lunes, 24 de septiembre de 2018

416. Las ánimas del limbo urbano



Si una suerte de teología literaria crease un limbo laico, ese sería, sin duda, Fantasmas de la ciudad (Candaya), el nuevo libro de relatos de de Aitor Romero Ortega. Y es que por sus páginas desfilan las almas en pena de unos personajes desnortados en busca siempre de una redención que no llega. La redención puede llamarse identidad, conciencia de uno mismo, restitución, centro de gravedad. Naima huye de una canción de John Coltrane titulada como su propio nombre y se embarca en un nomadismo feroz sin solución de continuidad; un huérfano viaja a Italia para establecer vínculos con su padre fallecido a través de la literatura de Pavese, o quizás para librarse de su sombra; Kubalita, el supuesto hijo ilegítimo del mítico jugador del Barça, peregrina por los bares para contar a otros antihéroes urbanos su glorioso abolengo, y luce la camiseta de su padre, aunque esta sea sólo una burda reproducción; un escritor sin inspiración se abandona a la calle buscando que la realidad le asista. También los personajes secundarios arrastran sus harapos: el misterioso autoestopista de Alabama que aparece y desaparece como una mota de polvo; el recepcionista de un hotel bosnio, que parece anclado en la Yugoslavia anterior a la guerra; Bob Dylan, reconociendo que sería incapaz de ganar un concurso de imitadores de sí mismo, como si él mismo fuera una ficción. Muchos no tienen nombre o lo odian y se lo cambian, y andan por la treintena, esa edad donde la madurez se vislumbra ya en el horizonte y, sin embargo, no se han alcanzado todavía las promesas soñadas. La treintena: esa intemperie. La búsqueda constante de esa plenitud identitaria convierte a los personajes en viajeros perpetuos. La huida y el movimiento constante constituyen una forma de vivir anclada únicamente en el presente, “como si intuyese[n] que detenerse para mirar atrás es empezar a morir un poco” y necesitasen “esquivar esa leve muerte a plazos”. Pero la búsqueda es siempre infructuosa. El narrador del primer relato rastrea las huellas de Trotski en Barcelona y tras una constelación de referentes culturales que le hacen cruzarse con el revolucionario ruso, acaba topándose con Ramón Mercader, el asesino de Trotski. La conlcusión es demoledora: “uno siempre quiere ser Trotski hasta que descubre que es Ramón Mercader”. Quizás lo que los personajes buscan es la ruina de sí mismos para volver a comenzar. Como la búsqueda es baldía, los protagonistas se sumen muchas veces en la indolencia, la abulia, el spleen baudeleriano, que es unas veces balsámico y otras autodestructivo. Las ciudades que los acogen, por su parte, no les regalan su arraigo. Porque ellas mismas son el limbo; porque ellas mismas son también fantasmas. La despersonalización de las ciudades, la pérdida de su propia identidad fagocita y anula a los personajes, ya de por sí perdidos y éstos, en una circularidad atroz no reconocen los lugares que una vez visitaron o creen estar siempre en la misma ciudad, como si su despersonalización las sincretizase a todas en un mismo páramo. Descartada la ciudad como referente identitario, Naima acaba en el yermo de la pampa argentina, como otro monstruo de Frankenstein en la Antártida, o en Portbou, la no-ciudad por antonomasia, donde dice no hacer nada. Como las ciudades son fantasmas, un muerto más, hay que inventarlas. Emilio, el personaje del quinto relato que se dedica a escribir guías de viaje, dice escribirlas sin haber visitado jamás la ciudad correspondiente. La despersonalización de las ciudades es, en realidad, trasunto del fracasado proyecto europeo. El Café Odeón y el barco Montserrat son fragmentos de la Europa que pudo ser y nunca fue. Y en último término, si de buscar patrias interiores se refiere, ninguna mejor que la cultura, aquella donde podemos clavar nuestra pica sin temor. El libro se agarra a ese asidero con verdadera devoción. Fantasmas de la ciudad está escrita con esa lírica de la desolación que mece los corazones. Y el lector acepta gustoso el quite, y entra en el limbo. Y se queda para siempre. Fantasmas también.

lunes, 17 de septiembre de 2018

415. No puedo con Bolaño (Anatema)



El problema de tener criterio propio en materia literaria es que aquel no siempre coincide con el aceptado por la mayoría, con eso que los cursis llaman el establishment. Una suerte de club en el que todo el mundo quiere entrar aunque para ello se deba aparentar estar muy interesado y muy puesto en los autores que el cenáculo ha consagrado oficialmente para su adoración incondicional. Ocurre entonces que uno ya no sabe si tiene atrofiado el intelecto, si ha perdido toda sensibilidad o si pertenece a otra dimensión del espacio-tiempo pues al atribulado lector le es imposible hallar en aquella idolatría libresca del insigne ateneo de sabios los tesoros que éstos descubren en cada página escrita por su prócer, deificado y venerado en los altares de las columnas periodísticas, de las tertulias literarias, de las librerías outsiders. Y a mí ya me deben de estar seduciendo algo, pues en las pocas líneas que llevo escritas hasta aquí atesoro ya dos anglicismos muy  chupiguays, de esos que uno debe soltar en los corrillos que se producen tras la asistencia a las presentaciones de libros. Pero no, la cursiva delata mi resistencia, del mismo modo que mis silencios en esos corrillos de marras delatan mi perplejidad ante los juicios hiperbólicos sobre autores que no me han dicho nunca nada o que maldita la noticia que tengo de ellos. Y a ver quién es el guapo que se pone contestatario ante estas verdades literarias nunca puestas en duda, cuando todo quisque habla maravillas y los entendidos las ratifican en sus sesudas reseñas. Tiene uno el riesgo de ser excomulgado de inmediato por su santísima autoridad literaria y sacrificado a la pira de los necios incapaces de admirar tamaño magisterio. Me pasa con Roberto Bolaño –¡oh, anatema!– y un  poquito menos con Julio Cortázar –¡oh, herejía!–. Si en nuestro tiempo uno no se considera bolañista convencido es imposible sobrevivir en los nuevos casinos de la palabra. Existe, además, una pléyade de autores que siempre estará en los decálogos de los bolañistas. Es como una constelación necesaria y contingente, un sistema de relaciones literarias inevitable. Hagan la prueba: busquen en Google a Roberto Bolaño y comprobarán atónitos cómo el buscador le responde sugerente: “Otras personas que buscaron a Roberto Bolaño, también buscan…” Y ahí aparece el glorioso listado de autores afines, de los que yo salvaría a escasos cuatro o cinco. Venga, a seis. Mejor no entrar en detalles del donoso escrutinio, no vaya ser que pierda amistades, que no me inviten a presentar libros o que, directamente, me lancen a aquel círculo noveno del infierno donde Dante colocó a los traidores.
Juro que lo intento. Que escudriño cada frase, que me sugestiono hasta creer haber hallado la piedra filosofal en aquel otro párrafo, que invento –hasta creérmelas– sugestivas interpretaciones sobre el argumento para darle la razón a toda esa gente entusiasta que no puede estar equivocada. Pero no puedo. Frustrado, agarro el libro y lo cierro con un gesto, a veces de desolación, a veces de agravio por la tomadura de pelo. Entonces, cuando creo que mi brújula está desnortada sin remedio, me refugio en mis autores favoritos, que aparecen mucho menos en los suplementos culturales y de los que incomprensiblemente casi nunca se habla en los debates literarios, y respiro. Y me reconcilio con la literatura y conmigo mismo. Y pienso –qué caray–, que no. Que mi intelecto y mi sensibilidad parecen estar en buen estado de revista. Y que no soy un bicho raro ni puedo estar tan equivocado. Y la brújula vuelve a señalar el norte.

lunes, 10 de septiembre de 2018

414. Cuando el dolor ajeno es el propio



Cuando desde la crítica literaria se pondera el valor de la autenticidad, sobre todo en aquellos casos donde se relatan sucesos reales, no se hace tanto para destacar la prolijidad de los detalles narrativos, su rigor argumental o documental, ni siquiera su verosimilitud. La autenticidad tiene más que ver con la verdad experiencial, que puede emanar tanto del contenido que se evoca como del propio proceso de escritura y su trance a la hora de volcar sobre el papel la visceralidad de la que se nutren las palabras. En ese sentido, lo auténtico es esa punzada imprecisa pero certera de verdad donde lo literario se comporta como mero nigromante para quedar trascendido luego por esa sinceridad radical que lo inunda todo en el texto. Conviene, eso sí, que a esa franqueza inapelable y torrencial se le ciña la brida de la contención para que su galope no levante la polvareda del exceso, de la cursilería o del morbo en que tan fácil es incurrir cuando se desbocan los corceles del alma.
Sirva todo este amplio preámbulo para concluir que El dolor de los demás, de Miguel Ángel Hernández es, efectivamente, una obra de una autenticidad deslumbrante, administrada con la dosificación que el magisterio narrativo pero también la conciencia ética ejercen sobre un asunto tan delicado y doloroso. Y es que la novela evoca el crimen real acaecido en la Nochebuena de 1995, cometido por el mejor amigo del autor, quien asesinó a su propia hermana y luego se suicidó tirándose por un barranco. La reconstrucción de los hechos, que ocultan algunos pormenores aún oscuros, podría dar lugar a una suerte de novela detectivesca con vericuetos insospechados que alumbraran alguna sorpresa escondida tras la pátina de lo archivado o que reparase algún agravio desapercibido en una investigación a la que se ha pegado carpetazo demasiado rápido. Sin embargo, pronto nos damos cuenta de que todo el libro es, en realidad, un registro personal del proceso de escritura, un cuaderno de notas previas que, una vez ordenadas, debían convertirse en esa novela policíaca que nunca se llegó a escribir porque lo importante ya no era la novela misma sino las propias notas, la catarsis que el proyecto literario, en su estado embrionario, estaba ejerciendo sobre el autor. Resulta que el embrión era, en realidad, la criatura misma. La búsqueda de sí mismo y la reconciliación con su tierra, esa huerta murciana que, a veces, y salvando las distancias, llega a parecerse a aquella Albufera de Blasco Ibáñez, cuyo ambiente sofocante y cerrado parece propiciar el advenimiento de las bajas pulsiones. Al libro lo jalona, además, toda una serie de escrúpulos éticos sobre la conveniencia de desenterrar el dolor de los demás, algo que me recordó un tanto a las reticencias que Fernando Aramburu exponía en Patria a la hora de escribir sobre ETA. Quizás por eso, Miguel Ángel Hernández halla en la resurrección literaria de Rosi, la víctima del relato, un contrapunto a esas reservas morales, y de algún modo le redime y le justifica. De todos modos, nada puede reprochársele en ese particular al autor. Porque cuando Miguel Ángel Hernández exhuma el dolor de los demás, cuando revive el miedo de tantas personas aterradas por aquel suceso, está también tratando de curar el suyo. Porque el dolor de los demás, es muchas veces, el dolor propio.