mismo modificaba sus textos y sólo con la publicación de su poemario Leyenda, se ha conseguido mostrar la poesía completa del de Moguer tal y como él deseó que se publicara. Sin embargo, queda la duda metodológica de decidir si las variantes anteriores a las correcciones que el autor hace de su propia poesía deben ser tenidas en cuenta o no, más allá de la voluntad final del poeta.

Y el caso que nos ocupa ahora, que ya parece que estoy desmintiendo el título de este artículo; el caso de Valle Inclán. Si Juan Ramón Jiménez "aseó" su obra para elevarla a la desnudez de la poesía pura, el controvertido escritor gallego de la Generación del 98 hace lo propio pero con un fin estrictamente tipográfico, es decir, Valle modificó sus propios textos sólo para hacer que éstos se ajustasen a unos principios estéticos de carácter editorial, preocupados por el diseño. Veamos varios ejemplos.

Un texto con diálogos vulnera el aspecto compacto de lo que hoy llamaríamos "texto justificado", ya que el margen de la derecha quedaría desigual. Pues bien, Valle Inclán, elimina el diálogo y coloca toda la conversación en estilo indirecto. De este modo, completa los huecos de la derecha y compacta por ambos márgenes el texo.
Más ejemplos. Valle siempre colocaba al final de los capítulos de sus obras un grabado de cierre, que consistía generalmente en unas pequeñas flores estilizadas. Pero puede ocurrir que en la reimpresión de la obra, se haya cambiado el tipo y tamaño de letra o el tamaño de la caja y que, por tanto, no quepa el grabado de cierre. Solución: ampliar el texto para que ocupe una página más y colocar entonces el grabado, ahora sí, con espacio suficiente. Valle Inclán complicará más adelante estas problemáticas: se empeñará en que el grabado de cierre tenga la misma longitud de izquierda a derecha que la última línea de texto; de modo que si la última línea de texto se queda corta y no coincide en longitud con el grabado de cierre, Valle alarga la línea incorporando palabras que se avengan con la coherencia del texto pero que, al mismo tiempo cumpla la función estética que hemos mencionado.
Otra obsesión de Valle Inclán fue la de no dejar blancos en las planas. Modifica los textos originales para evitar líneas cortas y, si no hay más remedio, las rellena con adornos, ya sean las sangrías o los márgenes derechos; se consigue así lo que se llama un página mazorral.
Los comienzos de los capítulos solían empezar con letras capitulares, mayores que las del resto del texto. El primer problema que tiene Valle, editor de sus propias obras, es que hay letras capitulares que no posee por no haberlas fundido nunca, como es el caso de la "Y", la "I", la "J" o la "V". La solución es cambiar el inicio de los textos originales por palabras que no empezaran por las letras enumeradas más arriba. Podría haber fundido las letras que le faltaban pero quiso optimizar los gastos de la edición. Valle quiso, además, que no se repitieran con demasiada frecuencia las letras capitulares de los diferentes capítulos, de modo que cambió también algunos inicios para no hacerse estéticamente repetitivo. Otras veces, la línea inmediatamente inferior a la letra capitular era más corta que aquélla. Nuevos cambios subsanaban la dificultad.

Ejemplos como estos y otros muchos se suceden en todas las obras de Valle Inclán. Él mismo llegó a declarar que lo que modifico no tiene interés para los lectores. Y no es cosa mía... Depende de los tipógrafos. Cuando corrijo las galeradas me suelen advertir: faltan unas líneas, o que es línea corta o larga, o que sobran... y yo, por complacerles, hago las correcciones necesarias para que tipográficamente resulten bien los capítulos y finales. Y es verdad. Los cambios poco alteran el sentido último de las frases y al lector tanto le da. Pero pienso ahora en el escritor encorsetado por la tiranía tipográfica. Las modificaciones, por mínimas que estas fueran, ¿no harían mella en algún reducto escondido de la primigenia convicción creativa del autor? ¿Acaso un periodista a quien le limitan el número de caracteres en una de las páginas del periódico donde trabaja no reconoce, en su fuero interno, que "como estaba antes, estaba mejor. Qué lástima..." ? ¿Acaso el matiz de una palabra de más o de menos en un texto no produce en el creador una sensación de pequeña insatisfacción? Quien lo probó lo sabe, que diría Lope.
[La fotografía, así como parte de la información que he recogido aquí sobre la relación de Valle Inclán y la imprenta están extraídas del cuaderno informativo editado por la CAM, Valle Inclán y la imprenta. La estética editorial de la Generación del 98, publicación que responde a la organización por parte de la Casa Museo Azorín en Monóvar de una exposición sobre el tema y que concluyó el pasado 15 de noviembre]

miércoles, 11 de noviembre de 2009

21. Silencio, ha muerto Francisco Ayala

Ha muerto Francisco Ayala. Y esta frase, que enlutó la crónica cultural de ese triste 3 de noviembre, pronunciada con el paso de los días, se despoja ya de la urgencia que los medios de comunicación, instituciones y personalidades apremiadas por la imperiosa avidez informativa de un micrófono, imprimen al suceso. Se libera del redactor del periódico que jamás ha leído a Ayala y que se apresura profesionalmente a documentarse para enumerar los datos de su biografía y a cerrar el acta de defunción, eso sí, respetando la dictadura tipográfica, que la plana no da para más caracteres. Se zafa de los ripios laudatorios con pretensiones de originalidad, como aquel de José Luis Rodríguez Zapatero que agradecía los 103 años de sabiduría de nuestro escritor. Ayala que, en su constante humildad, siempre confesó estar cansado de escuchar su nombre por todos lados, le habría reprochado al presidente del Gobierno la afirmación de tan hiperbólico magisterio, hiperbólico al menos en lo cronológico, que no en la deuda que contraemos con el escritor granadino los que aquí quedamos. Y, sin embargo, yo no sé qué pudiera añadir en mi homenaje a lo que ya se ha ido diciendo estos días. Me queda el consuelo, en cambio, de escribir con reposo sobre Francisco Ayala pensando en Francisco Ayala, en el escritor, en el hombre y no en el obituario de rigor.

Porque la literatura reclama silencio, sosiego. El mismo que encontraba el Ayala bachiller en sus lecturas en soledad al amparo brujo de una Alhambra desértica en un momento en que, como dice Pablo García Baena, todavía estábamos libres del "siniestro carnaval turístico"; o más adelante, en sus años en Madrid, en la poco concurrida Biblioteca Nacional, filón inestimable para quien no podía permitirse la adquisición de libros. La misma cualidad del silencio que convirtió a Ayala en el observador paciente de los acontecimientos más relevantes del siglo XX, y que forjó su personalidad desde bien pronto. Así, asistió a los debates familiares derivados de la I Guerra Mundial de cuyo escenario España se mantuvo al margen, lo que no fue óbice para que los españoles tomaran partido por germanófilos o francófilos. Trasunto literario de este tema se encuentra en el relato "El tajo", incluido en La cabeza del cordero donde Pedrito se sentía también germanófilo y [...], a escondidas, por la calle y aun en el colegio mismo, ostentaba, prendido al pecho, ese preciado botón con los colores de la bandera alemana que tenía buen cuidado de guardarse en un bolsillo cada vez que de nuevo, el montón de libros bajo el brazo, entraba por las puertas de la casa. Sí; él era germanófilo furibundo, como la mayoría de los otros chicos, y en la mesa seguía con pasión los debates entre padre y abuelo, aplaudiendo en su fuero interno la dialéctica burlona de éste y lamentando la obcecación de aquél, a quien hubiera deseado ver convencido. Campo de cultivo ideológico que en España palpitaba latente para la ulterior desgracia patria y, de cuya expresión el joven Ayala no participó, atento siempre a la posición liberal de la familia de su madre. Y, entre el estruendo de las bombas que arrasaban Europa, las silenciosas y plácidas caricias de las yemas de los dedos sobre el papel de sus lecturas juveniles, auspiciadas por el entusiasta Braulio Tamayo, el profesor de Literatura de su instituto, que ya nunca olvidaría.

Luego vino el tiempo de Madrid (1922) adonde su familia se había trasladado un año antes. El aspecto urbanístico de la capital, tras apearse en Atocha, le produjo una gran decepción, con sus calles sórdidas y la triste homogeneidad de sus edificios. Allí escribe para la Gaceta literaria y luego para La Época, gracias a la ayuda del también granadino Melchor Fernández Almagro, reconocido crítico literario y periodista. Al mismo tiempo, ejerce de ayudante de la cátedra de Derecho Político y comienza a relacionarse con las figuras más importantes del panorama literario: Fernando de los Ríos forma parte de su tribunal de oposición y cuenta Ayala que fue aplaudido por aquél cuando, en la defensa de su tema, abandona los formalismos lingüísticos propios del examen; Ramón Gómez de la Serna, de quien Ayala se reconoce admirador del genio literario pero detractor de la persona, tras asistir, en su primera visita a la tertulia de Pombo, a la chanza que suscitaba un mendigo tullido al que llamaban Pirandello y a quien los tertulianos, con Gómez de la Serna a la cabeza, ofrecían unas monedas a cambio de reírse de las gracias de aquel. Francisco Ayala no volvió ya nunca a la tertulia tras aquella escena; Federico García Lorca, de cuyo primer recuerdo guarda Ayala la imagen del poeta sentado al piano de la pensión de la Calle Libertad (qué bonita paradoja), tocando "Los cuatro muleros"; Ortega y Gasset, a cuyo magisterio Ayala nunca se sometió y a quien desmitifica rechazando el dogma de fe que otros atribuyeron a su palabra; Jiménez Caballero, cuyo tipo humano le sorprendió por su vigor desmedido; o Luis Buñuel, con quien llegó a coincidir y que demuestra la olvidada relación de Ayala con el cine, a quien se le debe el primer libro sobre el séptimo arte en España (Indagación del cinema). Durante estos primeros años, Ayala juguetea, con las vanguardias pero pronto las abandona cuando intuye que ese juego poco puede aportar a la realidad que se avecina y que confirma tras su estancia en Berlín.

Efectivamente, al conseguir la Beca de la Junta para Ampliación de Estudios, Ayala se traslada a Berlín (1929-1934), lo que le permite observar el auge del nazismo y el fin de la República de Weimar. En su obra Erika ante el invierno, todavía impregnada de vanguardismo, ya se vislumbra un trasfondo social, que percibiera con acierto el hispanista alemán Walter Pabst como "reflejo del dolor desesperado que afligía por entonces el corazón de Europa". A propósito de esa crítica dice Ayala en el proemio de La cabeza del cordero: "Yo, en verdad, no me había propuesto reflejar eso, ni reflejar nada, sino acaso seguir tanteando en la dirección estética elegida; pero al considerarlo después, compruebo su razón y que, en efecto, mi permanencia en Berlín por los años 29 y 30 [...] infundió en mi ánimo la intuición [...] de las realidades tremendas que se incubaban, ante cuya perspectiva ¿qué sentido podía tener aquel jugueteo literario, estetizante y gratuito a que estábamos entregados? Poco después...". El invierno es la metáfora de la guerra en ciernes: Sólo un pequeño y tierno amor podría suavizar el invierno. Pero en el invierno todas las puertas están cerradas, todas las caras son hoscas; y si por acaso, durante un trayecto en el autobús, se han deshelado unos ojos y una boca se ha abierto para declarar: me llamo Hermann, todo esto no dura más que un momento... Ahora hay que vivir un mundo de penumbra, de oquedades, de interiores.

La II República española, tan pronto vino, se fue. Ayala conoció a Manuel Azaña en un café de Madrid y encarece de él el respeto con que su entorno lo percibía, aunque le reprocha la inflexibilidad de su dogma liberal. Por ese tiempo, el padre de Ayala es designado administrador de las Huelgas Reales de Burgos, cargo que no le servirá para evitar su detención cuando estalla la guerra civil. La contienda coge a Ayala en Argentina. Regresa a España para ponerse al servicio de la República y se aloja en Valencia, donde el gobierno republicano había instalado su sede. Poco más tarde, el padre de Ayala y también su hermano Rafael son fusilados por los sublevados. De nada sirven las gestiones de Vicente Ayala para que intercediera en el asunto el arzobispo de Burgos. Ayala evita siempre hablar de ese capítulo atroz en su vida porque "para algunas personas es un consuelo proclamar las desgracias que ha tenido en su familia pero yo prefiero callarme". Hablan, sin embargo, sus obras. En el estremecedor relato "Diálogo de los muertos", recogido en Los usurpadores dice, más bien grita, Ayala: No había nada por ninguna parte. Nada, sino silencio; un silencio húmedo que rezumaba, calaba hasta lo más hondo; un silencio que era la ausencia y el vacío de la atronadora refriega, ya pasada. No había nada, nada sobre la tierra... Bajo ella, muertos infinitos yacían en confusión, ahora casi tierra ya también ellos, y todavía lastimada humanidad, sin embargo; muertos preñados con el plomo de su muerte, muertos retorcidos en el horror de su martirio; muertos consumidos en la perfección absoluta de su hambre; muertos. Sepultados de cualquier modo, entre las raíces de los vegetales —entregados a esas garras ávidas, insaciables, vivificadas por la lluvia que había escurrido tan largamente por entre piedras y huesos. Y más adelante, refiriéndose a los verdugos: Creen vivir quizá, porque están de pie. Pero tienen corrompidas las raíces del ser.
Los que perpetraron la traición, cegados por la soberbia y poseídos por la furia del mando, están protegidos contra la pesadumbre de todo cargo de conciencia por la liviandad de sus cerebros que les consiente aceptar sin examen los endebles idearios (sarcasmo, a la dura luz de hoy) con que apresuradamente quisieron vestir y dar hechura a su fechoría. En cuanto a sus partidarios, el séquito lamentable de los cobardes, pobres de espíritu, crueles por miedo, por resentimiento, hasta por ramplonería, éstos, saciado con el terror su terror, se sentirán aliviados...
Francisco Ayala se exilia en Argentina, pasando antes por la Habana y brevemente por Chile, país de origen de su primera mujer, Etelvina Silva, que había conocido en Berlín. En Buenos Aires encuentra una de sus etapas más fructíferas literariamente: colabora con La Nación y con las revistas Realidad y Sur, esta última vendida clandestinamente en las librerías españolas. Además, traduce numerosos libros. Tiene contactos literarios con Aranguren y con Jorge Luis Borges. De éste último declara Ayala que fue una de las personas con quien mejor conectó en toda su vida. El peronismo le aleja de Argentina y da con él en Puerto Rico donde coincide con Pau Casals, Juan Ramón Jiménez o Pedro Salinas, de cuyo entierro se entera casi de casualidad. Sigue su estancia en Estados Unidos (Nueva York, Princeton, Chicago...) donde ejerce como profesor de diferentes universidades.

Su vuelta a España, tras unos primeros tanteos en los años 60, se produce tras la muerte del dictador. Porque, como le ocurría a uno de los personajes de su relato "El regreso" (La cabeza del cordero), quizás otros campos menos tiernos, otros mares menos oscuros y secretos, otros cielos menos suaves, otros aires menos frescos, finos y fragantes, críen corazones descastados. Pero de mí sé decir que, después de tantos años suspirando por mi tierra y abominando de la que pisaba, me resolví, al fin, en un rapto, a regresar. Fue un regreso discreto y jamás hizo exhibición de su exilio.

Lo mejor de su obra literaria está en sus relatos, próximos a la novela corta, recogidos en las ya mencionadas Los usurpadores, La cabeza del cordero o El jardín de las delicias. Su prosa es elegante a la par que enérgica, irónica unas veces, contundente y sin medias tintas otras; inteligente sin ser fría; lírica, sin ser ñoña ni victimista. Sus ensayos son de una lucidez y amenidad acorde con su capacidad para describir las cosas más profundas con las palabras más entendedoras

Francisco Ayala es el silencio. El de su Alhambra en las largas tardes de estío; el de la vacía Biblioteca Nacional; el de su contemplación del mundo para mejor entenderlo en medio del ruido de tres guerras; el silencio censor en su ausencia de la tertulia de Pombo porque no soporta las vejaciones infringidas al mendigo Pirandello; el del cine mudo que tanto admiró; el silencio acongojado del recuerdo de un paredón donde asesinaron a su padre y a su hermano para desaparecer en el silencio de una zanja anónima; el silencio combativo de su exilio en revistas ocultas en las trastiendas de las librerías; el silencio de su vuelta a España; el de su insuperable timidez; y el silencio de su muerte. Acallemos, pues, el rumor de las voces en medio de los fastos funerarios y rindámosle homenaje leyendo sus obras. En silencio.

domingo, 1 de noviembre de 2009

20. La marquesa de O

El pasado 30 de octubre de 2009, el telón del Teatro Principal de Alicante volvió a levantarse con motivo del estreno nacional de La marquesa de O, obra dirigida por Magüi Mira, actriz, directora y productora valenciana conocida por haber protagonizado, entre otras, La hija del aire, El taxidermista, Fedra, Fiesta barroca y Cartas de amor a Stalin. En 1976, esta historia fue llevada al cine por Éric Rohmer y recibió el Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes.

El drama nos traslada a una importante ciudad del norte de Italia en el momento en que ésta está siendo asediada por las tropas rusas. El padre de la marquesa Julieta es coronel y sufre un ataque directo en su mansión en el que ella cae en manos de un grupo de bárbaros que intentan propasarse con la joven. Su salvación viene de la mano de un conde ruso, del que ella se enamora. A raíz de dicho suceso, Julieta descubre que está en estado de buena esperanza, pero defiende a viva voz que ha permanecido pura y casta desde que falleciera su esposo hace un año. Se plantea, por tanto, un enigma. ¿Realmente está embarazada, de quién, cómo ha engendrado dicho fruto si no ha conocido varón?

Evidentemente, la historia no es una reformulación del famoso episodio bíblico puesto que la marquesa fue violada por el conde ruso cuando éste la rescató de sus perseguidores aprovechando un vahído de la joven. El conde, profundamente enamorado de Julieta y arrepentido por su indigna acción, solicita la mano de la joven pero la respuesta se dilata en el tiempo más de lo esperado. Cuando éste regresa tras solucionar unos asuntos en Nápoles, descubre que su enamorada ha anunciado en el periódico que sin su conocimiento se halla encinta y que solicita que el padre de la criatura se persone en su casa el día 3 a las 12 del mediodía para acordar el matrimonio. Ante tamaño escándalo público, los padres de la marquesa reniegan de ella y la obligan a vivir encerrada en sus aposentos, pues no pueden aceptar que su hija haya osado mancillar la honra de su familia y que se niegue a revelar quién es el padre. Finalmente, el coronel y su esposa creen a la joven y aceptan al futuro retoño que crece en sus entrañas, mas Julieta está decidida a casarse para que su hijo tenga una verdadera familia. Lo que nunca imaginaría la marquesa es que el hombre que acudiría a la cita del día 3 es el conde del que estaba enamorada. Decepcionada, se celebra el enlace pero su esposo es obligado a renunciar a sus derechos como cónyuge.

El elenco de actores está formado por Amaia Salamanca, Josep Linuesa, Juan José Otegui y Tina Sáinz. En líneas generales, todos hacen una buena interpretación de sus personajes. Así, Salamanca lejos de decepcionar demuestra que tiene aptitudes para las tablas y que es capaz de conjugar en sus registros dramáticos la candidez de una joven enamorada con la rotundidad con la que defiende su inocencia y su decisión de encontrar al padre de su hijo; Linuesa encarna perfectamente al prototipo de enamorado romántico invadido por un amor irrefrenable; Sáinz, genial, como siempre y Otegui que combina perfectamente la seriedad propia de un coronel y el dolor de un padre defraudado con toques de humor. El veterano actor (Oviedo, 1936) ha declarado que abandona los escenarios. Se retira con su "vocación intacta" pero decidido a disfrutar de su familia a sus 73 años. Sin duda, ésta es una única oportunidad para disfrutar del buen hacer de este premiado actor que ha trabajado con directores de renombre como Marsillach, José Luis Alonso, Pedro Almodóvar, Fernando Fernán Gómez, Miguel Narros y Vicente Aranda, entre otros.

Por otra parte, la fuente originaria de este drama es el homónimo cuento romántico escrito en 1804 por Heinrich von Kleist (1777-1811), una de las máximas figuras del Romanticismo alemán. Durante su vida no conoció el éxito de sus obras. Habría que esperar al siglo XX para que éstas adquirieran la consideración de clásicas. El escritor tuvo una agitada vida (participación en el ejército prusiano en 1792, encarcelamiento por ser considerado un espía por los franceses, director de periódicos de vida efímera por sus tintes antifranceses...) que culminó con su suicidio. Una andadura vital, por tanto, que cumple los cánones románticos por excelencia y que tendría como broche final dos disparos que acabaron con su vida y con la de su gravemente enferma compañera, Adolfine Vogel, y un verso como epitafio de su tumba: "Ahora, ¡oh, inmortalidad!, eres toda mía".
En definitiva, La marquesa de O pone en escena la valentía de una mujer capaz de luchar contra los convencionalismos propios de su época, sin miedo al qué dirán y con la conciencia tranquila al defender su inocencia en una sociedad conservadora y amiga de las falsas apariencias; rasgos de los que son paradigma sus propios padres - personajes que bien pudieran haber sido trazados por la pluma, siempre preocupada por el honor y la honra, de Lope o Calderón -. Ahora bien, por encima de todo acabará triunfando el amor, fuerza regeneradora y totalizadora que hará posible el típico final de los personajes de cuentos: " vivieron felices y comieron perdices".

lunes, 26 de octubre de 2009

19. El año que rompí contigo

En 2003 vio la luz El año que rompí contigo de Jorge Eduardo Benavides, una novela que presenta la andadura vital de cuatro jóvenes amigos que viven en el famoso balneario de Miraflores, conocido por su fama de barrio tranquilo y acomodado: Aníbal, taxista en sus ratos libres y ayudante de cátedra en la universidad; María Fajís cuya pasión es la pintura; Chata y Mauricio, periodista radiofónico.
La acción se desarrolla en Lima- "capital mundial de la desesperanza" como la llama Benavides- en el año 90, momento clave en la historia del Perú pues a través de los acontecimientos cotidianos de los personajes se pone de manifiesto la agitada situación que se vivió antes de la llegada al poder de Fujimori. Por tanto, los protagonistas son testigos de los últimos coletazos del gobierno de Alan García, unos años que fueron ciertamente inestables. Buena muestra de ello da el escritor en sus páginas a través de estos jóvenes que intentan vivir al margen de la cruda realidad ("ya me fastidia tener que escucharos especulando con el Perú o los Perúes, me da igual, y no mover ni un solo dedo. Ni para un lado ni para el otro"), pero que poco a poco toman conciencia de la problemática de su país. Así, se presenta una sociedad limeña marcada por el miedo, las huelgas, los atentados y la inseguridad que se vivía en el país a causa de la acción del grupo terrorista Sendero Luminoso, marbete procedente de una máxima que escribió José Carlos Mariátegui-fundador de la revista Amauta- en un periódico de su partido (Partido Comunista del Perú): "El marxismo-leninismo abrirá el sendero luminoso hacia la revolución", una revolución que se considera que se debe efectuar desde el campo hacia la ciudad y que trajo consigo la escalofriante cifra de más de 30 mil muertos. Asimismo, se alude en esta obra a la acción del MRTA (Movimiento Revolucionario Túpac Amaru), organización inspirada en las guerrillas de izquierdas de otros países.
Como ya se ha apuntado, los protagonistas intentan vivir al margen de esta cruda realidad pues se sienten protegidos en su burbuja mirafloriana - si bien les preocupa la "cholificación del país"- mas paulatinamente sienten cómo esa realidad se instala en sus vidas y pasan a ser testigos de primera mano de la decadencia de su nación: "el espectáculo del Perú hundiéndose como un nenúfar en sus propias miasmas era algo cotidiano, todo el mundo lo sabe, pero desde hacía un tiempo ya ni siquiera resultaba necesario salir de Miraflores para asistir a las diarias exequias de una nación sin remedio".
Dos son los momentos clave que llevan consigo la toma de conciencia por parte de los personajes de la tremenda situación del Perú. En primer lugar, se produce un atentado con coche bomba en una de las calles del citado balneario (en 1992 sucedió en la calle Tarata) del que María Fajís salió ilesa pero que supuso que Aníbal y ella vieran de cerca la cara de la muerte. En segundo lugar, Mauricio recibe en la radio en la que trabaja una amenaza en forma de carta del MRTA y un libro en el que se exponen los principios de dicho movimiento. Vive, por tanto, bajo la atenta mirada de los terroristas que intentan coaccionar su libertad de expresión en un momento muy próximo a las elecciones que darían la victoria a Fujimori.
A partir de este momento, la vida de los cuatro amigos se dificulta en perfecto paralelismo con la situación del país. Son testigos de cómo en "Lima. Putísima, horripilante, asquerosa Lima. Amada Lima" la matrícula de la universidad se encarece, el alquiler de sus apartamentos sube, hay falta de trabajo, aumenta la inseguridad en las calles y la universidad se politiza con debates constantes ante los próximos comicios. Una situación decadente ésta que llega a contaminar la relación de pareja de Aníbal y María Fajís, quienes se acaban convirtiendo en auténticos desconocidos que buscan consuelo en otros brazos. Su relación se rompe, del mismo modo que se está resquebrajando el país y Aníbal se entrega a una desconocida pues quiere obviar los avatares nefastos que azotan su vida privada y pública. Ahora bien, en su huida personal elegirá a compañeros poco aconsejables sin saberlo y vivirá, a causa de su ignorancia, en sus propias carnes el dolor de la equivocación, del engaño, de la soledad y de los interrogatorios policiales. Y es que su alejamiento de María Fajís supondrá su acercamiento más rotundo a esa realidad que obviaba al principio de la novela.
En definitiva, Jorge Eduardo Benavides presenta una interesante reflexión sobre un momento tan importante de la historia del Perú como fueron los momentos previos a la victoria de Fujimori. Son muchas las ocasiones en que se explica al lector cómo ya desde la Colonia en el Perú se subordinó la cultura indígena a la extranjera y cómo esa situación no ha mejorado sino que tradicionalmente se ha considerado a los indios como mano de obra barata. La democracia también les dio de lado y fruto de esta realidad es el momento que refleja Benavides en su novela. Ante esta situación, los personajes intentan encaminar sus vidas hacia adelante mas son muchas las ocasiones en que se interrogan "¿adelante es hacia dónde?" pues están atrapados en un dédalo de miedo, atentados e inseguridad. Leer esta novela me trajo a la mente imágenes de la amenaza terrorista que azota también a nuestro país pues aquí, lamentablemente, conocemos bien lo que es el terror, la muerte injusta y la coacción de la libertad de expresión. Ojalá no hubiera podido hacer esta asociación entre España y Perú y que ambos países no aparecieran hermanados en mi mente por el sinsentido del terrorismo. Ojalá llegue el día en que todos los países y naciones del mundo caminen con paso firme hacia la igualdad, la justicia, la verdadera democracia y la paz sin dudar hacia dónde es adelante.

martes, 13 de octubre de 2009

18. "Ágora" y la Biblioteca de Alejandría

El estreno de la película, Ágora, de Alejandro Amenábar, ha aventado las olvidadas cenizas de la legendaria Biblioteca de Alejandría. El esquema argumental de la cinta es básicamente histórico aunque, como veremos más adelante, el director se permita algunas licencias. Ágora se centra en torno a la figura de Hipatia, personaje que vivió realmente a caballo entre los siglos IV y V de nuestra era, matemática, astrónoma y filósofa, e hija de Teón, director de la Biblioteca en aquel tiempo. En vida de Hipatia, la Biblioteca hacía ya cerca de 600 años que existía, desde que el primero de los Tolomeos la fundara y Demetrio de Falero, antiguo general de Alejandro Magno, impulsara la importación de libros. Les siguió Zenodoto de Éfeso, primer director de la Biblioteca, que fue primero también en elaborar una edición crítica de Homero. A partir de ese momento, la nómina de eruditos que trabajaron para el Museo (como también se le llamaba a la Biblioteca por considerarse templo de las Musas) no hizo más que aumentar: matemáticos como Euclides; astrónomos como Aristarco de Samos, tan presente en la película de Amenábar, que se anticipó en más de 18 siglos a las teorías de Copérnico sobre la rotación de la Tierra y su movimiento alrededor del Sol; médicos como Herófilo y Galeno, este último referencia indiscutible hasta el siglo XVII; literatos como Calímaco, Apolonio de Rodas, el creador de Las argonáuticas o Aristarco de Samotracia, autor de un Canon alejandrino, que clasifica las mejores obras literarias griegas; físicos como Arquímedes; geógrafos como Estrabón; filósofos como nuestro Séneca; exégetas bíblicos como Filón (no olvidemos que en la Biblioteca de Alejandría se tradujo al griego la Biblia, conocida como la Biblia de los Setenta, aunque parece que fueron 72 los traductores de tan magna empresa) y sabios inclasificables por la vastedad de su saber como Eratóstenes de Cirene o Claudio Tolomeo. Por nombrar sólo a unos pocos.

Con estos antecedentes, Hipatia era, pues, heredera no sólo de un enorme legado científico (se dice que la Biblioteca albergaba en sus anaqueles más de 50.000 libros en tan solo dos años de vida, ¡imaginemos el fondo bibliográfico en tiempos de nuestra heroína!) sino, sobre todo, depositaria de un ferviente amor hacia el conocimiento, acentuado por el cargo de su padre. Así nos la pinta Amenábar en su película, una mujer entusiasta de sus investigaciones, a veces absolutamente ensimisada en ellas, que vive con pasión cada nuevo hallazgo y transmite su ciencia a los alumnos con contagiable agitación espiritual. Parece que las enseñanzas de Hipatia no se produjeron en el Museo, como nos muestra la película. Las diferentes fuentes apuntan a un magisterio callejero, itinerante o bien en su propia casa. Lo que sí es cierto es que entre sus discípulos contó con muchos que después medrarían en política y que alcanzarían cargos relevantes. Es el caso de Orestes, a la postre pretor de Roma en Alejandría o de Sinesio, que alcanzó el obispado de Cirene, tras convertirse al cristianismo. La anécdota presente en la película del pañuelo teñido con la menstruación de Hipatia para alejar a su pretendiente, el todavía alumno Orestes, parece cierta pero no lo es tanto el destinatario del pañuelo. Hipatia estuvo realmente casada con el filósofo Isidoro, aunque se dice que la inclinación homosexual de éste dejó a Hipatia virgen; otra fuentes cuentan que fue Sinesio el pretendiente y no Orestes. De hecho, de Sinesio se conservan algunos documentos que demuestran una relación epistolar con Hipatia. También es dudosa la atribución a Hipatia en la película del descubrimiento de la forma elipsoidal de la órbita terrestre, aunque la nula conservación de sus obras, así como su estudio de los antiguos astrónomos, deja abierta esa posibilidad a los románticos.

Por lo demás, la película es un testimonio fidedigno de la intransigencia que azotó a Alejandría en aquellos tiempos. La llegada al poder de Teodosio en Constantinopla supone, mediante el Edicto de Tesalónica del año 380, la oficialización del catolicismo. Este impulso, junto con la radicalidad de los patriarcados de Teófilo y de su sobrino Cirilo, hicieron olvidar a los cristianos su antigua condición de mártires y ahora son éstos quienes persiguen y aniquilan primero a los paganos y después a los judíos, tras siglos de armónica convivencia en Alejandría. La Biblioteca y, con ella, Hipatia serán también víctimas. Siglos de conocimiento recopilados pacientemente en millares de papiros son destruidos por ser considerados heréticos en nombre de una única verdad. La película está empapada de un profundo escepticismo en los hombres y en los dioses. Son numerosos los planos de la Tierra, solitaria, desde donde se oye el rumor lejano de la humanidad enfrentada por una verdad que ni ella misma conoce, mientras el universo infinito es testigo mudo del desvarío del planeta. También Hipatia hace referencia, en algún momento, a que la Tierra es un planeta errante. Más allá del tecnicismo astronómico, el término es muy connotativo. De profundo lirismo es la última visión de Hipatia y tremendamente efectistas las circunstancias de su muerte prematura, en plena juventud, aunque sabemos que la sabia murió bastante más mayor.

Nadie sabe cómo desapareció la Biblioteca de Alejandría. Algunos afirman que fue incendiada por Julio César, otros aseguran que fue Teodosio, aquellos que el califa Omar. Tanto da. El verdadero drama no reside en el quién si no en el porqué. La turba que lapidó a Hipatia o que quemó el Museo lo hizo conminada por un líder que, ávido de perpetuar su poder, manipuló la mente de las gentes, aprovechando su ignorancia. Por eso el saber nos hace libres. La ciencia amaniata al déspota y democratiza a los hombres. La figura de Hipatia, auténtica mártir de la ciencia, debería ser un ejemplo en un tiempo, el nuestro, donde languidece la curiosidad y el ansias de conocer y donde el adocenamiento marca las directrices que convienen a unos pocos. Ojalá que el único fuego que arda en adelante sea el del Faro de Alejandría y que éste ilumine nuestro regreso a su eterna, nunca destruida Biblioteca.

lunes, 5 de octubre de 2009

17. Días de vino y rosas

Tras doce semanas en el teatro Lara de Madrid, ha comenzado la gira por España de Días de vino y rosas, adaptación teatral de la oscarizada película dirigida por Blake Edwards y protagonizada por Jack Lemmon y Lee Remick que, a su vez, se basó en una obra teatral filmada para la televisión americana.

La encargada de resucitar en las tablas españolas la citada producción es Tamzid Townsend, quien ha elegido a Carmelo Gómez y Silvia Abascal para encarnar a Luis y Sandra; aquél, un habilidoso relaciones públicas que en Nueva York se encargará de gestionar la proyección mediática a nivel mundial de un jugador español de la NBA y ésta, una funcionaria hastiada que ha decidido tomarse un año sabático para disfrutar de una nueva vida en la Gran Manzana. Ambos se conocen en el aeropuerto y ya en su primer encuentro surge una complicidad especial que desembocará en una bonita historia de amor.

La pareja consolida su relación y poco a poco va construyendo ese paraíso por el que suele brindar a menudo: "¡Juntos hasta en el paraíso!". No obstante, esta felicidad se verá truncada por una fuerza mucho más potente que el amor que se profesan y que el hijo que tienen en común: la adicción al alcohol de Luis y que Sandra también acabará padeciendo a pesar de su abstemia inicial. Por tanto, la acción del drama gira en torno a la problemática del alcoholismo a modo casi de ensayo pues se analizan y se muestran al público cuáles son los posibles desencadenantes de esta enfermedad y cuáles sus funestas consecuencias. Así, asistimos al progresivo declive de los protagonistas que ven cómo su afición a tomar copas como un mero acto de relación social, como un modo de celebrar sus éxitos, se va convirtiendo en el eje que vertebra sus vidas, en el motivo de su existencia puesto que no conciben el día a día sin una copa en la mano.

Paulatinamente, el paraíso por el que antaño brindaban se transforma en un verdadero infierno que destruirá sus vidas: los compromisos profesionales, sus amistades y, lo que es más importante, su hijo Pablo pasarán a un segundo plano ya que lo fundamental para la pareja será disfrutar de interminables noches de desfase alcohólico.

En cuanto a la interpretación, confieso que el tándem Gómez-Abascal me sorprendió gratamente. Es indudable la valía profesional de ambos, mas juntos forman un dúo que se complementa a la perfección. Son capaces de mostrar al público la evolución psicológica que Luis y Sandra experimentan a lo largo del drama sin sobreactuar cuando aparecen en escena ebrios, sino que dotan de la intensidad necesaria a cada escena sin rozar lo ridículo o la pantomima. Reside en los actores, pues, el éxito de la obra ya que un texto como Días de vino y rosas bien pudiera haber sido un fracaso con intérpretes sobreactuados y sin fuerza escénica. Siempre es un riesgo representar una pieza con un elenco tan reducido pero, en este caso, la "reina Midas del teatro español" - como un conocido periódico de tirada nacional bautizó a Tamzin Townsend- ha acertado en su elección. Dejando en un segundo plano el andamiaje teatral, la directora opta por la sencillez escénica a favor de la carga interpretativa de los actores, quienes son capaces de crear un microclima especial que envuelve al espectador y lo involucra en la historia desde el primer minuto.

Otro acierto destacable de la puesta en escena es la selección musical. La archiconocida canción de Louis Armstrong que habla del "wonderful world" se convierte en la banda sonora de la relación de los personajes, pero a medida que avanza la acción ésta se deforma del mismo modo que Luis y Sandra se van perdiendo en el abismo del alcohol y construyen así un "horrible world" en el que una voz deformada, entrecortada y desafinada de un desconocido Armstrong ambienta sus noches de desenfreno.
En definitiva, varios son los ingredientes que se combinan en esta representación que contribuyen al éxito del cóctel pero sobre todos ellos destacan, por una parte, la buena interpretación de los actores, quienes han sido capaces de plasmar de modo muy verosímil el infierno en que viven las personas alcohólicas; y por otra, la acertada dirección de Tamzin Townsend que consigue no dejar indiferente al espectador pues, me atrevo a asegurar, muchos salieron del Teatro Principal con hambre de rosas mas sin sed de vino.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

16. Buscando a Polifemo

Un profesor de literatura debe explicar a sus alumnos de Bachillerato el Polifemo de Góngora. El profesor repasa en su casa el poema en cuestión y paseando por las octavas reales del genial cordobés se detiene en un pasaje oscuro, controvertido, de difícil interpretación. Acuciado por las dudas, decide acudir a los especialistas en la materia; pero entre los libros que colman sus estanterías no dispone de ningún estudio ni de ninguna buena edición del Polifemo. Es un poco tarde para ir a la biblioteca pública de su ciudad porque cierran a las ocho; las librerías también cierran a esa hora. Dispone tan sólo de veinte minutos para coger el coche y plantarse en la capital. Y ahí tenemos a nuestro profesor, como otro Ulises que dirigiera su cóncava nave hacia las costas de los Campos Flegreos en busca de la isla ciclópea. La ciudad le recibe engalanada porque celebra su fiesta mayor y, aunque el paseo es tentador, Ulises tiene un objetivo y sabe bien que debe evitar el canto de las sirenas. Por fin llega a una de las principales librerías de la ciudad. "Busco el Polifemo, de Góngora", dice el profesor entre jadeos. "¿El qué?", responde el librero. "El Po-li-fe-mo", silabea el profesor. Está pensando en silabear también el nombre de Góngora pero aparta de su mente esa idea más por respeto a Góngora que al librero. El vendedor de hojas encuadernadas con tapas bonitas, que eso es en lo que ahora se ha convertido el librero para nuestro Ulises, busca en su ordenador y dice no tener nada. El profesor está seguro de haber visto en el catálogo de la página web de la librería la disponibilidad de un ejemplar de Jose María Micó. El vendedor de hojas encuadernadas con tapas bonitas le da la razón pero dice que está descatalogado por ser muy antiguo. La edición de Península es del 2001. Al profesor ya no se le ocurre preguntar por la edición de Dámaso Alonso, ese crítico de la Generación del 27, trasnochado, que sólo dedicó unos cuarenta años de su vida al estudio del autor de las Soledades. Es curioso. Desde que sus padres le regalaron un bono para gastarlo en libros en esta librería aún no ha logrado comprar nada. Se dirige nuestro héroe ahora a la biblioteca pública. Allí existe una edición de Dámaso Alonso pero está en el depósito, una especie de cuartucho con material excedente. Acuérdese el lector que Dámaso Alonso apenas es importante y, por ende, no necesita estar colocado en las estanterías de acceso público. "Lo siento, señor, pero vamos a cerrar y para pedir los libros del depósito se debe rellenar este formulario con veinte minutos de antelación antes del cierre de la biblioteca". El profesor conoce las normas y el dichoso formulario porque es asiduo y porque es experto en rescatar libros del depósito. Pide, no obstante, que se haga una excepción esta vez, ya que al día siguiente la biblioteca estará cerrada porque es el día de la patrona. "Es imposible", replica la bibliotecaria. "Pero yo he estado aquí otras veces y no tarda usted ni cinco minutos en buscarme el libro. ¿Qué le cuesta?" "No puede ser", responde la señora encargada de ordenar libros en las estanterías, que en eso es en lo que se ha convertido ahora la bibliotecaria para nuestro profesor. Abandona la biblioteca ya sin esperanza y con la ira reflejada en su rostro. Busca la otra librería de la ciudad y, cuando llega, el empleado se afana en cerrar la persiana, ansioso porque se pierde ya el desfile de cabezudos. La Facultad de Letras no es una opción. El profesor es ya un antiguo estudiante, pagó religiosamente sus matrículas durante siete años. Ya no tiene derecho ni a carné de antiguo estudiante. Si le pide el favor a algún amigo que aún estudia, seguro que se encuentra con la frustración de no poder sacar el libro porque es sólo de consulta. Nadie se ha preocupado de adquirir una copia más.

Este es el panorama. En Tarragona los libreros ya no entienden de libros. No todo el mundo tiene la obligación de conocer el Polifemo y hasta ni siquiera de conocer a Góngora, aunque esto último es deseable. Pero quizá un librero sí debiera conocerlo. ¿Dónde está al viejo librero que recomienda y asesora? ¿Dónde el librero que lee libros? ¿Dónde, sobre todo, el librero que los ama? ¿Hay algo más paradójico y absurdo que una bibliotecaria que no accede a prestar un libro? Es negar la esencia misma de su oficio. ¡Qué más da el maldito formulario! Una persona te está pidiendo un libro. ¿Hará lo mismo cuando, en lugar del profesor, sea el joven adolescente quien lo pida? ¿Ese es el modelo, la actitud, la facilidad para dar acceso a las personas a la cultura? ¿Se concibe que un comercio pueda cerrar a las ocho? ¿O que una universidad desprecie a sus antiguos alumnos como lo hace la de Tarragona? ¿Es posible que una de las figuras señeras de la Generación del 27 esté congelada en el depósito de cadáveres bibliográficos? ¿Es de recibo que un libro del 2001 se considere antiguo y descatalogado? ¿Que una librería casi nunca tenga lo que se le reclama?

Mientras la situación sea la que es, Tarragona nunca dejará de quitarse el lastre de ser la periferia acomplejada de Barcelona. Si Tarragona quiere competir en servicios culturales con los de su vecina rica debe empezar a cuidar primero estos detalles. Entretanto, en la foto, Polifemo espera al profesor, como si esperara a la mismísima Galatea.

domingo, 6 de septiembre de 2009

15. La amigdalitis de Tarzán


En 1999 Alfredo Bryce Echenique dio vida a un Tarzán remozado, algo diferente al de Edgar Rice Burroughs pues es una Tarzán llamada Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes cuya andadura vital se desarrolla en una jungla, pero de asfalto. Como el genuino, Fernanda es una mujer que ha sabido sobrevivir a todo tipo de adversidades -personales y sociales- por lo que es fuerte y astuta mas, en ocasiones, sufre de amigdalitis y se queda "sin grito ni voz". Por tanto, a finales del siglo XX renació una nueva Tarzán que, si bien no es tan conocida como el de 1914, merece ser tenida en cuenta.
Con un título tan sugerente como La amigdalitis de Tarzán, el autor limeño presenta al lector una entrañable historia de amor entre Juan Manuel del Carpio y Fernanda María que sigue viva gracias al intercambio epistolar que ambos mantienen. Se trata de personajes marcados por su movilidad espacial y su consiguiente separación física; de hecho, son muy escasas las ocasiones en las que logran estar juntos desde que se separan por primera vez en París a causa de lo que Bryce Echenique denomina Estimated time of arrival (ETA), causante de que los enamorados se caractericen por "nunca haber sabido estar en el lugar apropiado ni mucho menos en el momento debido". Son las misivas que se han escrito a lo largo de los años las que han dado forma a una historia de amor plagada de saltos en el tiempo. Fernanda y Juan Manuel bien podrían ser los nuevos protagonistas de una tragedia griega a la limeña pues nunca dejan de amarse a pesar de estar marcados por el ETA que dificulta sus encuentros, por un destino caprichoso que los une y los separa constantemente haciendo de ellos juguetes del destino.
Ahora bien, el cariz trágico de la historia está aderezado con el humor del autor. Así, aparece en la novela un humor anecdótico que ayuda a reflejar la realidad de la vida cotidiana, una realidad en la que conviven los momentos más dramáticos con otros distendidos y humorísticos. Gracias a esta combinación, Bryce Echenique deja en el lector un sabor agridulce pues éste se enfrenta a la lectura de una historia hasta cierto punto trágica en la que los toques de humor restan dramatismo al relato.
Por otra parte, la acción se enmarca en un contexto político y social efervescente que condiciona también la unión y/o separación de los protagonistas. De modo que de la mano de este limeño el lector pasea por el París en el que vivieron los escritores del llamado Boom latinoamericano y conoce la situación política vivida en Chile y San Salvador a partir de los años 70. Y es que, como suele ser habitual en las novelas latinoamericanas, Bryce Echenique encuadra el argumento de su obra en un contexto político adverso y difícil que condiciona la vida de los personajes. En este caso es Fernanda quien habrá de exiliarse en varias ocasiones. Representa, por tanto, al prototipo de ciudadano latinoamericano que ha visto cómo su vida quedaba marcada por el fantasma del exilio a causa de fanatismos absurdos y dictadores sin escrúpulos. De este modo, el lector puede conocer la Historia de estos países a través de la intrahistoria personal de Fernanda y Juan Manuel.
Quizás, esta novela no sea la mejor del autor limeño mas me atrevo a afirmar que Bryce Echenique ha logrado hilvanar una historia cautivadora que hace que el lector se identifique con los personajes y los avatares que viven a lo largo de los años. En los tiempos que corren en los que priman la caducidad y el pragmatismo, es agradable leer una historia de amor duradero más allá del espacio y del tiempo. Fernanda y Juan Manuel se erigen en modelos del amor de antaño, de ése que se mantenía vivo mediante cartas que eran cuidadas como pequeños tesoros concebidos como caricias en forma de letra manuscrita. En definitiva, esta novela bien pudiera ser la versión extendida de una conocida canción que decía "hay gente a la que no consigues olvidar, no importa el tiempo que eso dure" para la que Alfredo Bryce Echenique parece haber creado a dos personajes a los que podemos conocer mediante la lectura de su peculiar historia de amor marcada por la distancia y el desencuentro.

martes, 18 de agosto de 2009

14. Larra y Mérida

Cuando, en 1835, Larra visita Mérida, el panorama que describe de la otrora segunda ciudad del Imperio romano no puede ser más desolador:
La caída del Imperio, las irrupciones de los vándalos y de los godos, la dominación de árabes, han pasado como un trillo sobre la frente de Mérida, y no han sido bastantes a allanar y nivelar su suelo, incrustado de colosales bellezas romanas. Las habitaciones han desaparecido carcomidas por el tiempo; pero las altas ruinas al desplomarse han desigualado la llanura, y han formado, reducidas a polvo, un segundo suelo artificial y enteramente humano sobre el suelo primitivo de la naturaleza. Se puede asegurar que no hay una piedra en Mérida que no haya formado parte de una habitación romana; nada más común que ver en una pared de una choza del siglo XIX un fragmento de mármol o de piedra, labrado, de un palacio del siglo I. Zaguanes hemos visto empedrados con lápidas y losas sepulcrales, y un labrador, creyendo pisar la tierra, huella todos los días con su rústica suela el «aquí yace» de un procónsul, o la advocación de un dios. Trozos de jaspe de un trabajo verdaderamente romano no tienen aquí otro museo que una cuadra, y sirven de pesebre al bruto que acaban de desuncir del arado. Diariamente el azadón de un extremeño tropieza en su camino con los manes de un héroe, y es común allí el hallazgo de una urna cineraria, o de un tesoro numismático, coetáneo de los emperadores. Lo que es más asombroso, gran número de cosecheros se sirven aún en sus bodegas de las mismas tinajas romanas, que se conservan empotradas en sus suelos, y cuyo barro duradero, impuesto de tres capas diferentes superpuestas y admirablemente unidas, parece desafiar todavía el tiempo por más siglos de los que lleva vividos. Las vasijas mismas que se construyen en el país tienen una forma elegante, y participan de un carácter respetable de antigüedad que difícilmente puede ocultarse a la perspicacia de un arqueólogo.
Una vez en Mérida, y rodeado de ruinas, la imaginación cree percibir el ruido de la gran ciudad, el son confuso de las armas, el «hervir vividor» de la inmensa población romana. ¡Error! Un silencio sepulcral y respetuoso no es interrumpido siquiera por el «aquí fue» del hombre reflexivo y meditador.

Escribe Larra estas palabras en uno de sus artículos de viajes, publicados en la Revista Mensajero. El gran analista de la sociedad matritense abandona la capital, que ya le ahoga (no quepo en el teatro; no quepo en el café; no quepo en los empleos; todo está lleno; todo obstruido, refugiado, escondido, empotrado en un rincón de la Revista Española... J’étouffe. ¡Fuera, pues, de Madrid! ) y decide atravesar Castilla, esa infeliz mendiga [que] despliega a los ojos del pasajero su falda raída y agujereada en ademán de pedirle con qué cubrir sus macilentas y desnudas carnes. Una vez en Mérida se hace con un cicerone, una verdadera ruina, no tan bien conservada como las romanas. Éste le guía por entre los vestigios emeritenses y pronto se descubre su ignorancia hacia el patrimonio autóctono: confunde el anfiteatro con una plaza de toros, la naumaquia son unos baños árabes y asegura que antes de los romanos, ya habitaban Mérida los godos y los moros. Larra, con su habitual ironía, asiente con melancólica guasa a los absurdos de su peculiar guía y junto a él recorre el puente romano, el acueducto, el anfiteatro (que Larra llama "circo"), el circo (que Larra llama "hipódromo"), los restos del teatro (que Larra llama "anfiteatro"), las calzadas romanas, el arco de Trajano, la capilla de Santa Olalla, el templo de Diana y el conventual. Todo en las descripciones que Larra hace de lo que observa denota la honda tristeza que le produce testificar la desidia, la dejadez a la que han sido abandonados los tesoros arqueológicos de la ciudad extremeña. Cuenta Larra la anécdota de un labrador que, cavando en su corral, encuentra un precioso mosaico perteneciente a una antigua domus romana; y que notificado el hallazgo al Gobierno y demorándose tanto las diligencias (el famoso "vuelva usted mañana" de la burocracia española), ha quedado a la intemperie el pavimento descubierto hasta la presente [y] el polvo, el agua llovediza y el desmoronamiento de la tierra circunstante echan a perder diariamente el peregrino hallazgo, lleno ya de quebraduras y lagunas; sin embargo, bastaría una cantidad muy pequeña para construir un cobertizo y comprar la choza, ya que no fuese para continuar la excavación.

Qué diferente esa Mérida anémica, consumida entre las ruinas de la que nos habla Larra, de la Mérida de nuestros días, tan entregada a su patrimonio, tan viva. Larra apenas reconocía el circo por la presencia de la meta; hoy se respeta su arena de 440 x 115 metros de planta y se ha recuperado la spina, las carceres, la porta pompae y parte del graderío. Del teatro Larra dice lacónicamente que está peor conservado. Hoy es, como dijo Menéndez Pidal, director de su reconstrucción desde 1964, príncipe entre los monumentos emeritenses. Larra, que no llegó a conocer la excavación del teatro, iniciada en 1910, quizás sólo pudiera contemplar las legendarias Siete Sillas, parte superior del graderío de un teatro soterrado durante siglos. Hoy está completamente habilitado y en ese magnífico marco presidido por Ceres, se organiza el famoso Festival de Teatro Clásico, que este verano cumple su 55 aniversario y por el que han pasado grandísimos artistas, desde el primer certamen en 1933 en que Margarita Xirgu interpretaba a Medea en la versión de Miguel de Unamuno. Los museos no son ya las cuadras de marras, sino edificios que albergan en su seno riquísimas muestras de su historia. Así, el Museo Nacional de Arte Romano y el Museo Visigodo. Y los cicerones no son unos hombres que viven entre sus ruinas tan ignorantes de ellas como los búhos y vencejos que en su compañía las habitan, sino ciudadanos orgullosos de su ciudad, comprometidos con el legado del que son depositarios. Las oficinas de turismo se vuelcan en la promoción e información que el turista curioso necesita; las tiendas nos emborrachan con cráteras romanas y nos alumbran la imaginación con la luz de sus lucernas. Larra se deja en su descripción innumerables monumentos. No es este el lugar de repasarlos todos. Quien lo desee puede repetir el viaje de Larra pero, a buen seguro, ya no volverá a su casa, como él, lleno de aquella impresión sublime y melancólica que deja en el ánimo por largo espacio la contemplación filosófica de las grandezas humanas, y de la nada de que salieron, para volver a entrar en ella más tarde o más temprano.

sábado, 1 de agosto de 2009

13. Federico García Lorca y Granada

Granada, 18 de julio de 2009. Dos jóvenes viajeros se apresuran a salir de su hotel en busca de la parada del autobús que les conducirá a Fuente Vaqueros, un pequeño pueblo en el que nació el insigne poeta y dramaturgo Federico García Lorca. Consiguen llegar a tiempo y suben al vehículo no sin cierta ilusión dibujada en sus ojerosos rostros. A través de las ventanillas, ambos contemplan los paisajes de la vega granadina que tan presentes están en la producción literaria del escritor. Poco después, posan sus pies en la citada localidad y ya en la entrada del pueblo hallan la primera prueba del amor que sienten los lugareños por su más ilustre vecino: una estatua del poeta con el rostro apoyado en una de sus manos y las piernas cruzadas. Comienza su particular ruta lorquiana. Expectantes, los viajeros avanzan por el paseo principal de Fuente Vaqueros y encuentran el lugar en el que Federico abrió por primera vez sus ojos al mundo el 5 de junio de 1898. Se trata de una casa de dos plantas con paredes de color blanco inmaculado y con un pequeño balcón adornado con geranios de colores que contribuyen a reforzar la imagen de hogar andaluz por excelencia en el que se respira fragancia a cal y paz. Los visitantes se sonríen y no dudan en seguir al peculiar cicerone de la casa. Franquear el umbral de la puerta supone para ellos iniciar un viaje en el tiempo ambientado por la cálida melodía de la guitarra de Paco de Lucía. Ambos recorren silenciosos las estancias de la casa tratando así de impregnarse del espíritu lorquiano que allí se respira. Contemplan fotos familiares entre las que destaca una en la que un Lorca de no más de cinco años aparece rodeado de chiquillas en edad escolar. Les resulta entrañable poder ver imágenes del dramaturgo en su más tierna infancia e incluso imaginarlo, gracias al mobiliario que se conserva, llorando en la cama en la que nació; durmiendo al compás del dulce traqueteo de una pequeña cuna de barrotes blancos o dando sus primeros pasos en unas peculiares andaderas de madera ante las que los visitantes esbozan una sonrisa, pues son capaces de visualizar a ese niño chico de cara redonda que fue Federico deslizándose por las diferentes estancias de la casa en tan peculiar artilugio.

No falta el patio, corazón del hogar acotado en un extremo por un pozo y por el otro, por una pequeña estatua de bronce del poeta. El antiguo granero se ha convertido en una sala de exposiciones que alberga documentos y fotografías importantes. Otra de las estancias, en la parte superior, está dedicada a la dramaturgia de Lorca. Preside dicho lugar un enorme cartel de la Barraca, el grupo universitario de teatro que codirigió el autor y que realizó la encomiable labor de acercar el teatro clásico a los lugares más recónditos de España. A los viajeros les resulta curioso ver cuartillas de papel manuscritas por Federico en las que hace anotaciones sobre las virtudes o defectos de los actores o aclaraciones sobre las representaciones. El broche final de la visita es poder ver imágenes de televisión en las que aparece Lorca inmerso en su actividad teatral. Son las únicas que se conservan, de ahí el valor documental de las mismas.

Los visitantes abandonan la casa con la impresión de que el poeta tuvo una infancia feliz en el seno de una familia acomodada y con inquietudes culturales que, sin duda, heredaría el primogéntio de la familia.

Es casi mediodía y hace un sol de justicia, mas estos peculiares peregrinos se dirigen a la Huerta de San Vicente, en Granada, una lujosa casa de campo que el padre de Federico regaló a su esposa, doña Vicenta. En ella pasó la familia los veranos desde 1926 hasta 1936 y no es de extrañar que dedicaran su tiempo de asueto a descansar en tan hermoso paraje -actualmente se ha construido un parque alrededor - rodeado de una rica vegetación. La clavera de la casa conduce a los visitantes por las diferentes estancias en las que todo es original. Les resulta, por ello, sencillo imaginar a la familia sentada en el sillón rojo del salón o en la cocina dispuestos a disfrutar de unas ricas viandas preparadas en un hornillo de los más modernos de la época. Las paredes están pobladas de dibujos. Destaca uno en el que aparece Lorca dialogando con Mariana Pineda, protagonista de su homónima obra. Los visitantes continúan pasando su curiosa mirada por las paredes pues no quieren perder ningún detalle. Ambos reparan en el título de Bachiller de Federico con la calificación de "aprobado", una nota que contrasta totalmente con el "sobresaliente" del certificado de su madre. Y es que Lorca como estudiante fue algo irregular, hecho que no le impidió adquirir y desarrollar unas inquietudes culturales de gran magnitud.
El recorrido les conduce a la sala del piano, instrumento que el poeta tocaba hábilmente, una aptitud heredada de sus abuelos. Es un majestuoso piano de cola en el que tan buenos momentos pasó Lorca y tan malos, puesto que debajo de él se escondía junto a su hermana y Angelina, la niñera, cuando la ciudad era bombardeada. En esos momentos no dudaba en verbalizar el miedo que inundaba todo su ser. Otra joya de la casa son los decorados que el dramaturgo y su hermana Isabel pintaron para una representación de títeres que organizaron en la Huerta y en la que contaron con el acompañamiento musical de Manuel de Falla al piano. Todo un lujo de actividad cuya estela se mantiene hoy viva ya que en este lugar se organizan variados eventos culturales.
La visita finaliza en el rincón más emblemático de la casa: la alcoba privada de Lorca. En ella se encuentran su cama y el escritorio en el que engendró el grueso de su producción literaria. Es una robusta mesa de madera con cajones en los laterales, elegante, en la que bien quisieran poder escribir unas líneas los visitantes para sentir, de algún modo, el genio creador del poeta. No sorprende que este mueble se halle en la Huerta, pues tal y como reconocía Lorca era en esta casa donde disfrutaba del sosiego necesario para escribir: "Luego todo el verano lo pasaremos juntos, pues tengo que trabajar mucho y es ahí, en mi Huerta de San Vicente, donde escribo mi teatro más tranquilo".
El peregrinaje lorquiano de los misteriosos viajeros está llegando a su ocaso. Pero aún queda una visita imprescindible: el barranco de Víznar, espacio en el que descansan los restos de Federico, junto a otras miles de personas, tras ser brutalmente asesinado en la madrugada del 17 al 18 de agosto de 1936. A priori bien pudiera parecer que los visitantes desean dar un apacible paseo por la sierra situada entre Alfacar y Víznar, mas el sendero de piedra que siguen les conduce al citado barranco, un lugar rodeado de enhiestos pinos en el que reina el silencio y la tranquilidad. Los nervios se adueñan del estómago de los jóvenes, pues saben que se adentran en un cementerio en el que hace años se imponían el grito y la agonía. Quizá ellos estén recorriendo el camino que muchísimas personas, entre ellas Federico, se vieron obligadas a hacer. Un último "paseo" cuyo fin era la muerte. Les impresiona ver el barranco, dominado por una gran cruz formada por piedras y flores que recuerdan a los asesinados. Al fondo, un monolito de piedra en el que se lee el famoso lema: "Lorca eran todos". Ciertamente así es, pues detrás de cada fusilado había una historia personal, una vida que se vio sesgada por fanatismos absurdos. Un absurdo que acabó con la vida del mejor dramaturgo del siglo XX a la voz de "café, mucho café" para Lorca. Los viajeros se miran silenciosos, no necesitan hablar para saber que, en su mente, ambos están rememorando el horror sufrido por el poeta y ello les produce congoja. Un nudo en la garganta se apodera de ellos, Píramo toma la mano de Tisbe y se alejan del lugar despacio, con paso lento y tranquilo mientras, en voz baja, unos versos se escapan de sus labios: "La luna vino a la fragua / con su polisón de nardos. El niño la mira, mira. / El niño la está mirando."