lunes, 19 de febrero de 2024

640. La mejor crítica literaria está en Facebook

 



A principios de año, leí con estupefacción una declaración del profesor y crítico literario Ernesto Calabuig donde denunciaba la manipulación de la que había sido objeto una de sus reseñas en la revista cultural «La Lectura», de El Mundo. Según Calabuig, las partes de su texto donde no dejaba en buen lugar la calidad de la novela reseñada habían sido alteradas por otros juicios de valor mucho más elogiosos. Dicho de otro modo, a Calabuig le hacían decir en su reseña lo contrario de lo que él, desde su honestidad intelectual, había escrito. Exonerado el jefe de redacción, de cuya honorabilidad Calabuig no duda, nuestro crítico ató cabos y pensó en alguna mano negra que, obedeciendo instrucciones «de arriba», había modificado su texto para no perjudicar al libro que –oh, casualidad de las casualidades– pertenece al mismo grupo editorial que el periódico de marras. Calabuig, en un acto valiente que lo ennoblece, anunció su renuncia a seguir colaborando con ese medio.

El suceso, uno más de los tantos que se producen cada día en nuestra prensa patria, ratifica lo que desde hace tiempo muchos pensamos: la crítica literaria que depende de los grandes medios no resulta fiable, pues su criterio está adulterado por intereses económicos alejados de cualquier consideración estrictamente literaria. Por eso, y siempre tras una meticulosa criba, conviene dejarse aconsejar por aquellos críticos que, desde su independencia, no obedecen más que al imperio de su razón y sensibilidad. Antes los blogueros y ahora los buenos lectores que habitan las redes sociales pueden ser excelentes garantes de la calidad de una obra literaria, porque a nadie se deben más que a su propia libertad.

Entre estos críticos no profesionalizados, hay en Facebook dos nombres que merecen toda nuestra atención. Son Manuel Rodríguez y Salva Robles. El caso de ambos es verdaderamente admirable. Su bagaje de lecturas comprende un espectro estratosférico y sus reseñas en la red están llenas de inteligencia, sensibilidad, criterio y buen tino. Generalmente, publican críticas de libros que les han satisfecho, pero no les duelen prendas a la hora de desacreditar las alabanzas oficiales de los críticos supuestamente reputados. Si el libro que va a la hoguera pertenece a alguno de sus contactos en Facebook, simplemente no lo reseñan, porque nobleza obliga. Su capacidad de prescriptores fiables se la han ganado a pulso. Quien escribe estas líneas, ha descubierto, gracias a ellos, a maravillosos escritores, hasta entonces ignotos para mí, que han contribuido a enriquecer exponencialmente mi acervo literario. Desde aquí mi agradecimiento. Salva, además, acaba de publicar su primera novela (Del desorden y la herida, Talentura), que habrá que leer. Manuel y Salva solo son la punta del iceberg de toda una entusiasta legión de exigentes letraheridos que, como ocurre con el club de lectura Yokni, del que son integrantes, aman la literatura de calidad. Por allí desfilan hasta 200 nombres como Luis Marín Le Drac, Carlos Tongoy, Mario Marín, José Valenzuela, Aitor Arjol, Alberto Masa, Jimy Ruiz, Paco Bescós y tantos otros que no puedo enumerar aquí, muchos de ellos relacionados directamente con la actividad creativa. Yo ya casi no tengo otros prescriptores.

Cuando salgan las famosas listas de Babelia, acuérdense de los yonkis de Yokni. Aquellos están en Babia; estos leen en vena.

lunes, 12 de febrero de 2024

639. Glosar la vida

 


El poeta Ramón Bascuñana ha obtenido con su último libro (Anotaciones a pie de página, Editorial Pre-Textos), el Premio Juan Gil-Albert de Poesía en el marco de los XL Premios Ciutat de València. El poemario ratifica uno de las grandes temas recurrentes que jalonan la larga y laureada trayectoria literaria del poeta alicantino: la reflexión sobre la propia creación poética y su inextricable imbricación con la vida. La estructura unimembre del libro parte en cada poema de la cita de un autor, que da lugar a la propia reformulación poética. Aunque las glosas de poemas ajenos no es algo nuevo, sí me pareció interesante la disposición visual de los versos que, como el título del propio libro indica, aparecen a pie de página, como si de un paratexto se tratase. Y, en todo caso, el libro se convierte también en una preciosa antología.

El tema de la poesía es el más prolífico del libro. Ésta se erige en el refugio donde el poeta halla su propia purificación, a la manera de la catarsis griega o como «legítima defensa /contra la realidad que nos rodea». Otras veces se la asocia al misterio, que subyace en el «fondo abisal de un naufragio» personal y que me pareció emparentar con aquel poema de Aurora Luque titulado «Obra viva, obra muerta». Pero Bascuñana no olvida que la poesía, además, lleva asociada una condición comunitaria, pues la soledad del poeta «incluye a las otras». En ocasiones, al poeta le sobreviene la perplejidad, de raigambre nihilista, de no reconocerse en sus propios versos, como si fuera otro el que los hubiera escrito, pues el espejo «duplica la nada de ser nadie». Hay poemas que reflexionan sobre la utilidad de la poesía, debatiéndose entre lo absurdo del ejercicio de la escritura «para que [al final] nada quede de nosotros» y la necesidad de «esgrimir la palabra» contra el silencio que «protege a los mediocres», pues la explicitación de la herida es un acto valiente, ya que aquella muchas veces es indigna; el cuerpo, entonces, «somatiza la poesía». El libro incluye también algún poema divertido (dicho con todas las reservas, pues su trasunto metafísico trasciende la mera anécdota), que diferencia a los poetas que tienen gato de los que tienen perro. Pero el bloque más numeroso lo conforman los versos que hablan de la imposibilidad del poema, entroncando con la ya clásica preocupación becqueriana. Así, el poema es siempre un «fruto tumefacto», mera intuición de la belleza, donde el silencio puede dar mejor cuenta de él, a salvo de las «impurezas del lenguaje», de la «falacia de ritmo y armonía», hogar levantado con «materiales pobres y deleznables»; la verdad reside, entonces, en el propio acto de escribir, en quien escribe y habita el poema, pues «el poema no nos salva» y «tiende a la derrota».

Otros motivos completan la obra, también muy propios del autor, como son el paso del tiempo y la vida como fracaso y hastío. Así, el presente es un destierro del pasado y la infancia adquiere ecos manriqueños cuando el poeta lamenta el error contumaz de «alejarnos del niño y la inocencia / correr hacia la playa sin salida», que recuerda a aquel «correr a rienda suelta sin parar» de Manrique, mientras la muerte prepara su celada. Transita por los poemas, además, un spleen baudeleriano, minado por el fracaso y el miedo («el motor del mundo es el miedo») que convierte el poema en una mera inercia de la vida, certificación de «la abulia de los días».

Pocos poetas como Bascuñana habrán escrito tanto sobre el propio ejercicio de la escritura. Casi se podría realizar una tesis doctoral con sus apreciaciones. ¿Y de qué extrañarnos? ¿No es la poesía, una glosa de la vida? Bascuñana vive y muere en sus poemas. Y si le sirve de algo a su alma atribulada, yo sí creo, como dice en uno de sus versos, que acabará permaneciendo en el poema.

lunes, 5 de febrero de 2024

638. Francisco Silvera: el último epígono

 


Abro uno de los libros de Francisco Silvera y ya en el epígrafe hallo una declaración de intenciones de clara filiación esteticista: el autor recoge diversas citas de Gabriel Miró, Valle-Inclán, Baudelaire y Schnitzler. Dime con quién andas… Empiezo a leer los primeros párrafos, espoleado por los insignes teloneros de marras (permítaseme la atrevida metáfora pero es que Paco tiene su propia banda de rock) y, efectivamente, la expectativa queda enseguida corroborada.

Nadie escribe ya en España como Francisco Silvera y si hubiere algún escritor que se acogiese aún a esta prosa exquisita en peligro de extinción, habría que rastrear sus huellas en la periferia de las pequeñas editoriales, donde la literatura, tal y como un día la concebimos, resiste la mediocridad homogeneizadora a la que desde hace décadas se prestan los grandes sellos. El libro que leo y que me conduce a los otros del autor se titula La tristeza del mundo y la publica una editorial de Huelva llamada Alud Editorial. Pronto descubro los ecos mironianos pero también resabios de Rafael Azuar, con quien la prosa de Silvera emparenta sorprendentemente (ni siquiera sé si Silvera conoce el fraseo preciosista del autor ilicitano). Supongo que es una escuela que no necesita de camarillas para que sus miembros se sientan emparentados.

La novela, si es que podemos hablar de novela en este libro de Silvera, se estructura a través de una trama apenas accesoria: la aparición del cadáver de un gitano en el solar de un barrio del extrarradio de una ciudad innominada. Al odioso gitano lo sabemos vivo durante las primeras páginas: el autor nos lo ha presentado con un realismo sucio y sin ambages, descripciones que entroncan con el costumbrismo de la literatura tremendista. A partir de esa muerte misteriosa, el argumento prácticamente desaparece. Silvera, a través de estampas breves, evocadoras, sugestivas, de potente lirismo, va haciendo desfilar a una serie de tipos humanos de diferente catadura y extracción social que tienen en común ser testigos de la presencia del muerto en el solar y su indiferencia o su palmaria dejación del deber de auxilio. Así, el cadáver permanecerá a la intemperie mientras dure la novela, a merced del sol, de las alimañas o de los orines de los perros. Aunque detestable, el cadáver en su soledad mueve a compasión, sentimiento que contrasta con la deshumanización de muchos de los personajes que descubren el cuerpo. Esta fenómeno tiene ya su preludio en las primeras páginas del libro, ejemplo como pocos de primor literario, donde se invierte el tópico del locus amoenus para presentarnos una Naturaleza desnaturalizada, si se me permite el poliptoton: la arboleda, «de verde enfermo», está «ordenada, técnicamente podada»; los estambres del azahar se mezclan en el asfalto con la grasa del cemento; los gorriones se ceban con los desechos de la comida basura de un bar. Los habitantes de la ciudad no parecen sino contagiarse de ese extrañamiento de lo natural, de ese destierro de sí mismos, y la sensación de esas espléndidas primeras páginas recuerdan a la desazón de los poemas de Lorca en Poeta en Nueva York. Fruto de esa inercia, algunos personajes parecen desnortados y sin horizontes que deja un poso de amargura en el lector.

La tristeza del mundo demuestra la ineficacia de los argumentos trepidantes y de los lances vertiginosos cuando la literatura, en todo su esplendor, se justifica a sí misma. El placer estético sustituye a la curiosidad del evento narrativo. Hay libros, como este, donde no pasa nada y, sin embargo, sucede todo. Y hay, en autores como Silvera, la épica del epígono, que sabe muy bien dónde está y para qué ha sido convocado por la Literatura.