miércoles, 27 de diciembre de 2017

387. 'La cantante calva'



Cuando el 11 de mayo de 1950 Eugène Ionesco estrenaba La cantante calva en el Théâtre des Noctambules de París, el autor rumano no podía salir de su perplejidad al escuchar las risas del público francés. Ionesco había escrito una tragedia y, paradójicamente, los espectadores reían. Seguramente desataban su hilaridad aquellos diálogos sin sentido que se enrevesaban o se contradecían sin llegar nunca a ninguna parte o la misma vacuidad de toda la trama que el público debió de tomar como una auténtica tomadura de pelo con la que quisieron condescender participando de la burla desde sus butacas. Y, sin embargo, pocas obras tan terriblemente tristes, dolorosas y demoledoras como aquella.
Representante del teatro del absurdo quizás una de sus obras cumbre,  a La cantante calva es mejor no tratar de confeccionarle una sinopsis, ni siquiera para contextualizar su trama; no es necesario y es inútil. Toda la obra es una sucesión de parlamentos y pulsiones disparatados, ilógicos e irracionales con los que el espectador debe hacer su paciente pacto. Detrás de todo ese sinsentido reside el verdadero objetivo de la obra: la constatación desgarradora de que el mundo es, efectivamente, como esas intervenciones hueras de sus personajes, un vacío abisal, un lugar sin propósito, un espacio onírico e incoherente, difícil de comprender, sin derrotero cierto, absurdo. Vertebra la obra, pues, una posición existencialista emparentada con el nihilismo más absoluto. Algo tuvo que ver, seguramente, la reciente II Guerra Mundial, apenas concluida 5 años antes del estreno de la obra, con una Europa aún asombrada por la capacidad del hombre por generar horror y caos. Los personajes de La cantante calva desfilan por la escena con movimientos mecánicos, como si de títeres o de muñecos animados se tratasen; no es más que el  trasunto de la ritualización arbitraria de la vida social, de la inercia autómata del vivir o, más bien, del sobrevivir. Hay, además, en esos movimientos, una suerte de desesperación, una búsqueda obsesiva y estremecedora por llenar el vacío. Pero es en el lenguaje donde se manifiesta con más intensidad esa exasperación trágica. Las palabras llenan ese horror vacui; no importa que lo hagan de manera incoherente, importa que sellen el abismo con sus sonidos; pero éstas, ya al final de la obra, tampoco son suficientes y los personajes acaban por destruir también el único asidero, el del idioma, que les queda. Es la magnífica escena final con todos los personajes emitiendo cortas frases en el paroxismo del sinsentido, casi solapándose entre ellos, hasta desolar el lenguaje y limitarlo al mero balbuceo silábico. En este extraordinario crescendo del absurdo es, sin embargo, donde los personajes parecen adquirir mayor lucidez, aquella que les confirma todo su terror ante el vacío del mundo, que han tratado de hacer ver que ignoraban durante todo ese tiempo.

El equipo Pentación, bajo la dirección de Luis Luque y con Adriana Ozores y Fernando Tejero entre el elenco de actores, está de gira por España con la versión de esta obra. Al montaje le sobra algún momento de histrionismo (como el de la criada) y también toda la performance discotequera que se antoja innecesaria en una obra que es, ya de por sí, lo suficientemente rompedora como para introducir vanguardismos accesorios. Por lo demás, los actores realizan su cometido con gran solvencia. Conviene saber a qué se va cuando uno compra la entrada. Limitar el criterio al hecho de ver en escena a Fernando Tejero puede conducirle a más de uno a un chasco. Aún recuerdo la enorme tibieza de los aplausos finales por parte de un público en estado de shock por lo que acababa de ver.

martes, 19 de diciembre de 2017

386. 'El autor'



Nada menos que 9 nominaciones a los Goya ha recibido la última película de Manuel Martín Cuenca, El autor. Se trata de la libérrrima adaptación cinematográfica de la novela de Javier Cercas, El móvil, que el escritor cacereño publicara hace ya 30 años. La cinta está protagonizada por un excelente Javier Gutiérrez, que lleva ya demostrando desde hace mucho tiempo su inmensa capacidad para adaptarse a todos los registros que se le proponen. Un actor como la copa de un pino. La película narra la historia de Álvaro, un escritor frustrado, eclipsado por el éxito literario de su mujer, que lleva acudiendo a un taller de escritura desde hace varios años sin lograr despegar de la mediocridad. Su profesor, interpretado por un sobreactuado, aunque divertido, Antonio de la Torre, harto de la llaneza y nula evolución de su alumno, lo abronca un día con hiriente honestidad y sacude su creatividad dormida apelando a que la literatura debe imbricarse inextricablemente con la vida, rebosar vida y reflejar vida. El consejo cala en Álvaro, que decide abandonar su trabajo y a su mujer, a quien le recrimina la vacuidad de sus best sellers, y se encierra en un piso alquilado con el propósito de convertirse en observador de la vida y plasmarla en su gran obra. Pronto, el vecindario, a quien Álvaro espía grabando sus conversaciones cotidianas y sus intimidades, se convierte en un filón que le proporcionará un precioso material novelizable. Sin embargo, para conseguir que la trama argumental se ajuste a sus expectativas, Álvaro deberá influir en sus vecinos, manipulándolos, para que éstos actúen de acuerdo a su plan novelesco y puedan así seguir abasteciéndole literariamente. Se trata, en definitiva, de la invasión de la literatura en la vida real y viceversa, hasta convertir la frontera que separa ambos planos en una línea difusa. En ese sentido, resulta absolutamente genial el recurso de la proyección de la sombras de los vecinos sobre las paredes del patio de luces. Estas siluetas, en tanto que sombras o perfiles chinescos, simbolizan los personajes que Álvaro está pergeñando en su novela. Sólo cuando esos personajes se rebelan, van adquiriendo corporeidad, es decir, vida propia, la propia que desde siempre han tenido más allá de la novela de Álvaro. Es la vieja idea unamuniana de la insurrección de los personajes de ficción ante su autor, que tan magistralmente recreara el autor vasco en aquella novela inolvidable titulada Niebla donde Augusto se rebela contra el propio Unamuno y éste aparece como un personaje más de la trama.

Hace tiempo escuché a Fernando Iwasaki, durante una conferencia, burlarse de Mario Vargas Llosa porque éste había dicho una vez que él era incapaz de controlar a los personajes que creaba, que éstos tenían vida propia y total autonomía. Iwasaki apelaba entonces al sentido común: ¿qué tontería es esa de que tus propios personajes manejen el hilo de sus vidas si sólo son las marionetas del escritor que éste gobierna a su antojo? A mí la intervención de Iwasaki me dio pena sobre todo por él mismo. Lástima por no haber experimentado la maravillosa, inquietante y perturbadora sensación de comprobar cómo, efectivamente, uno nunca es dueño de sus personajes. La estimulante expectación de no saber qué le depara al escritor durante la siguiente sesión de escritura, de ignorar qué decisión sobre sus vidas van a tomar ellos solos sin mediación alguna del autor. Y, sobre todo, de no saber si esos mismos personajes están confabulando, como le pasa a Álvaro en la película, alguna determinación sobre lo que debe ocurrirle al propio escritor que, nunca, nunca, está a salvo de su libro, por mucho que se parapete tras la pantalla de su ordenador. Les aseguro que no hay nada más real que eso.

lunes, 4 de diciembre de 2017

385. 'La higuera'



He decidido renunciar a ver La higuera de los bastardos, la adaptación cinematográfica de la novela cuasihomónima de Ramiro Pinilla (La higuera) que el escritor vasco publicara en 2006 con la editorial Tusquets. El motivo quizá estribe precisamente en eso, en la bastardía del título de la cinta, que parece estar ahí para prevenirnos de la casi segura degradación del libro en su migración a la gran pantalla. Y no es este el prejuicio de un amante de la literatura –siempre el libro antes que la película, diría el purista–, pues la semana pasada comprobamos en estas mismas páginas cómo la versión de Isabel Coixet de La librería, la novela de Penelope Fitzgerald, complementaba y hasta superaba el libro original. No se trata de eso, pues, sino del convencimiento de que, efectivamente, a la novela de Pinilla le ha salido un hijo bastardo, de esos con que los padres deben condescender casi por obligación. Entre las críticas que ha recibido la película se suele argumentar que la directora, Ana Murugarren, no ha sabido qué hacer con el personaje principal del libro, el misterioso ex falangista que se pasa toda la trama vigilando una higuera. No debe de ser fácil, ciertamente, un metraje circunscrito a un único espacio y en torno a un personaje cuyas tribulaciones mentales casan bien con la complicidad confidente de la literatura pero no tanto con el género cinematográfico y su servidumbre a lo visual. Pero entonces bastaba, quizás, con seguir la máxima de Manolete. Por otro lado, la elección de los actores y el mismo tráiler promocional auguran que la película tiende a convertir en surrealismo o, lo que es peor, en histrionismo, lo que en la novela de Pinilla era sutil e inteligente ironía. Al menos la película servirá para recuperar para los lectores el magnífico libro del autor bilbaíno.
Como se sabe, La higuera narra la historia de Rogelio Cerón, uno de los falangistas que, con su cuadrilla, andaba fusilando de casa en casa a las víctimas de las delaciones vecinales en Getxo. En una de esas visitas, Rogelio se topa con la mirada perturbadora de un niño, hijo y hermano de los detenidos que van a fusilar y desde ese momento ya no podrá dejar de librarse de ella, convencido de que esa mirada esconde una promesa de venganza que el niño llevará a cabo cuando éste se convierta en un adulto. Su obsesión es aún mayor cuando, al día siguiente, comprueba que el niño ha enterrado a sus familiares y que, sobre su tumba, ha plantado el esqueje de una higuera. Desde ese momento, el niño y Rogelio se encontrarán cada noche en ese mismo lugar, en unas citas silenciosas llenas de significado y en las que se produce el acuerdo tácito de que Rogelio cuidará del crecimiento de la higuera. Así, el exfalangista se instalará definitivamente allí, ante la incomprensión de sus compañeros, que lo tomarán por loco, y vivirá pendiente de la higuera y del niño durante años hasta que en 1966 la construcción de un instituto de enseñanza media amenace su empresa y desentierre su secreto.

Sin alardes retóricos ni grandes frases sentenciosas ni apelaciones moralistas, ni patetismos, Pinilla convierte a esa higuera de su novela en el alegato más hermoso de eso que hoy llamamos memoria histórica. La higuera simboliza el remordimiento, la culpa, el retorno doloroso del pasado que lacera a quienes se creyeron por encima del bien y del mal durante la guerra civil. Pero es también el recuerdo de los asesinados y desaparecidos. El árbol, ya robusto, que ha cuidado Rogelio, es el panteón de todas las cunetas de España, su tronco aguerrido representa la fortaleza de ese recuerdo y el peso de los higos que doblega sus ramas, la carga que debemos soportar como nación. 

lunes, 27 de noviembre de 2017

384. 'La librería'



La editorial Impedimenta, con la delicadeza y buen gusto habituales, acaba de publicar la edición conmemorativa de La librería, una de las novelas más significativas de la escritora inglesa Penelope Fitzgerald (1916-2000), finalista del Booker Prize. Conviene leerse el postfacio, a cargo de Terence Dooley, albacea literario y yerno de la autora, pues su testimonio arroja algunos pormenores biográficos que redimensionan la lectura de la obra. Coincide la publicación del libro, con la excelente adaptación cinematográfica de Isabel Coixet.
La novela narra la tenacidad insobornable de Florence Green, quien adquiere una casa abandonada en Hardborough con la intención de abrir en ella la única librería de este pequeño pueblo costero. Su proyecto encontrará la sutil oposición de las fuerzas vivas del pueblo, especialmente el de la insufrible señora Gamart, una aristócrata muy pagada de sí misma, que no parece tolerar que una advenediza se arrogue la potestad de la promoción cultural en “su” feudo. Herida en su prurito de mecenazgo, que es pura impostura de cara a la galería, activará toda su influencia social y política para que el proyecto de Florence Green fracase.
Se ha dicho que la novela de Fitzgerald es un canto a los libros y a su resistencia silenciosa. Pero para mí, esta insistencia de la crítica en querer convertir esta obra en una alegoría de la literatura como trinchera, me parece que tiene más de necesidad romántica que de realidad. Por supuesto, que la cultura del libro subyace detrás de toda la trama pero La librería me parece más el duelo entre dos caracteres enfrentados –la arrogancia de la poderosa señora Gamart frente a la épica humilde y solitaria de Florence Green– que otra cosa. El alegato literario más claro –y más hermoso– de todo el libro se produce en la página 128, cuando Florence responde a una carta del abogado de Gamart donde éste le recrimina la obstrucción que produce en la carretera la aglomeración de clientes agolpados en las cristaleras de la librería, atraídos por la novedad editorial de la Lolita de Nabokov; el abogado añade que como no puede aducirse que la aglomeración responda a motivos de primera necesidad, debe actuar para evitarla. No me resisto a copiar literalmente la respuesta de la librera: “Un buen libro es la preciosa savia del alma de un maestro, embalsamada y atesorada intencionadamente para una vida más allá de la vida y, como tal, no hay duda de que debe ser un artículo de primera necesidad”.  La alusión a Nabokov y la complicidad literaria con el gran lector Brundish, que le muestra su apoyo, completa la escasa lírica libresca, supeditada las más de las veces al litigio administrativo y a la connivencia apática de un pueblo “que no había querido tener una librería”.

La adaptación de Coixet es hermosísima. La cadencia deliciosa de su ritmo narrativo recoge a la perfección el delicado espíritu de la novela. Además, Coixet tiene la habilidad de insuflar un alma a la trama, algo que eché de menos en la a veces fría prosa de Fitzgerald. Así, Coixet carga las tintas en la relación entre Brundish y Florence, apelando –ahora sí– a un bonito homenaje al mundo de los libros o reformulando la rebeldía de Christine, la pequeña ayudante de Florence que acabará por amar los libros y que completará en un futuro la empresa frustrada de la señora Green en un final de la cinta realmente emocionante. Merece la pena, pues, experimentar el doble ejercicio de la lectura y del visionado de la película porque, en este caso, sí se puede decir que ambos géneros se completan y complementan. Tal milagro obedece, claro está, a la magia de los libros.

miércoles, 22 de noviembre de 2017

383. La comedia de las mentiras



Asistir al Festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida es una de esas experiencias que todo amante de la literatura tendría que incluir en su lista de “teatros imprescindibles que visitar antes de morir”. Afortunadamente, años ha que visité la capital extremeña y disfruté como una auténtica romana de la calidad y de la magia que desprende ese maravilloso teatro, testigo mudo de comedias y de tragedias que actualmente siguen interesando al público. Ahora parece que los astros se han alineado a nuestro favor, pues recorre los escenarios españoles una de las comedias que más éxito ha cosechado en la reciente 63 edición del citado festival. Se trata de La comedia de las mentiras, de Pep Antón Gómez y Sergi Pompermayer quienes inspirándose en las obras de Plauto nos presentan su particular homenaje al gran comediógrafo latino. Éste cultivó fundamentalmente la fabula palliata, piezas con acción, personajes y vestimenta griegos en las que hacía uso de la contaminatio, esto es, la refundición de varias obras griegas dotándolas de su personal toque romano. Del mismo modo, este nuevo espectáculo se sitúa en Atenas, si bien la estética está inspirada en los años 60. Los dramaturgos presentan su peculiar contaminatio, aunque más bien centrándose en la tipología de los personajes plautinos que en argumentos concretos de sus comedias.
La acción gira en torno a los problemas de dos jóvenes, Hipólita y Leónidas, que para lograr el éxito amoroso recurren a la inestimable ayuda de su criado Calidoro. Éste pergeña mentiras que se van enredando con más embustes, engaños y disparates hasta lograr los objetivos de los hermanos. Es, en definitiva, una reivindicación de la mentira como salvadora del orden social.
Como ya se ha señalado, los personajes intentan ser fieles a los esquemas de Plauto, pero en ellos hay una vuelta de tuerca más que los acerca al público actual.
Calidoro, el ingenioso esclavo interpretado por Pepón Nieto, aparece caracterizado como un servicial mayordomo que, guiado por el cariño que les tiene a sus jóvenes amos, accede a ayudarlos aunque ello suponga el esfuerzo y el problema de hilar un embuste tras otro. Nieto hace gala de una gran bis cómica y lleva el peso de la representación con una naturalidad digna de elogio. Ahora bien, si los esclavos de Plauto suelen urdir sus planes con antelación, Calidoro va improvisando a medida que la acción se va embrollando. El principal personaje al que debe engañar es Cántara, la tía soltera de los jóvenes a quien su padre –un avaro comerciante- ha dejado a cargo de sus hijos. Presenta rasgos de las matronas romanas, pero predomina en ella la frustración por haber sido abandonada por su amado hace cuarenta años. No obstante, acaba cayendo en las garras del deseo y evoluciona radicalmente desde un recatamiento absoluto hasta una exaltación del carpe diem. María Barranco da vida a este personaje que intercala una reivindicación feminista en las antípodas de Plauto.
Hipólita, personaje muy alejado del catálogo plautino, es antipática, borde, dada al manejo del insulto, controladora y caprichosa.  Angy Fernández, con gran gracejo, encarna a esta joven que impone su voluntad a su querido Tíndaro, fiel enamorado de ella que se caracteriza por su platonismo, su facilidad para el desmayo y una especie de atontamiento que encaja perfectamente en el registro interpretativo del divertido Canco Rodríguez.
Leónidas, hermano de Hipólita, también lucha por su amor hacia la meretriz Gimnasia, quien ha sido vendida a otro hombre. Cegado por un ardoroso amor, la rapta y la esconde en su casa. La interpretación de Raúl Jiménez queda eclipsada por la de Marta Guerreras, que presenta a una prostituta que nos recuerda a las ninis que desfilan –tristemente- por la televisión actual. Especialmente brillante es el monólogo en el que defiende la dignidad del oficio más antiguo del mundo.
Por último, no podía faltar el personaje del miles gloriosus. Pacp Tous interpreta a Degollus, militar que ha pagado por Gimnasia. Se presenta en casa de Cántara  reclamando su compra, mas toda su cólera desaparece cuando descubre que la solterona tía es su amor de antaño. A partir de ahí, se transforma en un inmaduro que confiesa haber huido por miedo al compromiso.
Todo ello salpicado de juegos de palabras, picardías, equívocos, chistes, hijos perdidos, canciones, piratas, poemas de Safo y mentiras, muchas mentiras que encaminan la comedia hacia un desenlace feliz.

Recordemos que la principal finalidad de Plauto era hacer reír al público con asuntos extraídos de la cotidianeidad, alejados de la solemnidad de la tragedia. Pues he aquí una obra que cumple con ese primordial objetivo plautino. La risa y la carcajada están aseguradas. ¡Les prometo que no miento! 

lunes, 13 de noviembre de 2017

382. Convalecientes de cervantina



No hay vacuna ni aspirina que cure la cervantina. Ese es el estribillo con que la compañía Ron Lalá, en coproducción con la Compañía Nacional de Teatro Clásico, arranca las palmas del público durante la principal pieza musical que ameniza esa primorosa producción que es Cervantina. Y es verdad que no hay antídoto. Quien esto escribe continúa aún convaleciente de esa maravillosa enfermedad, la cervantina, que se nos ha inoculado como una bendición contra la mediocridad de nuestro tiempo. Porque estar enfermo de Cervantes es mirar el mundo con lucidez, con tolerancia, con espíritu crítico y con deseos de conocimiento. El virus se contagia leyendo las obras del inmortal alcalaíno y, si la cepa hace nido, ya no hay quien se cure. Los gobiernos no quieren que derive en pandemia. ¿A qué gobierno del mundo le interesa que sus ciudadanos piensen, ponderen, denuncien?
Cervantina es un espectáculo memorable. La primera parte se detiene en algunos hitos de la vida de Cervantes. Éste dialoga con la musa inspiradora, que es una usurera que siempre pide más, una diosa caprichosa a cuya pira se deben inmolar tantos sacrificios y renuncias si se quiere recibir su pizca de iluminación. Es también una alegoría de la literatura, a quien hay que entregar la vida entera si se desea la gloria. Todo gran escritor tiene algo de Aquiles ante el profeta Calcante. Cervantes conoció esa expiación. La musa le pronostica, sin embargo, que en España será el escritor más famoso de todos los tiempos y que todo español tendrá un Quijote en su casa aunque nunca lo haya leído. Las instituciones aprovecharán la efeméride de su muerte para escudriñar en los osarios, pero sólo en los centenarios, para la foto oficial. Amarga crítica a la hipocresía intelectual y política y a la desatención de nuestra figura más señera.
Luego todo es un torbellino de ritmo trepidante que alterna diferentes momentos de las obras de Cervantes, acercando los textos clásicos con inusitada frescura, buen gusto y excelente sentido del humor. Las Novelas ejemplares, el Quijote, La Galatea, El viaje del Parnaso y algunos entremeses, entre ellos aquel que la tradición titubea en su atribución, El hospital de los podridos. La transición entre las diferentes obras se realiza con suma naturalidad. Los textos, escritos por el poeta Álvaro Tato, que hace también las veces de actor en la compañía, no chirrían en el ripio, antes al contrario, contienen lo mejor de lo elegíaco y de lo popular. Los actores interactúan con el público, –¿de qué está usted podrido? –, y el público, que está podrido de hipotecas, corruptelas, nacionalismos o del jefe, engrosa ese hospital de los podridos que quieren sanar (enfermar) de Cervantes.
Aunque la obra tiene una vocación divulgadora de la figura de don Miguel (Ron Lalá debería ser una asignatura troncal en el exiguo currículum de la Secundaria), no cae en el didactismo repulsivo de la nueva pedagogía, ese que cree que los alumnos son idiotas. Al revés, los actores respetan la inteligencia del espectador, entre los que también se hallan, no olvidemos esto, los grandes lectores de Cervantes. De tal manera que, al final, la didáctica y el homenaje calan por igual sin la erudición pedantesca y sin el sonrojante payasismo de quienes están bajando el nivel de este país.

Es difícil pasarlo mejor en un espectáculo teatral. Todo él rebosa de amor a la cultura; carcajadas, música, palmas, dicción perfecta, preciosa iluminación, interacción con el público, ritmo, sorpresa. Yo sigo enfermo pertinaz. Y no hay vacuna ni aspirina que cure la cervantina. Dadme por muerto. Es decir, por muy vivo.

lunes, 6 de noviembre de 2017

381. Diez años de 'Página Dos'



Hay costumbres domésticas que, a fuerza de repetirse, tienden a sacralizarse. Y todo acto sagrado requiere de su ritual. En mi casa, a la fórmula “¿nos hacemos un Página Dos”? le sigue todo el ceremonial correspondiente: las velas, el incienso de vainilla, la tetera y las pastitas de té. Así que, cuando empieza la música de apertura del programa, nuestro salón ya está a oscuras, el aroma del incienso se mezcla con el del roiboos pakistaní y en las paredes llenas de libros, junto a los haces de luz de la televisión, las llamas de las velas recortan dos sombras sinuosas que alargan o reducen sus siluetas al capricho cimbreante del fuego. El mito de la caverna de Platón en el salón de casa. Y, efectivamente, sentimos que hay en nosotros más verdad en esas sombras nuestras que en los cuerpos prisioneros de nuestro peso.
Junto a la sintonía del programa, desfilan, a modo de índice, las imágenes de la promesa literaria de la nueva edición. Una voz masculina murmura una melodía que nos mece en la expectativa; podría sonar perfectamente en la entrada de la grieta de la Pitia, como una antesala de las palabras, siempre oraculares, del escritor entrevistado. Antes de su definitiva epifanía, la cámara se detiene en esos espacios de la desolación que ya son una de las señas de identidad del programa: un ventanal roto, una fábrica abandonada, un solar cubierto de maleza, un grafiti solitario, la hojarasca a merced del viento, las vías del ferrocarril, un skyline de los tejados de una ciudad cualquiera. Gatos, antenas y cables eléctricos. Toda una estética desconsoladora que parece estar allí para ser redimida por la literatura. Como si la palabra necesitase de los yermos para brotar más libre y soberana. Y, después, Óscar López, el peregrino del oráculo que sabe hacer las preguntas correctas. Y el escritor interpelado, que desgrana su obra y abre caminos al lector. Escritores conocidos, mediáticos. Pero también “los otros”, los que no existen y hace tiempo han emprendido su epopeya solitaria y casi invisible: los editores independientes, los guionistas, los ilustradores, los traductores, los libreros, los outsiders de la literatura, corajinosos y coherentes con su credo más allá de los focos y la fama. “El impostor” nos descubre los entresijos íntimos de la literatura; una receta literaria nos recuerda el sabor antiguo de aquel libro que leímos –que degustamos–; Desirée de Fez hilvana fotogramas con la tinta de las novelas; otros escritores nos orientan más allá del canon; Óscar nos lleva de compras a las librerías; viajamos a los rincones geográficos de los libros y, así, estos se trascienden y están vivos en las calles y cafés, en las plazas y estaciones que habitaron sus personajes, tan reales como el caminante que los recrea en su ruta. Las efemérides resucitan a nuestros escritores, si es que alguna vez hubieron muerto y en el miniclub los ojos asombrados de dos niños explican mejor que ellos mismos el virus inoculado por la literatura, incurable y eterno, mientras sujetan el libro que acaban de leer. Ellos, custodios del futuro y supervivencia de la literatura.

Página Dos cumple una década. El tiempo pasa deprisa y se diluye como las volutas de nuestra varilla de incienso, que observo ahora, apenas una brasa extinguiéndose ya entre las cenizas de su propia consumición. La vela también va menguando y los vasos albergan los posos fríos del té. También Página Dos amarilleará sus bordes algún día. Deseamos que eso pase muy tarde; eso es, al menos, lo que se desea en los cumpleaños. Pero cuando eso ocurra, el papel de esa página dos, permanecerá en nuestro recuerdo con la prístina blancura del satinado. Porque Página Dos es todos los libros que hemos leído gracias a su amistad semanal. Y si se dice que somos los libros que hemos leído, entonces somos, también nosotros, Página Dos.


lunes, 30 de octubre de 2017

380. 'Réplica'



Que la identidad es el gran motivo literario de nuestro tiempo me parece que empieza a ser cada vez menos discutible. Y no puede ser de otra manera. En un mundo donde somos lo que somos pero también el avatar que se esconde tras las redes sociales; en un primer cuarto de siglo donde la identidad es prostituida y manipulada con fines espurios por los nacionalismos; en una etapa de la historia de la humanidad donde el hombre camina cada vez más solo y desorientado, sin poder acogerse ya a los referentes tradicionales que le otorgaban la certeza de formar parte de algo más grande que él mismo, la literatura ha tratado de explicar la inmensa crisis identitaria de este milenio adolescente y, a la vez,  se ha erigido ella misma en la patria en donde hallarnos ciertos y seguros.
Y Miguel Serrano Larraz, que es hijo de su tiempo y ciudadano universal de los libros, ha entendido esta desazón de la identidad en su última obra, Réplica, publicada por Candaya. Si tuviera que resumir con una metáfora los doce relatos que integran este nuevo libro, diría que Miguel Serrano Larraz ha estrellado contra el erial del siglo XXI el espejo de la identidad haciéndolo saltar en mil pedazos. Y cada esquirla desparramada arbitrariamente por ese yermo, reflejadas sus rotas aristas con las del resto de fragmentos, ha creado una constelación infinita de realidades, todas ciertas y todas mentira. Es por eso que en este libro poliédrico abundan los desdoblamientos; el del adulto que se reencuentra con el niño perdido del centro comercial, trasunto de su propia infancia, quizás la única patria imposible; el del peluche extraviado que se intenta sustituir por su réplica en la tienda, un relato con resabios a Warhol y su crítica a las frías e impersonales cadenas de producción (no es casual que la imagen de la cubierta del libro diseñada por Nela Ochoa, se llame, precisamente, “Resonancias de Warhol”); el padre que se deja el bigote y es ya “otro”; la mitad del billete que halla su otra mitad en ese juego maravilloso de espejos y suspense que es el excelente relato negro “Media res”. Pero también la identidad analizada desde la percepción que los demás tienen de nosotros: el escritor que escribe novelas cómicas aunque todo el mundo las recibe como serias y profundas, o el personaje de mil vidas a quien todos confunden con algún famoso arrebatándole así su propio yo. También la familia, los orígenes o la identidad sexual jalonan ese leit motiv de la autoafirmación y sus estertores. Esa visión caleidoscópica se manifiesta como una proyección natural en la estructura de los relatos; muchos de ellos parten de un epicentro argumental, del que la trama se va distanciando paulatinamente casi sin darnos cuenta para acabar en un asunto totalmente diferente, fuera de la órbita inicial; otras veces, el relato parece inacabado o incompleto; quizás también tenga algo que ver  en ello la defensa del concepto de trama, válida y autónoma per se, que se hace en “Logos”. De ese modo, violentada también la estructura, el género literario busca también su propia identidad, sus cauces de afirmación.
Como es de esperar, en todo ese laberinto de búsqueda, los personajes de los relatos de Serrano Larraz son entes perdidos, vulnerables, asombrados, maniatados, incapaces de entender el mundo que habitan, velados por un cendal casi onírico o surrealista.

Quien se adentre en los relatos de Réplica debe aceptar el reto de perderse en ese dédalo iniciático que es casi una ontología del yo. Ser réplica, el lector también, de sí mismo; perderse y reencontrarse quizás distinto. Tal vez en esa búsqueda continua reside, al fin, la identidad.

lunes, 23 de octubre de 2017

379. Títulos



Tengo por costumbre no complicarme demasiado la vida a la hora de titular mis artículos. Sobre todo, cuando se trata de reseñas críticas de algún libro, suelo encabezar mi escrito con el mismo título de la obra que reseño. Sin embargo, en algunos de los periódicos con los que colaboro me he topado con algún jefe de redacción que me ha pedido titular la reseña de otro modo con el fin expreso de que no coincidiera en ningún caso con el de la obra reseñada. He notado que en el mundillo periodístico esta sugerencia ha adquirido la categoría de máxima, una suerte de acuerdo tácito que todo el mundo acepta con normalidad, y hasta hay quien se extraña de mi imperdonable ingenuidad –quién es este tío que titula igual que el libro, habrase visto, qué falta de profesionalidad, debe de ser nuevo–. ¡Anatema! Sólo en mi columna del Diari de Tarragona dispongo de total libertad a la hora de titular. Quizás sea porque, tras casi 8 años de colaboración semanal, ya nadie se preocupa de revisar lo que escribe el pirado ese de la literatura…
Pero es que, ¿por qué inventarse un título alternativo cuando uno reseña un libro titulado, por ejemplo, El corazón es un cazador solitario? O, El jardín del unicornio y otros lugares para hombres solos. O A la sombra de las muchachas en flor. O La insoportable levedad del ser. O Lo bello y lo triste. O La balada del café triste (McCullers tenía realmente un don). O El museo de la inocencia. O El guardián entre el centeno. O Buenos días, tristeza. O La soledad de los números primos. O El amor en los tiempos del cólera. O Un tranvía llamado deseo. O Primavera con una esquina rota. O Mortal y rosa. ¿Qué mejor pórtico para una crítica literaria que la literatura misma? Por no hablar de los libros de poesía, que son un verdadero tesoro en el arte de titular. Recuerdo una vez que reseñé un libro de Antonio Carvajal, titulado El fuego en mi poder y para no repetir el título tuve que ingeniármelas de tal modo que acabé llamando al artículo “Carvajal, Prometeo de la poesía”. Buf.
El nutrido caudal de títulos hermosos que a mí me facilitan mi tarea se debe en muchas ocasiones al buen tino de los editores o, al revés, a la lucha del escritor por no escuchar las recomendaciones de aquéllos. Orgullo y prejuicio iba a llamarse “Primeras impresiones”; Matar a un ruiseñor se iba titular con el nombre de su protagonista “Atticus”; Lo que el viento se llevó iba a ser “Mañana será otro día”; Moby Dick se hubiera limitado a “La ballena”;y Guerra y paz estuvo a punto de imprimirse como “Bien está lo que bien acaba” (eso sí hubiera sido una anatema). Otras veces, algunos títulos insulsos se han revestido de una sugestión especial al traducirse. Así, La importancia de llamarse Ernesto, de Oscar Wilde, proviene de un error de traducción, al confundir earnest, –que significa serio–, con Ernesto. Y Jorge Luis Borges, no sabemos si premeditadamente o por desconocimiento, tradujo The sound and the fury, de Faulkner, como El sonido y la furia, cuando en realidad el título original es una frase hecha, similar a nuestro “hablar por hablar”. Bienvenida, pues, la confusión.

Seguiré, pues, en la pertinaz contumacia de titular las reseñas igual que las obras reseñadas. Y si alguna vez cae en mis manos un buen libro con un mal título haré lo mismo. Porque los libros tienen derecho a que se los llame con sus nombres y apellidos. Para que vayan de boca en boca y acaben en el bautismo, siempre nuevo, de los ojos del lector.

lunes, 2 de octubre de 2017

378. 'Clima mediterráneo'



Clima mediterráneo (Visor) es el título del nuevo poemario de Luis Bagué, libro con que el autor ampurdanés ha obtenido el Premio Tiflos de Poesía en su trigésima edición. Qué reconfortante resulta toparse con un libro de poemas que responde, por fin, a un plan preestablecido, a un proyecto unitario en el fondo y en la forma, lejos de aquellas obras heterogéneas e inconexas que se limitan a juntar poemas sin más afán que el de la mera colección acumulativa.
Clima mediterráneo se divide en 4 secciones. La primera, titulada “Mediterráneos”, es la desazonadora estampa de nuestro mar, crisol y cuna de civilizaciones pero también “puerta giratoria” que ha sido testigo de la expulsión morisca y judía, del abuso colonizador en América o de la vergonzante tragedia de los inmigrantes. En sus playas de Niza moría Garcilaso y en el castillo de Bellver dormitaba Jovellanos, soñando la quimera de un Mediterráneo ilustrado que ha devenido en un vertedero, “alquitrán en las plumas, pecas en las escamas, / un tatuaje de henna / en el caparazón”, que es también vertedero moral.
La segunda parte, “Hecho en España”, es un catálogo de productos patrios, tamizados en el cedazo de la amarga ironía del poeta, que degrada los símbolos clásicos al detritus de la posmodernidad. Así, en la serie “España real”, Bagué realiza la acerada écfrasis de tres cuadros: Las meninas, La familia de Carlos IV y La familia de Juan Carlos I. En “Don Quijote 2.0.” se coteja la España de Alonso Quijano con ésta nuestra donde los molinos son ahora parques eólicos, la meseta castellana es carnaza para el especulador,  la fantasía de Clavileño una compañía aérea y del escrutinio del cura y del barbero sólo se salvan la Biblia y la Constitución. El toro de Osborne, otro “pecio de la cacharrería posmoderna”, merece también su oda y, siguiendo con los toros, en “El rapto de Europa”, el poeta reformula el mito clásico para trazar una historia del viejo continente a través de la metáfora de la vaca, hasta llegar a las vacas flacas de la crisis económica y el rescate bancario actuales, remedado secuestro de los dueños del nuevo Olimpo capitalista. Termina la sección con la serie “Dieta mediterránea”, cuyo bodegón poético nos recuerda que somos “carne mística y caducidad”; y con “Patrimonio nacional”, donde se parodia las restauraciones falaces de lugares históricos para el turismo-zombi de cámara al cuello, helado y camisas floreadas. En “VPO”, el poeta se lamenta del fracaso de los pisos de protección oficial, derribados por la crisis y por los intereses especuladores.
La tercera sección, “Alta velocidad”, está compuesta por 23 haikus impuros, algunos de los cuales glosan el magnífico cuadro de Darío de Regoyos, Viernes santo en Castilla, un ingenioso catálogo de píldoras poéticas entre la sentencia y el divertimento.
Finalmente, “Zona residencial” es la sección más intimista y metafísica del poemario y, sin embargo, su material poetizable se abastece de la más estricta cotidianeidad. Así, el acto de reciclar o el de barrer adquieren categorías casi ontológicas, porque en la vida, “siempre estás en la vía purgativa”. En “Ciberespacios”, la irónica reformulación del tópico virgiliano del locus amoenus, acaba siendo trasunto de la soledad a que nos abocan las redes sociales. En ese mundo globalizado e impersonal, el poeta aspira a “una proporción hospitalaria / Busco la magnitud de lo habitable”.

Clima mediterráneo es un libro inteligente, trufado de guiños culturalistas que enriquecen el conjunto y halagan al lector. El lenguaje deconstruye sorpresivamente los significantes y los reformula brillantemente. Su gran mérito estriba en la simbiosis anómala de lo clásico y lo posmoderno en una suerte de collage imposible pero  desoladoramente sugestivo. 

lunes, 25 de septiembre de 2017

377. Doblaje



Hace ya más de cuatro años que nos dejó huérfanos de su voz el gran Constantino Romero. Desde entonces, Clint Eastwood nos parece un impostor, Terminator un robot de pega y Darth Vader un pobre asmático enlutado. Y, sin embargo, todos ellos nacieron con sus  voces originales, aunque a nosotros nos parezcan las de unos extraños. Qué gran mago del ventrilocuismo cinematográfico, don Constantino Romero, capaz de conseguir que la voz doblada de Roger Moore fuera más auténtica que la que el agente 007 traía de serie en su propia predisposición genética. Qué demiúrgico poder el de insuflar, mediante el prodigio de la voz,  una vida nueva a quien ya la posee y convertirlo en otro más genuino, más cierto y verdadero, degradando al legítimo a la condición de mero avatar. Y qué duda y contradicción ontológicas nos produce escuchar eso que llaman la versión original de las películas. ¿Acaso no es auténtico y único y más Apollo Creed que nunca el que peleaba en el ring con la voz de Constantino?
También en el mundo del libro existen los dobladores, ataviados aquí con las gafas del traductor. Y aunque, sobre el papel, resultaría deseable leer los libros en su idioma original (¡cuánto nos hemos perdido al leer a Homero traducido!), hay veces que los traductores consiguen doblar las voces primigenias con un tino tal que, a buen seguro, algunas de ellas perderían galones en su primer idioma. Léanse, si no, las traducciones de Jorge Luis Borges o las excelentes de la editorial Acantilado.
Pero aquí hablamos de voces y, en último término, nosotros mismos, los lectores, somos también dobladores consumados. Cuando, en el privado ejercicio de la lectura, bisbiseamos los párrafos del narrador, o cuando reproducimos mentalmente los diálogos de los personajes, o cuando asistimos como testigos de lo hondo al inquietante monólogo interior del protagonista, en todos esos casos, somos nosotros quienes ponemos la voz, quienes ideamos un timbre, quienes modulamos los registros, quienes aplicamos el diapasón a la frecuencia que mejor nos encaja. Y es por eso que, igual que imaginamos paisajes, fisonomías y caracteres, así también fantaseamos con las voces de los libros, que ya no podrán ser nunca otras, ni siquiera las de las adaptaciones cinematográficas, aunque las doblase el mismísimo Constantino Romero. Por ese motivo nos decepcionan los actores, sus rasgos y dicciones, porque no son ya los que habíamos inventado en nuestro irrepetible e infranqueable estudio de doblaje. Algo así como cuando, a la inversa, a la voz de nuestro locutor radiofónico favorito le descubrimos una cara y se nos rompe para siempre el sortilegio. 

Pero el más radical ejercicio de doblaje que existe en el mundo es el que hacemos con nosotros mismos. La sociedad misma está llena de dobleces y de roles artificiales que desempeñar. Y en todas esas situaciones, nos doblamos para ejercer del personaje que aspiramos a ser en cada momento en nuestra existencia poliédrica. Y, sin embargo, sólo hay una única y verdadera voz interior, aquella que nos define esencialmente, que nos conmina a elevarnos por encima de las otras voces tras las que nos ocultamos. Esa voz surge del único estudio de doblaje del que no se sale nunca impune: aquel en cuya voz reconocemos nuestra autenticidad, el tuétano de nuestro ser, nuestra inexorable conciencia.

lunes, 18 de septiembre de 2017

376. Infiel



Si vas a serle infiel, hazlo con un libro

La despertó en mitad de la madrugada aquella desazón de otras noches que tan bien conocía. Cubría su cuerpo tan sólo con la camisa blanca de él, en la que había decidido enfundarse para conjurarse contra la añoranza de su ausencia. La prenda, varias tallas mayor que la suya, la vestía hasta los muslos y conservaba aún el aroma de él. Quizás hubiera sido aquel olor varonil, aquella mezcla como de cuero y naturaleza agreste, la que había agitado su sueño y había desatado aquella íntima y lúbrica turbación que ahora la desvelaba sumergiéndola en impúdicas evocaciones. Pero sabía muy bien lo que tenía que hacer.
Se deslizó desde la cama hasta el suelo y, descalza, los flecos de la camisa flanqueando sus caderas, anduvo por el pasillo hasta la habitación que hacía las veces de biblioteca en la casa. Una vez dentro, se acercó con paso reverencial hasta las estanterías y fue examinando los anaqueles con las manos cruzadas en la espalda, como una general que pasara revista a su batallón o una diosa en túnica blanca que decidiera caprichosa los destinos. A veces, se detenía ante alguno de los libros y acariciaba con los dedos su lomo un instante, apenas un roce, para luego desdeñarlo y pasar de largo. Unos pasos más adelante repitió su ritual pero, esta vez, se detuvo más tiempo en las caricias y, después, resuelta, tomó con su dedo índice la cabezada del libro y lo extrajo de la hilera.
Ya en la cama, ella se desabrochó la camisa y retiró luego, lentamente, la faja del libro y el forro que la estorbaban; después colocó el libro a horcajadas sobre su pecho semidesnudo y, tras las páginas preliminares, donde satisfizo la curiosidad del descubrimiento, se centró en el cuerpo de la obra. Pendía del libro un marcapáginas de seda rojo cosido a la tripa y algo deshilachado en su parte inferior. Mientras ella leía, boca arriba, sujetaba el libro con pulso irregular, lo que facilitaba el movimiento pendular del marcapáginas, que en su cadencia oscilante rozaba sus pezones; estos respondían enhiestos a los besos rítmicos de la tela.
No sabemos, y ella no supo tampoco, en qué momento dejó de sujetar el libro con ambas manos ni adónde fue a parar la mano que había quedado libre. Ella sólo recuerda, ahora que ha amanecido y se ha descubierto en negligente postura con el libro dormido sobre su pecho, que en un momento dado, el libro le había susurrado palabras que olían a tinta y a lignina, y que ella,  cada vez más enfervorizada por aquellas frases musitadas al oído, había pasado las páginas del libro muy deprisa, cada vez más deprisa, frenéticamente deprisa, y que hubo un momento en que ella alcanzó el colofón del libro, lo leyó ya casi sin fuerzas, las pupilas se le volvieron hacia atrás, los ojos se le quedaron en blanco y cerró el libro con tal fuerza que la tapa al cerrarse sonó como una detonación atronadora que coincidía con el último estertor de su cuerpo convulsionado.

Ahora, todavía tumbada sobre la cama, ella mira la fotografía de su esposo en la mesita de noche. Mientras lo mira, se echa un dedo a la boca, lo muerde, y sonríe, traviesa, como si pidiera perdón por la trastada cometida por una niña. Después se levanta, toma el libro y lo devuelve a su lugar en la estantería. Antes de salir de la biblioteca, le guiña un ojo y con el dedo índice colocado en sus labios como cuando se manda callar a alguien, le pide que le guarde el secreto. Después cierra la puerta de la biblioteca y el aire que produce al cerrar, agita levemente, en el libro, el ufano marcapáginas de seda rojo.

domingo, 10 de septiembre de 2017

375. Leer a Landero



Escritores noveles: abandonad toda esperanza. Después de leer a Luis Landero, cualquier cosa que escribáis os va a parecer un sucedáneo literario, la alegoría platónica de la caverna, el caviar de beluga del Mercadona, la burda estampa de vuestras aspiraciones, el Ecce Homo de Borja. Entonces, ¿es mejor no leer a Landero para no alimentar frustraciones, lastimeros ayes de impotencia, papeleras rebosantes y oleadas de suicidios? Pues todo lo contrario. Nunca ha sido tan necesario como hoy para el escritor novel (y para los no tan noveles), leer a Landero. Porque sólo leyendo a Landero y a los otros grandes maestros de la literatura, seremos capaces de ponderar nuestros propios textos y recibir nuestra buena bofetada de humildad antes de decidir dar a la imprenta aquel libro del que nos sentimos tan orgullosos y que no pasa de deplorable pasquín para el autobombo y la tonta vanidad. 
Existen muchas maneras de entender la literatura. Pero para mí hay un requisito que me parece insoslayable: la literatura entendida como arte. Nicanor Parra tituló a su décimo poemario Artefactos jugando con la etimología: los poemas estaban escritos, hechos, con arte. Igual que el pintor utiliza su paleta y el escultor su cincel para sus obras artísticas, el escritor, que es otro artista, se sirve de la palabra para crear belleza. Todo lo demás podrá considerarse literatura pero nunca pasará a los manuales, porque sólo resiste a la inquina del tiempo aquello que en su belleza perpetúa su atemporalidad y su universalidad. El resto es accidente, circunstancia, consumo, usar y tirar. Se puede comulgar o no con las novelas de Landero, con su carácter sugestivo, evocador, con su ritmo demorado, con su prosa envolvente, con su elegancia cervantina y galdosiana; hay quien dirá que prefiere la sucesión vertiginosa de lances argumentales y lo cifre todo en el imperio de la acción; no hallará eso en Landero. Pero nadie podrá negar el uso exquisito que el autor extremeño hace de la palabra, elevada a categoría artística; y todo ello sin exhibicionismos retóricos ni prurito de deslumbrar, sino, simplemente, con el reverencial respeto a la materia prima de su labor literaria: las palabras. Especialmente sus obras memorialísticas son una fiesta del verbo, delicado como sus personajes, que acuna y acaricia al lector y lo lleva en volandas merced a un formidable dominio de los resortes narrativos. Da la sensación de que Landero podría dilatar sus libros hasta el infinito sin que tuviera que pasar necesariamente nada trascendental en el argumento y que, no obstante, el lector lo seguiría sin rechistar, leal, mecido por la prosa, narcotizado por el simple devenir de las frases, instalado en el mágico estado de sucederse él mismo en el acto de la lectura, como una verdad ontológica. La palabra, con Landero, no se siente violentada, no se somete a escorzos extraños ni al artificio; fluye retroalimentada por su propia inercia, como un río de aguas calmas, literatura en estado puro. Resulta complicado acabar un libro de Landero y tomar otra lectura porque, casi siempre, uno debe asumir la renuncia a esa pureza. Podemos entretenernos con otras historias originalísimas, podemos sentirnos amarrados a las incógnitas de una trama o sentirnos retados por el juego intelectual que otro autor nos proponga, pero casi siempre sentiremos que nos falta algo, que hay un destierro cruel tras acabar las novelas de Landero y que casi todo lo que leamos después alberga unos visos de provisionalidad, como el hotel de una ciudad extranjera o el vestíbulo de un aeropuerto, meros trámites antes de volver a casa.

Así que, escritor novel, lee a Landero. Porque necesitamos que te frustres, que emitas ayes de impotencia, que colmes las papeleras de tu despacho y que, en último término, –¿por qué no? – nos hagas el favor de suicidarte. Literariamente (o no).

lunes, 4 de septiembre de 2017

374. El país de ninguna parte

Con esas palabras se refería Federico García Lorca a la Alpujarra en alguna de las ocasiones en que el poeta granadino visitara Lanjarón entre 1917 y 1935. Era costumbre familiar tomar los baños en el balneario, principalmente la madre, que hallaba en las propiedades curativas del agua alivio a sus dolencias. Lanjarón conserva la memoria de aquellas visitas en el Hotel España, donde se alojaba la familia Lorca y en sus numerosas fuentes, que mezclan los versos del agua con los de Federico. En Lanjarón se dice que el joven Lorca –apenas dieciocho años– halló su primer amor, Maria Luisa Natera, de catorce, las manos de ambos apenas rozándose sobre el teclado de un piano donde compartían su pasión por Chopin.
Desde hace ya 12 años, el Balneario de Lanjarón organiza los cursos sobre cultura y agua. Asistir a ellos es darle la razón a Federico: uno siente, efectivamente, que se encuentra en el país de ninguna parte. En una sociedad empeñada en la contumacia de las banderas, el viajero encuentra en la universalidad del agua y del conocimiento la única patria posible: el país de ninguna parte y el de todas las partes a la vez. En el curso de Lanjarón, uno puede escuchar en arameo todas las voces del agua usadas por los judíos de Al-Andalus en la Biblia. O traspasar los vórtices del tiempo para hallar el origen del agua en el universo. O conocer que el agua en Japón es mucho más que la ola de Hokusai. O que el sueño de los viajes en el tiempo es científicamente posible –ciencia y poesía de la mano, ¿acaso estuvieron alguna vez separadas?–. O caminar por Sierra Nevada, los ojos peregrinos sobre los trazos sorollescos del artista. O bucear por la historia del cine. O denunciar la degradación de nuestra España vacía (vacía de tanto). O pasear por el entorno natural de Lanjarón esmaltándola de literatura. O sentir vivo a Zorrilla. O degustar gotas de microrrelatos. O hallar en el haiku la destilación de la poesía. Y hacerlo con el cuerpo ungido por el agua salutífera del balneario, hisopos ambos, el de la cultura y el del agua para el bautismo definitivo y la promesa del recuerdo perenne.
Y, entre tanto talento, don Antonio Carvajal, agua nutricia de estos cursos, llenando con su presencia de clepsidra cada charla, cada cena, cada palabra. Y recordarlo  subido a la concha que preside la sala de fiestas, –en la concha de Venus amarrado–, flor de Gnido su verbo que enamora y perturba, narrando la famosísima historia de “La Motrilova”, figura señera del imaginario colectivo que ya está pidiendo un romance en perfectos octosílabos.
El próximo año, fíjense si les aviso con antelación, el curso versará sobre agua y superstición, como no podía ser de otra manera en su decimotercera edición. Dicen que Thomas Mann se enjuagaba las manos con agua de violetas antes de escribir. Que el agua estancada en las obras de Lorca presagia la muerte y la esterilidad. Que los griegos colocaban sendas monedas en los ojos de los cadáveres para que las almas de éstos pudieran pagarle al barquero Caronte.  Pero en Lanjarón, las palabras huelen a espliego y romero, el agua corre viva desde sus manantiales de salud y a Caronte –tan largo me lo fiáis–, lo invitamos a una buena sobredosis de agua Capuchina. 



lunes, 28 de agosto de 2017

373. Palabras (Miscelánea barcelonesa)



“Se dice, y es verdad, que ningún barcelonés puede dormir tranquilo si no ha paseado por la Rambla por lo menos una vez, y a mí me ocurre otro tanto estos días que vivo en vuestra hermosísima ciudad. Toda la esencia de la gran Barcelona, de la perenne, la insobornable, está en esta calle que tiene un ala gótica donde se oyen fuentes romanas y laúdes del quince y otra ala abigarrada, cruel, increíble, donde se oyen los acordeones de todos los marineros del mundo y hay un vuelo nocturno de labios pintados y carcajadas al amanecer”. (García Lorca)
“La Rambla de Barcelona es la metáfora misma de la vida, vertiente hacia el mar, que es la muerte, según los tópicos medievales” (Vázquez Montalbán)
“Me gusta esta ciudad, al menos de plaza Catalunya para abajo. Yo me declaro nacionalista de las Ramblas, con todos los idiomas y culturas. En el Raval me siento en mi barrio. Ayer charlé con un camarero pakistaní que me enseñó algunas palabras en urdu”. (Juan Goytisolo)
“La Rambla de espectadores silenciosos, repantigados en las sillas de madera y contemplando el devenir de nuestra gente mientras la fuentecilla encapillada emite un gluglú que no escuchamos, casi apagado bajo el trinar de miles de pájaros que habitan en las ramas de follaje verde celeste y la musiquilla del violinista ciego, sentado delante de un quiosco lleno de revistas que un día dijeron que habían ganado los nacionales y otro día que llegaban turistas y después, hoy mismo, que Cuba se ha vuelto comunista, y muchos edificios están agrandando mi ciudad que vuelve a vivir; ay, fiebre de verano de una Barcelona asustada de su propio crecimiento, ¿quién se acuerda hoy de que un día lloramos?” (Terenci Moix)
“E1 boulevard de las Ramblas estaba vistoso: circulaban banqueros encopetados, militares graves, almidonadas amas que se abrían paso con las capotas charoladas de los cochecillos, floristas chillonas, estudiantes que faltaban a clase y se pegaban, en broma, riendo y metiéndose con la gente, algún tipo indefinible, marinos recién desembarcados. Teresa brincaba y sonreía, pero pronto se puso seria. —El bullicio me aturde. Sin embargo, creo que no soportaría ver las calles vacías: las ciudades son para las multitudes, ¿no crees?”  (Eduardo Mendoza)
“Sentía una gran nostalgia de aquella hermosa nostalgia esa noche de la semana en que
salí del teatro con mis amigos de Barcelona. Las Ramblas estaban más concurridas y delirantes que nunca, todavía con las enormes estrellas de luces de colores de la Navidad. En medio de la muchedumbre bulliciosa, de los gringos despistados y las suecas suculentas y casi desnudas en enero, estaban los exiliados de América Latina con sus ventorrillos públicos de baratijas, con sus niños envueltos en trapos, sobreviviendo como pueden mientras llega también para ellos el barco del regreso.” (García Márquez)
“Una hora después estoy en el hervor de la Rambla. Es esta calle ancha, como sabréis, de un pintoresco curioso y digno de nota, baraja social, revelador termómetro de una especial existencia ciudadana. En la larga vía van y vienen, rozándose, el sombrero de copa y la gorra obrera, el smoking y la blusa, la señorita y la menegilda”. (Rubén Darío)

“És tot un cel de blau i d’alegria /aquesta Rambla meva i em fa esglai / pensar que puc deixar-la sola un dia / la Rambla i jo no hem d’apartar-nos mai! /I quan sigui una vella corsecada /amb tot aquest cabell pansit i blanc, /em trobaran al peu de la parada,/com si jo hi defensés la meva sang. / I els que passin i em vegin sense vista,/tremolant, amb un pom dins la mà,/ diran: “guaiteu, l’Antònia, la florista / ja no pot cridar, ni caminar./I xaruga com és, plena de noses/i de dolors, encara té prou cor,/fidel  a la parada de les roses,/ fins que la vingui a recollir la mort.” (Josep Maria de Sagarra)

Palabras. Contra la barbarie, sólo palabras, anegando el mosaico de Miró.

lunes, 14 de agosto de 2017

372. Viajes literarios: Zamora



Todavía el caminante trae los ojos henchidos de azul mientras camina por la calle Corral de Campanas. La epifanía se ha producido, inopinadamente, unos minutos antes en el mirador del Troncoso. Ahora, por esta callecita estrecha y solitaria que más parece sendero o vereda, el viajero aún retiene el rumor del río Duero, su brochazo manso y demorado entre las aceñas, tocador del puente de piedra, que se mira presumido en su espejo para barnizar su vetustez. Desde la orilla, la ciudad le da la espalda al río, con el recato trágico de una dama que se sabe ya añosa, ajada su belleza antigua, ante la sempiterna lozanía del galán que a sus faldas durante siglos la corteja. El cerco del tiempo se enseñorea tras las murallas de Zamora.
La calle Corral de Campanas desemboca en la explanada de la catedral. Es inevitable alzar la vista y detenerla en su maravillosa cúpula lobulada, madre nutricia de la ciudad, gallina clueca que cobija a los pequeños cupulines que la rodean. Pero su grandiosidad y belleza subyugadoras no distraen al viajero, cuyos ojos buscan un edificio inadvertido en su humildad. A su izquierda, pegado a la Puerta del Obispo de la muralla, se erige la casa de Arias Gonzalo. A la derecha de su muro rectangular, una puerta de madera sella el arco semicircular. Claro que no es la puerta original pero el sortilegio surte efecto igualmente cuando se toma la aldaba y se la golpea: ruido de chiquillería dentro y, tras unos segundos, alguien manipula los postigos y salen Sancho, Urraca y Rodrigo. Los dos niños juegan a batirse en duelo con sus espadas de madera, mientras la infanta, que se ha quedado bajo el umbral de la puerta, sonríe y anima a Rodrigo. Ha salido también Arias Gonzalo, que nos mira con la complicidad resignada de quien ya lo sabe todo. Echa a andar Arias Gonzalo y lo siguen los niños con su juego infantil; marchan deprisa, sus figuras se emborronan, sus sombras se alargan y el viajero los pierde por momentos. Al llegar a la Plaza de la Leña el viajero se apoya sobre sus rodillas y toma resuello. Al levantar la cabeza, observa, de espaldas, presidiendo la pasarela de la muralla, a una dama de negro. El viajero traspasa la puerta de la muralla y comprueba, ya de cara, quién se halla tras la misteriosa figura. Es doña Urraca, apostada en el torreón. El viento mece su vestido. En su rostro afilado y duro, nada ya de su semblante infantil. Rodrigo se halla frente a ella, al pie de la muralla, montado en su caballo. Se dirigen unas palabras que no acertamos a oír. Sólo se imponen los sonidos de los cascos inquietos del caballo, su piafar nervioso. De repente, doña Urraca se vuelve, airada, y desaparece tras el palacio. Rodrigo permanece aún unos segundos y después, resuelto, vuelve las bridas de su caballo y retorna. Una mano se posa entonces sobre nuestro hombro. Es Arias Gonzalo. Y, sin saber cómo, estamos otra vez muy cerca de su casa, en la Calle Postigo. En su extremo, un portillo de la muralla, el de la Traición o de la Lealtad, según se mire. Una voz, como un eco lejano, se escucha desde las almenas: “Rey don Sancho, rey don Sancho, no digas que no te aviso…”.  Irrumpe por el portillo, de golpe, un caballero leonés. Es Vellido Dolfos, con el miedo pintado en la cara. Los guardianes cierran el portón con premura. Vellido se arrodilla ante doña Urraca, que ha salido a recibirlo. Le acaricia la coronilla y se da la vuelta, con paso moroso, enlutado. Nos encaramamos a la muralla por donde ha entrado Vellido. Desde ella observamos el cadáver ensangrentado de Sancho y los gritos de Rodrigo a caballo. Rodrigo no porta espuelas.

Lejos, en el panteón de San Isidoro de León, bajo los frescos románicos, se estremece una lápida anónima. 

lunes, 7 de agosto de 2017

371. Si me queréis, irse



En la ciudad donde vivo existe una amplia avenida donde está prohibido aparcar. La calle dispone de tres carriles, ya que se trata de una zona concurrida, y ello permite agilizar el abundante tráfico. Sin embargo, es raro el día en que el carril más pegado a la acera se halle habilitado para la circulación pues muchos usuarios aparcan en él, pese a las señales de prohibición. Este hecho se ha convertido ya en una costumbre, y hasta los agentes de tráfico parecen hacer la vista gorda, como si existiera un acuerdo tácito entre los ciudadanos y la policía o como si aparcar en un lugar no permitido hubiera emanado de alguna ley consuetudinaria que no se debe cuestionar. El ayuntamiento, impotente, en lugar de sancionar a quienes incurren en la infracción, ha colocado unas señales que permiten aparcar durantes determinadas franjas horarias. O dicho de otro modo, se ha bajado los pantalones siguiendo aquella máxima popular de que si no se puede contra el enemigo, es mejor unirse a él. Consigue, además, otra falacia, la de salvar la honrilla de su autoridad: no es que el ciudadano no obedezca; es que yo, magnánimo y dadivoso, se lo permito. El resultado ha sido que, ahora, los conductores aparcan en doble fila y han limitado la avenida a un solo carril.
Pues bien, es exactamente lo mismo que ha hecho la RAE con el uso de de la segunda persona del plural del imperativo del verbo “ir”. Como todo el mundo dice “iros”, pues ale, se abre la veda. Es signo de estos tiempos donde la consigna es  que la gente tiene que ser feliz y despreocupada, dárselo todo mascado y no complicarle demasiado la vida. También es un síntoma de la crisis de autoridad que existe en todos los ámbitos y el rechazo compulsivo a las normas: los hijos denuncian a sus padres por un cachete, el profesor es una diana de feria, los políticos se saltan a la torera al Constitucional, se dejan los envases del McDonald’s en los bancos públicos, se asaltan autobuses turísticos y yo hablo como me sale del pito. Con el tiempo desaparecerán las tildes (ya lo han hecho algunos diacríticos) y en el futuro tampoco habrá que rebanarse los sesos para saber si un vocablo debe llevar “b” o “v”, irán todas con “b” porque ¿a quién narices le importa ese palabro llamado “etimología”? ¿No suenan igual? Pues todo con “b” y tan anchos. Dirán quienes defiendan la claudicación de la RAE que la lengua no es propiedad de una institución sino de los hablantes. Y tendrán razón quienes así argumenten. Pero también la avenida de tres carriles es de todos los ciudadanos y gracias a la tibieza del ayuntamiento ahora sólo tenemos un carril. Con el idioma pasa igual: cada vez somos más pobres.

Conviene, no obstante, evitar las actitudes reaccionarias y apocalípticas. La lengua es un instrumento vivo y cambiante. Hoy nadie se para a pensar que cuando decimos que vamos al “cine”, estamos utilizando el apócope de “cinematógrafo”, es decir, estamos usando una palabra mutilada, igual que aquello del “tranqui no te pongas nervi”, igual. Y, sin embargo, nadie dice que se va al cinematógrafo. ¿Cómo una palabra mutilada ha devenido en correcta? Pues por el mismo fenómeno que el “iros”. El hablante es el soberano del idioma. Sin estos cambios, aún estaríamos hablando el latín vulgar de los primeros tiempos y a Zaragoza la llamaríamos todavía “Caesaraugusta”. Lo que quiero decir es que lo que acaba de ocurrir con el “iros” responde pefectamente a la normalidad evolutiva del idioma. Otra cosa bien distinta es que la RAE se ponga demasiado espléndida, empiece a permitirlo todo y le dé algún sillón vacante a título póstumo a Lola Flores. 

lunes, 24 de julio de 2017

370. El pasillo 860



Nada más entrar en la biblioteca, el silencio. Y con él, una atemperación, casi instantánea, de nuestro propio cuerpo. No sólo han quedado fuera los cláxones, la inmisericorde ráfaga sonora de las obras, el borborigmo de las gentes;  también nosotros mismos o, para ser más exactos, ese envoltorio falaz con que nos mostramos al mundo, ese ente barnizado por los convencionalismos y los roles aprendidos, esa carcasa, se queda también fuera de la biblioteca, esperándonos apremiante con su reloj y su zapateo inquieto sobre el asfalto, nuestro avatar. Dentro, todo el ruido del mundo se reduce al bisbiseo conventual de las bibliotecarias; termina el jadeo con que hemos cruzado el umbral, y las pupilas llenas de sol se dilatan ante la luz recogida del vestíbulo. Acogerse a sagrado. Fuera, el mundo. Dentro, todos los mundos. Y nosotros, sobrevenido astro, alrededor del cual, orbitan todos ellos. Los libros.

Las signaturas de la Clasificación Decimal Universal presiden cada uno de los pasillos que delimitan, flanqueándolos, las estanterías, como pasadizos que conducen a la faraónica cámara sagrada en la pirámide del saber.Impulsados por una inercia connatural, caminamos hasta el 860. Aquellos tres números se antojan la gematría de los antiguos cabalistas judíos, detrás de los cuales se halla la iluminación. No somos chovinistas ni talibanes del idioma; nuestras lecturas comprenden un bagaje de marcada vocación universal pero no podemos evitar sustraernos al orgullo que nos producen aquellos tres números a los que nos rendimos con pitagórico misticismo y donde se cifra, en su parca destilación numérica, la belleza de la lengua española. Caminar por la vereda tapizada del 860, los pies monacales reverenciando el silencio en su paso amortiguado, es como andar custodiado por los manes que protegen el único hogar en que nos reconocemos seguros, el de la palabra. A izquierda y derecha, los libros son talismanes votivos que nos protegen; el mundo puede reducirse en ese momento a ese pasillo, claustro protector colmado de capiteles bibliográficos. Otras veces nos parece un cementerio donde cada libro es un epitafio y, nos sentimos poderosos demiurgos porque sólo un gesto nuestro, el de tomar el libro del estante, es capaz de resucitar a los muertos, nosotros, médiums e intérpretes de sus voces, sacerdotes supremos, chamanes depositarios del secreto ritual literario, targumanes de los textos sacros. Reconocemos muchos de estos libros, duplicados, en las estanterías de nuestras casas. El don de la ubicuidad de la cultura. Los panes y los peces. Escudriñamos entre los anaqueles para decidir la resurrección de hoy, si es que alguna vez murieron del todo. Entre los huecos que dejan los libros, se intuyen otras sombras, en otros pasillos, celebrando el mismo ceremonial. Se hallan en pasillos contiguos, apenas intuidos entre la celosía libresca, pasillos inhóspitos que casi nunca visitamos, presididos por extrañas combinaciones numéricas. Cuando, al fin, hallamos el libro que buscamos, acudimos al mostrador y lo depositamos con inevitable solemnidad sobre la mesa. Allí, la bibliotecaria asperge con su hisopo tecnológico un haz de luz roja, como si exorcizase al libro de la prisión del olvido en que se hallaba, encerrado tras las rejas de su código de barras. El libro pasa entonces a ser nuestro. ¡Nuestro! Nos dirigimos hacia la salida y franqueamos, con irracional temor, los arcos de seguridad, temibles Escila y Caribdis para el aventurero Ulises, cazador de tesoros. Pero nada ocurre. Retomamos a nuestro avatar. Y huimos, como si hubiéramos cometido alguna profanación.

lunes, 17 de julio de 2017

369. NO VOTARÉ (Los otros 1 de octubre)



El 1 de octubre de 1584 nació en Tordesillas Alonso Castillo Solórzano, uno de los escritores españoles más prolíficos de nuestra literatura. Llegó a vivir en Barcelona y se le considera el padre de la llamada “comedia de figurón”, subgénero dramático parecido a la farsa protagonizado por los “figurones”, personajes cómicos grotescos y defensores de un ridículo orgullo, algo así como Puigdemont, pura farsa y figurón.
El 1 de octubre de 1684 muere en París el gran Pierre Corneille. El dramaturgo francés se rebeló contra la polémica gestión del Cardenal Richelieu y le recordó en su obra Horacio que los políticos no están por encima de la ley.
El 1 de octubre de 1856 Flaubert comienza a publicar por entregas en La Revue de Paris, su obra más reconocida, Madame Bovary. De esta novela, Vargas Llosa dijo que “el drama de Emma es el abismo entre ilusión y realidad” (otra vez el adúltero, adulterado, Puigdemont). A Flaubert la Historia lo recuerda porque pertenece a la patria de las palabras, la única patria común.
El 1 de octubre de 1500, Cristóbal Colón es encarcelado por los Reyes Católicos por sus abusos tiránicos en La Española, contraviniendo la posición de Isabel I, que defendía la igualdad entre indios y españoles. No necesitamos héroes así. Quizás después de este dato, alguien renuncie a las tesis catalanistas sobre el origen de Colón; no vayamos a mancillar la pureza de la raza.
El 1 de octubre de 1792 se funda el Diario de Barcelona, donde llegó a escribir Joan Maragall…en castellano. ¡Anatema!
El 1 de octubre de 1880, Thomas Alva Edison funda la primera central eléctrica del mundo. ¡Luz para el ciego Puigdemont!
El 1 de octubre de 1901 se funda la SGAE. Puigdemont quiere para sí los derechos de autor de Cataluña pero Cataluña no es patrimonio de Puigdemont.
El 1 de octubre de 1905, un joven carpintero llamado František Pavilíc es asesinado en Brno  por la bayoneta de un soldado imperial durante las protestas que se llevaron a cabo en esa ciudad checa para pedir pacíficamente una nueva universidad. ¿De qué habla Puigdemont cuando habla de represión española? En su recuerdo, el músico  Leoš Janáček compuso la famosa Sonata para piano 1.X.1905. ¿Qué sonata compondrá la Historia a Puigdemont?
El 1 de octubre de 1931, se aprueba el sufragio universal femenino en España con urnas de verdad para causas de verdad.
El 1 de octubre de 1946 se dicta sentencia en Núremberg a los asesinos nazis responsables del Holocausto. Stefan Zweig, que abominó de cualquier tipo de nacionalismo, no pudo verlo. Se había suicidado en Petrópolis cuatro años antes.
El 1 de octubre de 1958 se funda la NASA. Donde unos ven fronteras y muros, otros tienen por límite el universo entero. Puigdemont debiera leer a Carl Sagan.
El 1 de octubre de 1969, el Concorde rompió por primera vez la barrera del sonido. Hay que viajar más, señor Puigdemont, y salir del terruño.
El 1 de octubre de 1982, Sony y Philips empiezan a comercializar los primeros discos compactos. Puigdemont está aún en el vinilo.
El 1 de octubre de 1989, Dinamarca legaliza los matrimonios homosexuales. A Puigdemont lo que le gusta es casarse consigo mismo. O practicar el naci-onanismo.

El 1 de octubre de 2017, todos más pobres.