lunes, 25 de julio de 2022

579. Quijote sagrado

 


El pasado 6 de julio se presentó en Nueva Delhi la primera traducción al sánscrito del Quijote. La intrahistoria de esta traducción resulta fascinante. En la década de los años 30 del siglo pasado, Carl Tilden, un coleccionista de libros estadounidense logra, por mediación del explorador británico Marc Aurel, que dos eruditos brahmanes, Nityanand Shastri y Jagaddhar Zadoo, traduzcan al sánscrito 8 capítulos de un Quijote inglés, preparado en el siglo XVIII por Charles Jarvis. Al morir Tilden, el coleccionista lega todo su tesoro a la Universidad de Harvard, incluyendo los manuscritos traducidos, de manera que estos duermen el sueño de los justos por un período de 74 años, desde 1937 hasta 2011, año en que el filólogo indio Surindar Nath, a la sazón nieto del traductor Shastri, consigue hallarlos gracias a la colaboración de otro filólogo, Dragomir Dimitrov.

Para los que, como yo, sienten que el Quijote es casi una religión, la noticia de su traducción a una lengua sagrada, según la tradición hindú, resulta algo connatural. No seré tramposo: es cierto que el sánscrito tiene dos modalidades, el sánscrito védico usado en la liturgia, y el sánscrito clásico, cuya literatura abarca temas seculares de todo tipo. Uno se pone romántico y estupendo y cree, en primera instancia, que nuestro Quijote ha sido elevado a categoría sacra, con audacia herética, al traducirse a un idioma revelado. Y piensa en aquel tiempo en que, en dirección inversa, estaba prohibido traducir a una lengua romance los textos sagrados cristianos. Que se lo digan, si no, a Fray Luis de León, que pasó 5 años en la cárcel de Valladolid, acusado de traducir al castellano el Cantar de los Cantares. Ni siquiera Alfonso X se había atrevido a tanto cuando llevó a cabo su irrepetible proyecto de la Escuela de Traductores de Toledo donde se vertió al castellano todo el saber acumulado del mundo conocido, convirtiendo nuestro idioma, por primera vez y de forma pionera respecto a las demás lenguas romances europeas, en vehículo de cultura, y prestigiando, por tanto, su uso al nivel del latín o del griego. Pero no fue tan osado con la Biblia.

Así que uno se imaginaba a don Quijote, el mismo que ya augurase con sus palabras que el libro del que él era protagonista iba a ser traducido a todas las lenguas del mundo, enfrentándose ensoberbecido y retador a los malandrines brahmánicos que se rasgarían las vestiduras al escuchar al hidalgo manchego declararle su amor a Dulcinea en el idioma de sus dioses. Nada hay de eso, claro, y el Quijote solamente engrosa el acervo cultural que el sánscrito lleva acumulando desde hace más de 3.500 años, como ocurrió con las diferentes traducciones hebreas, que se remontan al siglo XIX, o las latinas: «In quodam loco Manicae regiones, cuius nominis nolo meminisse…». Uno pronuncia en voz alta el famoso inicio en latín y parece que esté invocando el espíritu de Cervantes en alguna suerte de logia clandestina. Sí, hay algo de religión laica en nuestra relación con el Quijote. Pero en esa condición de feligreses, no importa tanto si lo leemos en sánscrito, griego, latín, árabe clásico o hebreo. Pongámonos heréticos de verdad y tomemos el milagro de la resurrección cada que vez que levantamos a Alonso Quijano de su lecho de muerte –levántate y anda– y lo colocamos de nuevo a lomos de Rocinante para su enésima aventura. Como hemos hecho siempre, ininterrumpidamente, desde hace más de 400 años. No es que oremos. Solamente leemos. Acaso es la misma cosa.

lunes, 18 de julio de 2022

578. 'Mecánica terrestre'

 


Del último libro de cuentos (o lo que sean) de Emma Prieto, conviene empezar por el último de ellos, una suerte de coda o epílogo que bien pudiera haber sido prólogo, donde la autora construye, sin perder el arrimo de la ficción, un pequeño corpus teórico sobre el género. No disertaremos aquí sobre los límites, hibridismos y epistemología del cuento pero baste con saber que los corsés que lo oprimían dejaron ya hace tiempo sus apreturas clásicas para dar lugar a lo que, tomando el sentido que le dio al término Nicanor Parra, podríamos llamar artefactos literarios, designación en la que no es baladí el origen etimológico (hecho con arte). Libérrima autonomía y vocación artística resumen los nuevos designios del género.

Y todo ello se da en esta Mecánica terrestre, publicada por Eolas Ediciones, una colección de 20 relatos que llaman la atención por la frescura de su lírica cotidiana y por su capacidad de bucear por las hondas simas del alma humana a través de una aparente afabilidad, casi ingenua, que no hace otra cosa que reforzar la fragilidad de sus personajes. Emma Prieto tiene el don, además, de rescatar en el adulto los agazapados resortes del cuento infantil, de manera que sus relatos interpelan en su tono, forma y magia al niño que fuimos pero se dirigen sin edulcoraciones al adulto que sabe leer entre líneas.

En esta Mecánica terrestre hay hormigas que se quedan a vivir en un ojo; muelas que se suicidan y que, en el hueco que dejan, nos recuerdan el desmoronamiento de la vida y la pérdida de las raíces; hay dos cerdos que se llaman Segismundo y Lisístrata en un cuento que reivindica el retorno a lo rural y a los sentimientos sin adulterar; hay personajes que toman conciencia de musgo; hay carcomas en las maderas que son trasunto de la rutina matrimonial y cuyo exterminio denota cuán fácil es eliminar en una relación aquello que sobra o molesta; hay una profesora que abandonó la escritura cuando la vida impuso la tiranía de las obligaciones cotidianas y que ve espoleada su nostalgia en la redacción de uno de sus alumnos; hay madres enfermas que se rebelan contra su postración en el hospital al divisar desde la ventana la tremolina de la vida de fuera; hay un expresidiario que le piden a Camila que le dé la mano porque hace mucho tiempo que no toca a una mujer o una madre que le preguntan si ella es su hija perdida y a todo concede Camila aunque a ella le gustaría que le pidieran otras cosas: «un manojo de luciérnagas, cuentos, lirios, poemas, una cola de sirena, briznas de hierba, una bruma de algas…». Hay trabajadores del circo que deben cambiar su rol por imperativo laboral en esa fantasía poética (tan circense por otro lado) que es el cuento «Movilidad laboral». Hay sueños que se extravían, como infantes, y en el desamparo de la vigilia que dejan se le aparece al insomne Svetlana Aleksiévich cuando era una niña; hay otras niñas abandonadas y vueltas a adoptar que rellenan los huecos de las letras para enterrar los vacíos; hay vidas domésticas en confinamiento, en ese cuento donde el surrealismo y la locura se hacen dueños de la casa como un complemento natural de la anomalía de aquellos días; hay personajes a los que se les congelan partes del cuerpo ante la evidencia del desamor, mientras otros, como Clarice Linspector, arden ante los reveses de la vida…

En Mecánica terrestre está también muy presente el humor, muchas veces aderezado con juegos de palabras o hallazgos greguerianos, pero siempre supeditado a una especie de resignación, de la que la sonrisa es puro parapeto.

Emma Prieto ha escrito un libro terrestre que, como la preciosa imagen de la cubierta, es no obstante capaz de volar. A la postre, quizás el vuelo y la vocación de altura sean la única forma de garantizarnos un mínimo de naturaleza trascendente, aunque sea solamente en la fantasía de esa aspiración. Pero también hay en el libro de Emma un canto a nuestra condición finita, aquí en la tierra. Acaso la altura esté también aquí abajo si, como Emma Prieto, tenemos la capacidad de mirar.

lunes, 11 de julio de 2022

577. 'El invierno de los jilgueros'

 


Mohamed El Morabet ha obtenido el Premio Málaga de Novela por estos jilgueros que olvidaron su canto cuando la vida se olvidó también de la primavera. El protagonista del libro, el niño Brahim, reside en Alhucemas y su vida transcurre con esa dulce indolencia de los días que pasan, aferrado a una cotidianidad sin sobresaltos, instalado en una rutina que ordena la existencia y hace reconocible y habitable el mundo, aunque sea este pequeño y ensimismado del antiguo protectorado español. He aquí uno de los aciertos de la novela: la ciudad de Alhucemas se convierte en una protagonista más, una patria chica, a la vez madre y madrastra, pero ambas cariñosas, cuya joven historia parece situarla en un adanismo ingenuo y benefactor donde conviven marroquíes y españoles imbricados por la vecindad pero también por una cultura compartida que tiene algo de fundacional en su sano hibridismo. La novela de Galdós, Aita Tettauen, que reposa sobre la mesita de noche del hermano de Brahim, Musa, es un elemento simbólico de lo que decimos. Las bellas estampas costumbristas de la vida de la ciudad son otro mérito del autor.

Pero la muelle tibieza de las jornadas termina abruptamente, primero con la participación de Musa en la histórica Marcha Verde, que lo devuelve cambiado del desierto, y después con la muerte de la madre de ambos. Desde ese instante, mar y desierto se constituyen en una dicotomía de orden metafísico. No obstante, sobre todo en el caso de Brahim, existe una suerte de serena asunción de la adversidad, una aceptación si no estoica, sí al menos reposada, sabia y paciente. Brahim, a quien le encanta pintar, bosqueja en sus cuadros paisajísticos horizontes perturbadores y enigmáticos, trasunto quizás de los futuros inciertos, de presumibles espacios alternativos más allá de su tierra natal, y que contribuyen a complementar otro de los rasgos más característicos de la novela, que es su onirismo, dosificado con inteligencia y jalonado de un lirismo que, en ocasiones, convierte las páginas en auténticos poemas de naturaleza casi exenta.

Pronto Brahim se marcha a Tetuán para estudiar en la Escuela de Bellas Artes y allí coincidirá con Olga, una madrileña, algo desnortada, que quiere probar fortuna como profesora en esta ciudad. La novela se centra a partir de ese momento en la vida de Olga en Tetuán, ciudad que redescubre a través de los pintores que la plasmaron en sus obras. El encuentro de profesora y alumno pondrá a prueba las convenciones sociales del conservadurismo más intransigente. Las tres últimas secciones de la novela –para mí las mejores del libro y que compensan sobradamente cierto deslucimiento estilístico en la parte concerniente a Olga– son un precioso –y terrible– alegato del cuidado por el otro, un canto a la esperanza, a la bondad y a la sencillez, tanto como lo es el olor al pan en la tahona donde trabaja Brahim. Las constantes alusiones culturales (literarias, musicales y pictóricas) sustentan también los débiles cimientos de estas vidas frágiles que se redimen en el arte. Y es el arte mismo el que cierra el libro, con su inesperada epifanía, para colocar sobre el caballete del futuro ese lienzo, siempre inconcluso, de Brahim, donde el horizonte puede al fin vislumbrar una primavera con jjlgueros.