miércoles, 30 de marzo de 2011

92. Todos eran mis hijos

El 27 de marzo se celebró el Día Mundial del Teatro. El año pasado pude disfrutar de una de las múltiples representaciones que se celebraron por toda España y fui testigo de la lectura del manifiesto de la mano de Paco Valladares. Fue un momento mágico el que se creó en el Teatro Castelar de Elda. Este 2011 no he tenido esa oportunidad, pero he leído que el nuevo texto aboga por la defensa del teatro como un arma de paz  frente  a la realidad bélica que estamos viviendo. En esta línea, me gustaría recordar el drama de Arthur Miller titulado Todos eran mis hijos, estrenado en Nueva York en 1947, poco después de la II Guerra Mundial, ante un público que todavía no había olvidado los horrores de la  contienda.
Miller presenta la historia de la familia Keller y los conflictos que atormentan a cada uno de sus miembros: Kate, la madre, que vive obsesionada por el regreso de su hijo Larry -desaparecido en la guerra- y no acepta bajo ningún concepto que su otro vástago, Chris, se haya enamorado de la que fuera novia del hijo ausente; el padre, Joe, que lleva sobre sus espaldas el peso del remordimiento de que su negocio vendiera unas piezas defectuosas para aviones que provocaron la muerte de 21 soldados americanos, si bien la culpa recayó sobre uno de sus empleados; completa la lista de personajes Chris, que siente la necesidad impetuosa de retomar las riendas de su vida y se siente orgulloso de haber participado en la defensa de su país.
Los jóvenes Chris y Ann deciden luchar  por su amor, mas poco a poco descubren los terribles motivos que explican los comportamientos de Joe y Kate, hecho que provoca el desmoronamiento de los principios que el chico admiraba de sus progenitores. Chris descubre que su familia vive un engaño por el miedo que tiene su padre a reconocer el fatal error que cometió en el pasado y del que ha conseguido eludir su condena para salvaguardar de alguna manera la unión familiar. Su padre no es la persona íntegra a la que admiraba; ante los ojos del joven es un pusilánime que no ha tenido la valentía del saldar su deuda con su país. Llegados a este punto, cobra total coherencia la expresión "todos eran mis hijos" puesta en boca de Joe cuando explica a Chris el porqué de su conducta. Esta revelación provoca el rechazo más absoluto de su hijo y, superado por la situación, Joe lleva a cabo un acto desesperado con el que intenta expiar su culpa y que supondrá el desmoronamiento definitivo de la familia.
Se suele afirmar que los dramas de Miller son universales y el que nos ocupa no viene sino a demostar esta idea, pues más allá de la crítica a las industrias armamentísticas y a la reflexión concreta sobre las consecuencias derivadas de la II Guerra Mundial, el dramaturgo es capaz de plantear al espectador temas atemporales como la capacidad de juzgar a los demás y el dilema interno que se puede generar en cualquier ser humano entre la culpa y el remordimiento. Pues, ¿qué hubiéramos hecho si fuésemos Joe Keller, reconocer nuestro error y pagar nuestra deuda con nuestro país o bien seguir adelante para mantener con vida lo que queda de una familia desmembrada? ¿Qué haríamos si fuésemos Chris y nuestro padre se hubiera visto implicado en tan turbio asunto? ¿Está por encima el amor a la patria o los lazos familiares? Éstos son algunos de los dilemas que se le plantean a los espectadores y son prueba de que más allá del marco temporal y espacial, Arthur Miller consigue romper barreras y conectar con cualquier público.
Por otra parte, la obra que nos ocupa no se representaba en España desde 1988 y desde el pasado septiembre tenemos la oportunidad de redescubrir este clásico de la mano de un elenco maravilloso de actores: Carlos Hipólito, esa voz que se cuela en nuestros hogares cada semana para relatar las peripecias de la familia Alcántara, demuestra unas dotes interpretativas impecables; Gloria Muñoz encarna perfectamente a una madre desesperada por la ausencia del hijo; Fran Perea, que protagoniza junto a Hipólito uno de los momentos más tensos del drama y que no desentona con respecto a la interpretación de su maestro y Manuela Velasco, que debuta en las tablas con esta representación y no desmerece a su apellido.
En definitiva, esta nueva puesta en escena de Todos eran mis hijos no dejará indiferente a nadie y nos brinda la oportunidad de disfrutar del buen hacer de estos actores. Y no importa que sea el Día Mundial del Teatro o no, cualquier momento es bueno para sumergirnos en el maravilloso mundo del teatro.

(El Festival de Teatro Clásico de Almagro presentó el pasado fin de semana su programación para el próximo festival de estío, haciéndolo coincidir así con los variados eventos que se prepararon para celebrar el Día Mundial del Teatro. Si están interesados en acudir, sean raudos y veloces para conseguir las entradas pues es mucha la demanda. Merece la pena).

domingo, 27 de marzo de 2011

91. Don Carnal y Doña Cuaresma


Que vida y literatura están íntimamente imbricadas, lo demuestra el hecho de que para cualquier experiencia vital, se pueden hallar otras tantas referencias literarias. De modo que, al igual que el creyente busca el consuelo en los textos sagrados para aliviar y encontrar respuestas a las vicisitudes de su vida, el amante del arte literario halla aliento y compañía al saberse representado en esa otra biblia laica que le coloca en el mundo y le explica. Pero no es mi intención ponerme trascendente. Sólo quiero traer, a colación de lo dicho y aprovechando que estamos en plena Cuaresma, el famoso capítulo que el Arcipreste de Hita incluye en su Libro de Buen Amor. Y anuncio que me reservo para otro momento una de esas coincidencias entre vida y literatura mucho más jugosa que la que hoy ofrezco que, a buen seguro juzgarás, exigente lector, tan facilona y recurrente. Apelo a tu natural indulgente en tiempos de penitencia.

Pocas personalidades tan genuinas como la de Juan Ruiz, que fue Arcipreste de Hita (Guadalajara) en el siglo XIV. Su Libro de Buen Amor rebosa vigor y luminosidad en una Edad Media que lentamente agonizaba, dejando atrás el oscurantismo teocéntrico que convertía al mundo en un “valle de lágrimas”, mero tránsito para la otra vida. Los versos del Arcipreste brotan torrenciales de su creatividad desbordante para ofrecernos un lienzo vivísimo de aquella España que se asomaba prematuramente a los albores del Renacimiento, a falta aún de dos centurias. Bajo el velo moralizante, se encuentra en realidad, un ser humano de carne y hueso que, como decía Salvatore Battaglia, “fracasa a veces en su propósito de definir la vida como debe ser, pero acierta siempre cuando pinta la vida como es”.

En el capítulo que nos ocupa, don Carnal y doña Cuaresma mantienen una batalla alegórica muy lejos de la gravedad de los grandes tratados doctrinales. Al contrario, la comicidad del pasaje hace desfilar a los versos de la cuaderna vía con un desparpajo inusitado para el molde métrico de la clerecía. Parodia de las batallas épicas y caballerescas, Doña Cuaresma envía unas cartas a don Carnal presentándole la futura lid: “De mí, Doña Quaresma, justiçia de la mar,/alguaçil de las almas que se han de salvar,/a ti, Carnal goloso, que te non cuidas fartar,/envíote el Ayuno por mí desafiar” (cuaderna 1075, Cátedra). Don Carnal reúne su ejército formado de gallinas, perdices, conejos, capones, patos, cerdos, vacas y demás animales de carne. Resultan divertidas las descripciones que parodian las acostumbradas solemnidades del desfile militar, como aquella en la que los pavos reales vienen con sus pendones enhiestos, en referencia a sus colas: "Trayá buena mesnada rica de infançones:/muchos buenos faisanes, los loçanos pavones,/venian muy bien guarnidos, enfiestos los pendones,/trayán armas estrañas e fuertes guarniçiones" (cuaderna 1087, Cátedra). El día de la batalla y tras una noche de excesos en el campamento de Don Carnal donde “hablaba mucho el vino, de todos alguacil”, las huestes marinas de Doña Cuaresma se presentan por sorpresa y empieza el combate. A la manera épica, se describen los duelos individuales como aquel en el que el pulpo vence a los pavos, faisanes, cabritos y gamos porque “como tiene muchas manos, con muchos puede lidiar”. Derrotado Don Carnal, cumple su obligada penitencia pero la vulnera el domingo de Ramos cuando huye de la iglesia donde cumplía los rezos prescriptivos. Tras recomponer sus huestes, se dispone a entrar en la ciudad donde residía Doña Cuaresma que, asustada, huye antes de la entrada de aquél. El pueblo recibe a Don Carnal victorioso el lunes de Pascua de manera apoteósica, digna de degustarla en la lectura, y todos se disputan darle alojamiento, clérigos incluidos, lo que le sirve al Arcipreste para trazar una radiografía social de la época y, de paso, poner en evidencia a sectores de la clerecía que se desviven por ser ellos los anfitriones de tan pecaminoso huésped.

En definitiva, un texto simpático para estos días que nos debiera hacer recordar que hay ayunos que no son tolerables: como el de la lectura de nuestros clásicos.

domingo, 20 de marzo de 2011

90. Antoni Coll

Entre las muchas prendas que visten la personalidad de Antoni Coll hay una muy reconfortante en los tiempos que corren que es la de su humildad intelectual. Cuando se mantiene una conversación con él de las que podríamos llamar “culturales”, a uno se le antoja que Antoni se reserva mucho más de lo que dice, quizás huyendo del exhibicionismo petulante. Rara virtud ésta en un mundo donde la gran mayoría habla demasiado y con vanidad de lo poco que conoce para compensar lo que calla por lo mucho que ignora. En la “Plumilla” del día siguiente a la presentación de su último libro, Antoni daba las gracias a los asistentes al evento pero se guardaba muy bien de presentar su agradecimiento como un pretexto para publicitar su libro. De tal modo que Antoni Coll, notable paradoja, casi nos estaba pidiendo disculpas por dar las gracias, lo que da buena cuenta de su prudencia.

Pero que Antoni sabe, y que sabe mucho, no nos pasa desapercibido a los que tenemos la suerte de atesorar su amistad, por más discreción que le acompañe. Recuerdo uno de los últimos encuentros que tuve con él en una cafetería próxima al Diari de Tarragona. Yo iba cargado con un montón de libros que tenía pensado devolver esa tarde a la biblioteca. Antoni se interesó por los títulos y, entre ellos, le llamó la atención uno de José Orlandis, La vida en España en tiempo de los godos. De repente, Antoni comenzó a hablar de Orlandis, a quien había conocido personalmente y a contar anécdotas muy curiosas sobre la figura del historiador. Así que, aquel libro que yo había manejado como un instrumento puramente funcional, cobraba, al calor de las palabras de Antoni, un nuevo cariz, un alma en letras de molde donde la sangre de su autor circulaba en tinta negra, que a mí me pareció enlutada cuando el mismo Antoni me informó aquella misma tarde que Orlandis acababa de fallecer. Recuerdo que cuando dejé el libro en el mostrador de devoluciones de la biblioteca, acaricié levemente el lomo en esa carantoña que se le hace a los libros con alma. Y es que éste ya lo era merced a Antoni.

Sirva lo dicho para hacerse una idea de lo que el lector puede encontrar cuando lea Mis seis diarios. Memoria de cuarenta años de periodismo, editada por Milenio y prologada por Carles Sentís. El libro narra las vicisitudes de los seis periódicos en los que trabajó Antoni Coll, una suerte de aquella intrahistoria acuñada por Unamuno donde, al lado de los grandes acontecimientos históricos, se cuentan también las experiencias individuales, paralelismo que en el trabajo periodístico cobra una mayor significación por el vínculo evidente que se establece entre ambas realidades. La amenidad del libro viene auspiciada por las sabrosísimas anécdotas, que no conviene desvelar para no frustrar el factor sorpresa, y por la estructura dialógica, heredada del ensayismo del siglo XVIII, como no podía ser de otra manera, siendo el autor un ilustrado de nuestro tiempo. Pero el libro rebosa, ante todo, humanidad. Antoni Coll evoca con delicadeza y ternura la extensa nómina de personas que se cruzaron en su camino e, incluso aquellos de los que no guarda un buen recuerdo, son tratados con elegante condescendencia. Existen algunas escenas costumbristas muy de época que hacen esbozar una sonrisa nostálgica, incluso para los que no las vivimos. La fina ironía con la que se tratan algunos pasajes contribuye también a esa sonrisa cómplice que ayuda a dibujar la especial atmósfera confidencial que se crea con el lector. Coherente por la firmeza de sus convicciones, el libro es una atalaya desde la que el autor, con la seguridad que dan los años, otea el mundo pasándolo por el tamiz de sus propias ideas, sin el yugo de querer agradar a todos. Porque Antoni es quien es por su honestidad limpia. Por eso, se encontró una sala repleta en la presentación del libro y esta vez no fue necesario esperar a pie de máquinas a que la agencia enviara los aplausos.

miércoles, 16 de marzo de 2011

89. La maestra Josefina

Al conocer la muerte de Josefina Aldecoa, la primera de sus obras que me ha venido a la cabeza ha sido Historia de una maestra. Al principio me he reprochado a mí mismo esta simplificación de la producción narrativa de la escritora leonesa. Primero, porque seguramente no es el mejor de sus libros (en ocasiones cae en el sentimentalismo fácil de las evocaciones idealizadas). En segundo lugar, porque no deseaba caer en el tópico de citar su obra más conocida (a veces, de forma inmerecida, la única de la autora que se puede encontrar en los anaqueles de las librerías). Pero la memoria es siempre selectiva por algún motivo. Y es que la vida de Josefina Aldecoa es la historia de una maestra. Su vocación pedagógica, heredada del krausismo y de la venerable Institución Libre de Enseñanza, es un ejemplo de dedicación entusiasta a la docencia en un momento en que el profesorado no disponía de los recursos que hoy se le facilitan y cuya utilidad se antoja totalmente sobredimensionada si partimos de las experiencias pedagógicas que en ese libro se recogen. La figura del maestro, que sólo disponía de su palabra y entrega, se erige majestuosa ante los nuevos gurús de las pizarras y libros digitales.

Eclipsada por los escritores con los que compartió generación, entre ellos su propio marido, Ignacio Aldecoa, del que tomó incluso el apellido, a Josefina Rodríguez creo que le hubiera gustado que se la recordara principalmente por su verdadera pasión. Y si nadie puede discutir su calidad como la escritora Josefina, estoy seguro de que a ella no le importaría que en su epitafio rezara el noble marbete de “la maestra Josefina”.

[En la foto, Josefina Aldecoa en una representación de las misiones pedagógicas. Fuente: El País]

domingo, 13 de marzo de 2011

88. El teatro de verdad

Hay veces en las que un teatro cualquiera puede convertirse en un corral de comedias. Y si reparamos en nuestra indumentaria, es posible que, sin saber cómo ni cómo no, nos veamos ataviados con herreruelo, greguescos, calzas, y borceguíes, acompañando a nuestra dama, que en esto de ir a la moda cortesana no le va a la zaga, y que luce con gracia la saboyana y los chapines. No hace falta esperar al Carnaval. Para que surta el sortilegio sólo es necesario acudir al teatro y que sobre sus tablas actúen los componentes de la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC). Así que acomódense, pidan al alojero ese brebaje de agua, miel y canela, y aguanten con estoicismo los empujones del sufrido “apretador” que comprime al público en el patio para que todos quepamos. Aunque, a tenor de nuestros trajes, a buen seguro evitaremos tales incomodidades y gozaremos de la función detrás de las celosías de los aposentos superiores. ¡Y a disfrutar!

25 años de teatro sin inventos
Cuando en 1986, Adolfo Marsillach fundaba la CNTC con el estreno de El médico de su honra, de Calderón de la Barca, sin saberlo estaba construyendo el bastión desde el que defender nuestro teatro áureo de las acometidas vanguardistas de algunos directores que, bajo el pretexto de modernizar las obras y adaptarlas a los nuevos tiempos, nos castigan con sus excentricidades. Los directores que desean dar una vuelta de tuerca más a una obra clásica, aspiran a erigirse en baluartes de una modernidad mal entendida. El esnobismo vanguardista es una patraña. Así, de las vanguardias literarias que florecieron a principios del siglo XX, sólo han sobrevivido con dignidad en los manuales de Historia de la Literatura, aquellas que supieron conjugar modernidad y tradición y que respetaron el espíritu de lo clásico, reformulándolo con gusto. El resto no ha dejado más huella que la de efímeras anécdotas. Algunos estamos hartos ya de que un calcetín colgado en la puerta de un armario vacío represente la soledad del ser humano (léase ARCO y otras mandangas).

Cimentada en la palabra
Uno de los puntos que la CNTC incluye en el decálogo de su página web (en realidad son 9 puntos) es el de estar “cimentada en la palabra y en la belleza del español”. Y ese es el fundamento mayor. Los proyectos artísticos de la Compañía no requieren de más artificio que aquel genial construido por los grandes dramaturgos del siglo XVII a través del lenguaje. La palabra se enseñorea con tal protagonismo, que se permite prescindir de la imagen, ese asidero al que se agarran los que buscan ocultar la torpeza de su arte, aprovechando con desleal oportunismo el auge de las nuevas tecnologías. En muchas de las obras de la CNTC no hay apenas decorados ni gran aparato escenográfico, como no lo había en los corrales de comedias de los Siglos de Oro. La razón es que no hace falta. Porque la palabra, que evoca, que embellece, que comunica (¡cómo olvidamos en estos tiempos que la palabra debe comunicar!), la palabra, que es dueña y señora única del arte literario, suple cualquier atrezo. Y para que la palabra quede sublimada se necesita, además, alguien que la sienta y la viva con vocación. Esas virtudes la ostentan sin discusión alguna los actores de la CNTC, cuyo mérito nunca será lo suficientemente ponderado. Sin el caché mediático de los actores televisivos, son, sin embargo, la esencia de la profesión: dicción impecable, interpretación portentosa, prodigiosa memoria, amor y pasión, entrega.

No sé qué veredicto darían los llamados mosqueteros del siglo XVII, aquellos que ocupaban de pie el patio de los corrales de comedias y de cuya opinión bullanguera dependía el éxito de la función. Pero no hay debate entre los mosqueteros del siglo XXI: en el vocerío y la bulla de éstos últimos imperan los bravos y el fervoroso, emocionado aplauso. Enhorabuena.