Conforme uno va cumpliendo años, cada vez cuesta menos
comprender a aquellos lectores que apuestan sobre seguro, siguiendo aquella
máxima hipocrática de la ars longa, vita brevis. Y es que nada hay más
enojoso que acabar un libro con la sensación de haber perdido un tiempo
precioso que podría haberse invertido en lecturas de más enjundia. Claro que,
siempre está uno a tiempo de abandonar el bodrio emprendido si no fuera porque
hay quienes le tenemos fe a los libros y pensamos, con Cansinos-Assens, que no hay
libro malo que no atesore algún mérito.
Los que no comulguen con la cofradía de Cansinos
leerán, por ejemplo, y con buen criterio, a Luis Landero y se dejarán de
mamarrachadas. Y harán bien. Porque Landero es un garante literario
indiscutible. Pero no con esta novela.
Luis Landero es un narrador formidable. Debe de serlo,
sin duda, para que uno pueda aguantar sin demasiado esfuerzo la nadería de su
última novela. Su lenguaje, que por momentos remite a la elegantísima
elocuencia cervantina, enamora a los buenos catadores de la palabra; su ritmo
no decae y lleva en volandas al lector a lomos de ese clavileño estilístico que
nos seduce en cada párrafo. Y así, como quien no quiere la cosa, sin apenas
darnos cuenta, resulta que llevamos ya la novela mediada. Esa virtud sólo está
en manos de unos pocos grandes escritores. Pero la virtud se convierte ya en
sublimidad si esa misma eficiencia es capaz de ser igual de solvente con un
argumento vacuo hasta la exasperación.
Quizás estaba en el ánimo del autor la constatación de
esa materia inane; quizás fue premeditado. Hugo Bayo, el protagonista de La
vida negociable, es un personaje cuya existencia se halla en punto muerto.
Sus aspiraciones, sus propósitos de enmienda, sus nobles intenciones, su
rebeldía, su vindicación, tienden siempre a una fatalidad que le sitúan, de
nuevo, en el punto de partida, que quizás no sea otra cosa que el punto de
llegada. Esta circunstancia confiere a sus avatares vitales una circularidad
que lo mismo asfixia al personaje en su abulia resultante como al lector que
asiste impotente a ella. Nada hay en la trama de la novela que resulte
memorable, nada, más allá de la excelencia narrativa (polisíndeton aparte), que
pueda dejar un poso en el lector. El argumento va dando bandazos sin demasiada
lógica o se presenta en una espiral repetitiva que llega a hastiar. Es
inevitable comparar ese bucle infecundo con el torrente narrativo de El azar
y viceversa, de Benítez Reyes, cuyo personaje resulta inolvidable. También
Landero aspira a una suerte de novela picaresca pero se queda en sucedáneo.
Quienes me conocen saben que no soy partidario de la mera acción desaforada ni
de la concatenación trepidante de lances, pero eso es una cosa y otra bien
distinta que los sucesos de una novela rocen la banalidad más estéril. Sólo al
final del libro, una pequeña intriga detectivesca parece animar el relato. Hugo
Bayo dice entonces: “Por fin me pasaba algo interesante”. El problema de esa
declaración es que es la misma que formularía el lector a esas alturas del libro.
Por fin algo interesante, aunque un poco tarde. La resolución del suspense
final, tan poco trascendente y falto de epopeya, me vienen a ratificar, que la
intención de Landero era precisamente esa, la de constatar la intrascendencia
de la vida en sí misma, la futilidad de los sueños y de las grandes palabras,
la mediocre finitud y levedad de la existencia. Y es ese ejercicio nihilista
del que nos hace eficaz y premeditadamente partícipes lo que salvaría la
novela.
En fin, ya se ve que hasta para el crítico, la vida y
la literatura, son también negociables.