miércoles, 27 de diciembre de 2017

387. 'La cantante calva'



Cuando el 11 de mayo de 1950 Eugène Ionesco estrenaba La cantante calva en el Théâtre des Noctambules de París, el autor rumano no podía salir de su perplejidad al escuchar las risas del público francés. Ionesco había escrito una tragedia y, paradójicamente, los espectadores reían. Seguramente desataban su hilaridad aquellos diálogos sin sentido que se enrevesaban o se contradecían sin llegar nunca a ninguna parte o la misma vacuidad de toda la trama que el público debió de tomar como una auténtica tomadura de pelo con la que quisieron condescender participando de la burla desde sus butacas. Y, sin embargo, pocas obras tan terriblemente tristes, dolorosas y demoledoras como aquella.
Representante del teatro del absurdo quizás una de sus obras cumbre,  a La cantante calva es mejor no tratar de confeccionarle una sinopsis, ni siquiera para contextualizar su trama; no es necesario y es inútil. Toda la obra es una sucesión de parlamentos y pulsiones disparatados, ilógicos e irracionales con los que el espectador debe hacer su paciente pacto. Detrás de todo ese sinsentido reside el verdadero objetivo de la obra: la constatación desgarradora de que el mundo es, efectivamente, como esas intervenciones hueras de sus personajes, un vacío abisal, un lugar sin propósito, un espacio onírico e incoherente, difícil de comprender, sin derrotero cierto, absurdo. Vertebra la obra, pues, una posición existencialista emparentada con el nihilismo más absoluto. Algo tuvo que ver, seguramente, la reciente II Guerra Mundial, apenas concluida 5 años antes del estreno de la obra, con una Europa aún asombrada por la capacidad del hombre por generar horror y caos. Los personajes de La cantante calva desfilan por la escena con movimientos mecánicos, como si de títeres o de muñecos animados se tratasen; no es más que el  trasunto de la ritualización arbitraria de la vida social, de la inercia autómata del vivir o, más bien, del sobrevivir. Hay, además, en esos movimientos, una suerte de desesperación, una búsqueda obsesiva y estremecedora por llenar el vacío. Pero es en el lenguaje donde se manifiesta con más intensidad esa exasperación trágica. Las palabras llenan ese horror vacui; no importa que lo hagan de manera incoherente, importa que sellen el abismo con sus sonidos; pero éstas, ya al final de la obra, tampoco son suficientes y los personajes acaban por destruir también el único asidero, el del idioma, que les queda. Es la magnífica escena final con todos los personajes emitiendo cortas frases en el paroxismo del sinsentido, casi solapándose entre ellos, hasta desolar el lenguaje y limitarlo al mero balbuceo silábico. En este extraordinario crescendo del absurdo es, sin embargo, donde los personajes parecen adquirir mayor lucidez, aquella que les confirma todo su terror ante el vacío del mundo, que han tratado de hacer ver que ignoraban durante todo ese tiempo.

El equipo Pentación, bajo la dirección de Luis Luque y con Adriana Ozores y Fernando Tejero entre el elenco de actores, está de gira por España con la versión de esta obra. Al montaje le sobra algún momento de histrionismo (como el de la criada) y también toda la performance discotequera que se antoja innecesaria en una obra que es, ya de por sí, lo suficientemente rompedora como para introducir vanguardismos accesorios. Por lo demás, los actores realizan su cometido con gran solvencia. Conviene saber a qué se va cuando uno compra la entrada. Limitar el criterio al hecho de ver en escena a Fernando Tejero puede conducirle a más de uno a un chasco. Aún recuerdo la enorme tibieza de los aplausos finales por parte de un público en estado de shock por lo que acababa de ver.

martes, 19 de diciembre de 2017

386. 'El autor'



Nada menos que 9 nominaciones a los Goya ha recibido la última película de Manuel Martín Cuenca, El autor. Se trata de la libérrrima adaptación cinematográfica de la novela de Javier Cercas, El móvil, que el escritor cacereño publicara hace ya 30 años. La cinta está protagonizada por un excelente Javier Gutiérrez, que lleva ya demostrando desde hace mucho tiempo su inmensa capacidad para adaptarse a todos los registros que se le proponen. Un actor como la copa de un pino. La película narra la historia de Álvaro, un escritor frustrado, eclipsado por el éxito literario de su mujer, que lleva acudiendo a un taller de escritura desde hace varios años sin lograr despegar de la mediocridad. Su profesor, interpretado por un sobreactuado, aunque divertido, Antonio de la Torre, harto de la llaneza y nula evolución de su alumno, lo abronca un día con hiriente honestidad y sacude su creatividad dormida apelando a que la literatura debe imbricarse inextricablemente con la vida, rebosar vida y reflejar vida. El consejo cala en Álvaro, que decide abandonar su trabajo y a su mujer, a quien le recrimina la vacuidad de sus best sellers, y se encierra en un piso alquilado con el propósito de convertirse en observador de la vida y plasmarla en su gran obra. Pronto, el vecindario, a quien Álvaro espía grabando sus conversaciones cotidianas y sus intimidades, se convierte en un filón que le proporcionará un precioso material novelizable. Sin embargo, para conseguir que la trama argumental se ajuste a sus expectativas, Álvaro deberá influir en sus vecinos, manipulándolos, para que éstos actúen de acuerdo a su plan novelesco y puedan así seguir abasteciéndole literariamente. Se trata, en definitiva, de la invasión de la literatura en la vida real y viceversa, hasta convertir la frontera que separa ambos planos en una línea difusa. En ese sentido, resulta absolutamente genial el recurso de la proyección de la sombras de los vecinos sobre las paredes del patio de luces. Estas siluetas, en tanto que sombras o perfiles chinescos, simbolizan los personajes que Álvaro está pergeñando en su novela. Sólo cuando esos personajes se rebelan, van adquiriendo corporeidad, es decir, vida propia, la propia que desde siempre han tenido más allá de la novela de Álvaro. Es la vieja idea unamuniana de la insurrección de los personajes de ficción ante su autor, que tan magistralmente recreara el autor vasco en aquella novela inolvidable titulada Niebla donde Augusto se rebela contra el propio Unamuno y éste aparece como un personaje más de la trama.

Hace tiempo escuché a Fernando Iwasaki, durante una conferencia, burlarse de Mario Vargas Llosa porque éste había dicho una vez que él era incapaz de controlar a los personajes que creaba, que éstos tenían vida propia y total autonomía. Iwasaki apelaba entonces al sentido común: ¿qué tontería es esa de que tus propios personajes manejen el hilo de sus vidas si sólo son las marionetas del escritor que éste gobierna a su antojo? A mí la intervención de Iwasaki me dio pena sobre todo por él mismo. Lástima por no haber experimentado la maravillosa, inquietante y perturbadora sensación de comprobar cómo, efectivamente, uno nunca es dueño de sus personajes. La estimulante expectación de no saber qué le depara al escritor durante la siguiente sesión de escritura, de ignorar qué decisión sobre sus vidas van a tomar ellos solos sin mediación alguna del autor. Y, sobre todo, de no saber si esos mismos personajes están confabulando, como le pasa a Álvaro en la película, alguna determinación sobre lo que debe ocurrirle al propio escritor que, nunca, nunca, está a salvo de su libro, por mucho que se parapete tras la pantalla de su ordenador. Les aseguro que no hay nada más real que eso.

lunes, 4 de diciembre de 2017

385. 'La higuera'



He decidido renunciar a ver La higuera de los bastardos, la adaptación cinematográfica de la novela cuasihomónima de Ramiro Pinilla (La higuera) que el escritor vasco publicara en 2006 con la editorial Tusquets. El motivo quizá estribe precisamente en eso, en la bastardía del título de la cinta, que parece estar ahí para prevenirnos de la casi segura degradación del libro en su migración a la gran pantalla. Y no es este el prejuicio de un amante de la literatura –siempre el libro antes que la película, diría el purista–, pues la semana pasada comprobamos en estas mismas páginas cómo la versión de Isabel Coixet de La librería, la novela de Penelope Fitzgerald, complementaba y hasta superaba el libro original. No se trata de eso, pues, sino del convencimiento de que, efectivamente, a la novela de Pinilla le ha salido un hijo bastardo, de esos con que los padres deben condescender casi por obligación. Entre las críticas que ha recibido la película se suele argumentar que la directora, Ana Murugarren, no ha sabido qué hacer con el personaje principal del libro, el misterioso ex falangista que se pasa toda la trama vigilando una higuera. No debe de ser fácil, ciertamente, un metraje circunscrito a un único espacio y en torno a un personaje cuyas tribulaciones mentales casan bien con la complicidad confidente de la literatura pero no tanto con el género cinematográfico y su servidumbre a lo visual. Pero entonces bastaba, quizás, con seguir la máxima de Manolete. Por otro lado, la elección de los actores y el mismo tráiler promocional auguran que la película tiende a convertir en surrealismo o, lo que es peor, en histrionismo, lo que en la novela de Pinilla era sutil e inteligente ironía. Al menos la película servirá para recuperar para los lectores el magnífico libro del autor bilbaíno.
Como se sabe, La higuera narra la historia de Rogelio Cerón, uno de los falangistas que, con su cuadrilla, andaba fusilando de casa en casa a las víctimas de las delaciones vecinales en Getxo. En una de esas visitas, Rogelio se topa con la mirada perturbadora de un niño, hijo y hermano de los detenidos que van a fusilar y desde ese momento ya no podrá dejar de librarse de ella, convencido de que esa mirada esconde una promesa de venganza que el niño llevará a cabo cuando éste se convierta en un adulto. Su obsesión es aún mayor cuando, al día siguiente, comprueba que el niño ha enterrado a sus familiares y que, sobre su tumba, ha plantado el esqueje de una higuera. Desde ese momento, el niño y Rogelio se encontrarán cada noche en ese mismo lugar, en unas citas silenciosas llenas de significado y en las que se produce el acuerdo tácito de que Rogelio cuidará del crecimiento de la higuera. Así, el exfalangista se instalará definitivamente allí, ante la incomprensión de sus compañeros, que lo tomarán por loco, y vivirá pendiente de la higuera y del niño durante años hasta que en 1966 la construcción de un instituto de enseñanza media amenace su empresa y desentierre su secreto.

Sin alardes retóricos ni grandes frases sentenciosas ni apelaciones moralistas, ni patetismos, Pinilla convierte a esa higuera de su novela en el alegato más hermoso de eso que hoy llamamos memoria histórica. La higuera simboliza el remordimiento, la culpa, el retorno doloroso del pasado que lacera a quienes se creyeron por encima del bien y del mal durante la guerra civil. Pero es también el recuerdo de los asesinados y desaparecidos. El árbol, ya robusto, que ha cuidado Rogelio, es el panteón de todas las cunetas de España, su tronco aguerrido representa la fortaleza de ese recuerdo y el peso de los higos que doblega sus ramas, la carga que debemos soportar como nación.