Es incuestionable
que el despliegue artístico y técnico del famoso parque francés Puy do Fou instalado en Toledo resulta
absolutamente abrumador. Sin embargo, nuestra experiencia como visitantes ha menoscabado
algunas expectativas que habíamos forjado, seguramente desde el yunque de la
ingenuidad. La conclusión más evidente es que los diferentes espectáculos que
ofrece el parque han apostado más por el colosalismo visual que por el
pertrecho de un guion sólido y de calidad. Los libretistas se han limitado para
pergeñar sus escenas históricas a componer un refrito tomado de aquí y de allá,
en un batiburrillo que llega a su culmen más irrisorio cuando en el excelente
montaje sobre el descubrimiento de América, una grabación sonora ameniza la
larga cola de espera diciendo que «en un lugar de Andalucía de cuyo nombre no
quiero acordarme vivía no ha mucho tiempo un marino de los de sueños de
ultramar». El espectáculo sobre el Cid se nutre prácticamente de toda la
tradición legendaria: atribuye el destierro de Rodrigo por parte de Alfonso VI
a la inquina de éste tras la Jura de Santa Gadea; recupera el conflicto entre
el Cid y el padre de doña Jimena, a quien aquel mata; y, por supuesto,
reproduce la victoria del Campeador después de muerto en Valencia. Ni rastro de
los hechos históricos reales y ni siquiera de los guiños literarios del Cantar de Mio Cid, de cuyo título toma
el espectáculo su nombre en vano. Recuerda mucho a la moda de la épica tardía
del siglo XV y al teatro áureo, donde la historicidad de las gestas quedaba
reducida a la pura fantasía, demandada por un público más inclinado a la
truculencia que a la veracidad.
En la función sobre
Lope de Vega, el dramaturgo queda reducido a su papel de espadachín que lucha
por recobrar la autoría de Fuenteovejuna
supuestamente usurpada ¡por el Comendador! Con ese ardid argumental se propicia
el verdadero objetivo del guionista: la acción desaforada centrada en los
combates de esgrima y la comicidad focalizada en la fama de mujeriego del
Fénix. Ninguna reivindicación de la obra de Lope ni la evocación sugestiva de
los corrales de comedias.
Del mismo modo, la
Guerra de la Independencia contra los franceses se centra en otra leyenda, la
del tambor del Bruch, aunque su objetivo final es recrear la defensa de una
ciudad española –supuestamente Madrid– a golpe de cañonazos y efectos
especiales.
Más logrado, desde
el punto de vista de la simbología argumental, es el espectáculo basado en la
España visigoda, sobre todo en el episodio de la unificación religiosa
auspiciada por Recaredo representada en una preciosa tramoya donde se erige la
primera iglesia cristiana visigótica, que podría ser la de San Juan de Baños,
aunque se parece a la de Santa María de Melque. Sin embargo, el conflicto entre
el arrianismo y el cristianismo se centra en la rivalidad entre Hermenegildo y
su hermano Recaredo, cuando en realidad, la rebelión del primero es contra su
padre Leovigildo. En el happy ending
se omite que Hermenegildo será asesinado en Tarragona por Sisberto.
En el debe del
parque está también el de cierta desolación paisajística, acentuada antes del
último espectáculo nocturno, cuando los diferentes espacios quedan totalmente
abandonados y el visitante, a falta aún de dos horas para la cita, debe
refugiarse en el arrabal, como otro pecio perdido de la Historia.
En definitiva, el
prurito divulgador del que presume el parque queda en entredicho, sometido a la
mera espectacularidad y a la tiranía de la pirotecnia visual, es decir, a la
demanda facilona de un público elemental, impresionable y acrítico, que es el
signo de los tiempos. La apuesta es legítima, pero entonces conviene retirar la
impostura de su supuesto didactismo. Junto a la plasticidad de cada función,
queda el consuelo del gran colofón de «El sueño de Toledo» y la exhibición
ecuestre y de cetrería. Lo demás, ni fou ni fa.