martes, 28 de abril de 2015

284. Escupir sobre don Juan



El proceso de desmitificación a que ha sometido Blanca Portillo al Tenorio de Zorrilla adolece en mi opinión de dos defectos insalvables. El primero de ellos parte de una falacia que la actriz y directora quiere colarnos con calzador; consiste esta falacia en tomar como verdad indiscutida que los españoles hemos acabado simpatizando con las atrocidades que don Juan comete a lo largo de su vida disoluta; que miramos con indulgente condescendencia las execrables acciones del personaje; y que hasta admiramos la donosa desenvoltura con que lleva a cabo sus abominables conquistas. Y entonces la Portillo tira de Zorrilla y en cada entrevista que concede, en cada folleto de la obra y en cada representación de la misma enfatiza obsesivamente y hasta el aburrimiento aquellos famosos versos puestos en boca de don Juan, que dicen: “Por dondequiera que fui,/ la razón atropellé,/ la virtud escarnecí,/ a la justicia burlé /y a las mujeres vendí./ Yo a las cabañas bajé,/yo a los palacios subí,/yo los claustros escalé /y en todas partes dejé/ memoria amarga de mí”. Y, claro, la Portillo se escandaliza al pensar que el imaginario colectivo pueda tratar como héroe literario a quien con tan repugnante orgullo presume de tales prendas. Hasta el diccionario de la RAE recoge una entrada con el sustantivo “donjuán”. Pero es que Blanca Portillo no puede arrogarse con sus prejuicios la opinión general de los españoles y mucho menos utilizar ese prejuicio para justificar su versión teatral. Una cosa es que el personaje siga ejerciendo una fascinación entre el público y otra que éste acepte la inmoralidad de sus actos. Si don Juan resulta todavía una figura subyugante no es por su depravación sino  por esa erótica del mal que desde siempre ha perturbado a los lectores y que convierte a los personajes no en hombres sino en alegorías. Es lo que Baudelaire llamó la “voluptuosidad única y suprema de hacer el mal”. Don Juan es un personaje satánico (los versos de Zorrilla aluden a esa condición en numerosas ocasiones) y su atracción no reside en la vulneración de los códigos éticos más fundamentales, sino en la fuerza arrolladora de un espíritu que no es de este mundo.
El segundo obstáculo infranqueable de esta nueva versión es aún más demoledor: el propio texto de Zorrilla. Mientras don Juan no ha sido tocado todavía por la conmoción redentora del amor, la versión de Blanca Portillo funciona bien y consigue su propósito desmitificador: muestra a un don Juan bravucón y despreciable y exagera odiosamente sus vicios como hombre. Acertadísima es la escena donde doña Inés lee la famosa carta de amor; mientras en su ingenuidad recibe las palabras encendidas de la misiva, en un rincón del escenario se representa a don Juan escribiendo esa misma carta en un punto cronológico anterior mostrando a través de sus gestos que las palabras de amor que escribe son en realidad pura retórica y falsedad. Pero en cuanto don Juan se enamora, el aparato deconstructor de Portillo se desmorona. El texto de Zorrilla es meridianamente claro y no da lugar a equívocos: don Juan se arrepiente sinceramente. ¿Qué hacer ante este don Juan humanamente arrepentido si lo que se pretende es destruirlo como icono? La única opción es alterar el texto, cambiar el final. Pero Portillo desea respetar el original y esto es totalmente incompatible con su propósito. El resultado es una representación incoherente, forzadísima, que tiene su sonrojante culmen al final cuando doña Inés, tras perdonar a don Juan, escupe ilógicamente sobre su cadáver. E instantes antes, el propio actor que encarna a don Juan, interrumpe la actuación para interpelar al público y reprocharle la injusta espera de la salvación del héroe. El producto final es así un quiero y no puedo. Y, además, esa vocación exhibicionista de izquierdismo feminista y militante anula otro valor muy de la izquierda buenista: el derecho a las segundas oportunidades. ¿O es que la reinserción es plausible para el violador, el pederasta o el etarra de turno y no lo es para don Juan enamorado? 

martes, 21 de abril de 2015

283. Patria chica




Las azoteas eran el mirador de nuestro mundo de extrarradio, horizonte de cemento, antenas y ropa tendida. El lugar desde cuyas alturas uno aprendía a amar a su barrio y a la vida. Bajo los cables eléctricos y la luz cegadora que reverberaba de las sábanas blancas, Bonavista palpitaba en la honrada pulsión de sus gentes humildes y trabajadoras, a quienes la miseria o la promesa de un porvenir les habían arrancado de sus lugares de origen, trayendo entre los dedos la polvareda perpetua de sus desahucios y en la boca, el tesoro de una lengua tamizada por el cedazo múltiple del castellano. Andaluces, valencianos, extremeños, murcianos, aragoneses, castellanos, que educaban con esfuerzo y abnegación a sus hijos, la primera generación de nuevos catalanes para quienes la capital era sólo una quimera y el pueblo de sus padres el lugar que se visitaba en los veranos, ni andaluces ni extremeños ni catalanes ni nada, herederos sólo de una patria chica entre las lindes de una barriada de periferia rodeada de chimeneas.
Parte de la razón de ser de Bonavista se halla en esas fábricas. El barrio nació como una extensión de ellas, asentamiento que, al abrigo incierto de su señor feudal, recogía a los vasallos proletarios. Y como a todo señor feudal, pagábamos también nuestro tributo a cambio de la protección del jornal. Soportábamos la polución y los olores nauseabundos. El azul de nuestro cielo enfermo adoptaba los tintes purulentos de los gases amarillos. A veces, una fuga accidental de etileno explotaba con estrépito tal que la onda expansiva quebraba los cristales de las viviendas o bufaba las persianas de las cocheras. Mientras tanto, los señoritos de la ciudad acudían al barrio los domingos para comprar en el mercado y tapear en El Paraíso, o se divertían en la Feria de Abril, como aquellos nobles del Renacimiento que se disfrazaban de pastores para sus fiestas bucólicas. Pero al igual que éstos volvían luego a sus palacetes, las gentes de la capital regresaban también a sus pisos de la Rambla y se llevaban el pintoresquismo del barrio y su folclore para la tertulia del café. Nosotros, los charnegos, nos quedábamos con nuestras calles sin asfaltar y las otras viejas demandas urbanísticas; con la contaminación y el miedo a un nuevo reventón industrial a dos pasos de nuestras casas. Y con el orgullo de nuestro mercado, lleno de basura y fruta podrida tras la barahúnda comercial. Las fábricas y el mercado, el segundo más grande de Europa, eran dos de los principales activos económicos de Tarragona. Pero de Bonavista, cuyo concurso resultaba clave, sólo se acordaban para el paseo dominguero, para relatar el crimen del hacha o para constatar que el barrio era el último bastión que resistía los nobles embates del catalanismo “integrador”.

Ahora Bonavista ya tiene su libro. Federico Bardají, junto a Salvador Serrano, Josué Navarro y Ana Tere Nula, presentó el pasado sábado Bonavista. Una biografía social, publicada por Silva, la editorial de Manuel Rivera, a quien nunca podremos agradecer lo suficiente la encomiable labor de mecenazgo que lleva a cabo en nuestra ciudad. Pasear por sus páginas supone, para muchos de los que hemos sido anulados por las banderas, reencontrarnos con algo lo más parecido posible a eso que llaman identidad. El exhaustivo volumen de documentación convierte a la obra en un excelente friso histórico y social que trasciende los límites de su localismo para explicarnos realidades tan significativas como la inmigración y el instinto de supervivencia cultural, de ahí su valor científico. Pero es, sobre todo, una biografía sentimental, un himno de papel que vale para todos los que hemos crecido y vivido en Bonavista. En Bonavista o en cualquier otro barrio, porque ser de barrio es universal. Y aunque un libro no pueda explicar nunca del todo lo que significa ser de barrio, hay barrios que merecen ser explicados en un libro.  



lunes, 20 de abril de 2015

282. León: el panteón del Romancero.



Una confusa masa de sombras bisbiseantes se agrupa en torno. La monótona letanía se adueña de toda la estancia; su murmullo grave espesa el aire, parece trepar por las paredes de piedra, agobiante, como las figuras espectrales que los cirios alargan, sinuosas, sobre los muros, con su fúnebre baile cimbreante. Latines al conjuro de la muerte y danza macabra de las sombras que seremos. 
Doña Sancha se inclina para secar con un paño la frente perlada del rey, ayer coronada de ceniza en San Isidoro. Se muere don Fernando, pero aún tiene aliento para pensar en las heredades de sus hijos. Ofrece León a Alfonso; Castilla a Sancho; Galicia a García. Les hace jurar en su lecho de muerte que ninguno de ellos contenderá contra el otro por los reinos repartidos. Todos juran menos Sancho, que calla. El silencio de Sancho. De repente, irrumpe en la cámara la infanta Urraca y entre voces lastimeras se queja del desamparo en que la deja su padre. Fernando le concede el infantazgo de Zamora; a Elvira le entrega Toro. Doliente se siente el rey, el buen rey castellano, los pies tiene hacia el oriente y la candela en la mano. Ya se le nubla la vista, la ladea hacia don Sancho. El silencio de Sancho. Un estertor y Fernando ya no es Fernando. Salen todos cabizbajos. Sancho y Urraca abandonan la habitación a la vez y se topan bajo el umbral de la puerta; ella le cede el paso a su hermano y al cruzarse se miran a los ojos un instante, quizás algo más. Sancho titubea y luego, ya resuelto, abandona León junto a su amigo Rodrigo, el de Vivar. Desde las almenas, Alfonso y Urraca los ven alejarse. Sancho cabalga con brío, Rodrigo sin espuelas. Sancho se vuelve un momento: Urraca en las almenas.

El panteón de San Isidoro

La basílica de San Isidoro en León, mandada levantar por Fernando I y Sancha para trasladar allí los restos del santo desde Sevilla (viaje digno también de una epopeya), encierra en los sepulcros de su panteón el germen del primer Romancero del Cid. Allí yacen, aparte de otros reyes leoneses, Fernando I y su mujer; y las infantas Urraca y Elvira; también el malhadado infante García, algo anterior, muerto jovencísimo por los Vela, familia rival de Fernán González, el primer conde castellano y del que los romances dieron también buena cuenta. Durante la Guerra de la Independencia, los soldados franceses utilizaron los sepulcros como abrevaderos para sus caballos y exhumaron los cadáveres buscando los ajuares reales. Mezclaron los huesos y destruyeron las lápidas, que hoy no son más que unas mudas losas de cemento. Acaso eso sea el Romancero: un revoltijo de huesos de distintos cadáveres sepultados bajo una lápida anónima. Y, sin embargo, muertos que resucitan cada vez que el pueblo evoca con sus versos los viejos lances de la Historia. En ese momento ya da igual que uno no pueda leer ninguna inscripción sobre los sepulcros ni identificar los regios despojos. Reviven, si es que murieron nunca, y, bajo los maravillosos frescos románicos que adornan las bóvedas, Fernando reparte de nuevo sus reinos, Sancho cerca Zamora, Urraca urde su intriga, Alfonso conspira, el Cid, sin espuelas, no da alcance al traidor Vellido Dolfos… Y repiten su paso por el imaginario colectivo como se repite el calendario románico del panteón, que parece estar allí para recordarnos el ciclo infinito de la memoria. Acaso esos labriegos de los frescos que trabajan la tierra con denuedo entretienen su jornada entonando, mientras laboran, los venerables romances que oyeron a sus padres, sobre esas lápidas sin nombre que son el Romancero nuestro.

A Carmen Fuentes, pulchra leonina.