lunes, 30 de abril de 2018

402. Calígula o el desdén de la luna



Estoy seguro de que cualquier escritor que se precie de considerarse como tal, renunciaría a parte de su obra solo por escribir algo remotamente semejante al Calígula de Albert Camus. Estrenada en el parisino Théatre Hébertot en 1945, pocos textos de tamaña intensidad literaria y hondura filosófica como el del novelista y dramaturgo argelino. Calígula es la historia de la fatal lucidez. La muerte de Drusila, la hermana y amante del emperador, es el detonante de una terrible verdad: “que los hombres mueren y no son felices”. A partir de esa clarividencia, Calígula ejerce su tiranía con un afán pedagógico, el de mostrar a sus súbditos el verdadero sinsentido de la vida humana. Para ello destroza todos los valores, a la postre falaces, en los que se sustenta la humanidad: la patria, la religión, la amistad, el arte, el amor, la dignidad, el bien y el mal, todas las grandes palabras son sometidas a su despiadada destrucción. Subyace en la perspicacia de este delirio la idea de la libertad. Al hombre se le ha negado la posibilidad de elegir, pues no puede optar a la vida eterna. Es por eso que Calígula trata de rebelarse contra esa privación llevando al máximo extremo su propia libertad, la libertad del gobernante que no atiende a limitaciones de índole práctica, ética, o de sentido común para ejercer su poder. En realidad, con su actitud, Calígula está tramando deliberadamente su propio asesinato. Solo un cambio radical en el devenir de nuestra existencia finita podría llevarnos a la esperanza. Pero como esa esperanza se cifra en lo imposible, el nihilismo de Calígula no tiene cura. Por eso el emperador se obsesiona con conseguir la luna; si ello fuera posible, se revertiría todo el orden establecido, todo se transfiguraría: “Mi voluntad es cambiarlo. Haré a este siglo el don de la igualdad. Y cuando todo esté nivelado, lo imposible al fin en la tierra, la luna en mis manos, entonces quizá yo mismo esté transformado y el mundo conmigo; entonces, al fin, los hombres no morirán y serán dichosos”.
La nueva versión de Calígula a cargo de Mario Gas se resume en dos palabras: Pablo Derqui. Me cuesta encontrar en la memoria una interpretación tan apabullantemente estelar como la del actor barcelonés, aunque era algo que me esperaba, porque después de verlo interpretar a Enrique IV en la serie Isabel, de TVE, el papel de Calígula y su registro le venían pintiparados. La escenografía, a cargo de Paco Azorín, también es acertada, con ese frontispicio tendido que imita el Palazzo della Civiltà del Lavoro, el Colosseo Quadrato, símbolo del fascismo italiano que mandó construir Mussolini para aquella Exposición Universal de Roma que nunca se celebró. También el vestuario, con sus elegantes trajes, es respetuoso con el deseo de Camus de no presentar a los personajes con túnicas romanas. Chirría un poco la escena del baile de Calígula disfrazado de David Bowie, acompañando a Joker y a la Máscara. Aunque en el texto original se pone el acento en el histrionismo afeminado de Calígula, lo cierto es que la escena desmerece el conjunto y resulta incómoda. Lo que sí es un error imperdonable de dimensiones cósmicas es la música que suena justo en la escena final, cuando Calígula es asesinado. En una obra que nos recuerda continuamente la constatación de la nada que somos, el momento culminante de la muerte del emperador debe ir acompañado necesariamente de un silencio profundo y catártico –nihilista– que solo debe ser roto por los aplausos entregados de los espectadores. Terrible mácula final para un montaje que rozaba la perfección. 
La versión, pues, quedará en la memoria, sobre todo, por la deslumbrante actuación de Derqui. Y si alguna vez nos olvidamos del estremecimiento que vivimos un día en el patio de butacas, siempre estará para recordárnoslo la luna, recogida en el triclinio del cielo, altiva, bella.  Desdeñosa.

lunes, 23 de abril de 2018

401. Habitar la omniausencia



Quienes me conocen bien saben que no profeso en la cofradía del encomio gratuito, ni siquiera cuando el cedazo del cariño (como es el caso) pudiera tamizar la capacidad del discernimiento. Digámoslo, pues, de una vez: Pilar Blanco Díaz es una de las voces más deslumbrantes de la actual poesía española. Y esto hay que decirlo alto, claro y sin complejos, con la certeza de quien se sabe legitimado por la lectura jubilosa de una obra de incuestionable altura.
Tras cuatro años de silencio, Pilar Blanco nos regala Vigía de tu paso, una joya engarzada en la preciosa edición de Chamán. El libro se divide en tres secciones. En la primera, titulada “El que observa”, toma la voz poética una suerte de abstracción que no es más que el trasunto de la vocación trascendente de la poeta. A esta entelequia “clavad[a] en lo absoluto” se la llama a veces “hermética presencia” o “el otro”, “el hermano”, “el que escucha”. Desde su dimensión inalcanzable nos recuerda la finitud de lo que somos y la falacia de la búsqueda, pese a la tozudez contumaz del ser humano por responder a los enigmas de su propia existencia y por erigirse en interlocutor perpetuo y estéril del misterio. A la postre, somos sólo el “sueño de un loco” que amó en nosotros “lo inmortal que le fuera negado”, “un acaso de células cuyo fin desconozco”. “No te rebeles: respiras y ya has sido”.
En la segunda parte, titulada “La criatura”, es ésta quien toma la palabra para interpelar al metafísico vigía, pues necesita atar su canto a él para explicarse; de este modo  alimenta su ficción y agranda la oquedad del dolor, pues no hay respuestas si no hay a quien preguntar: “ni siquiera existes, producto de mi mente y de mi hambre”. La identificación con ese ideal anhelado pasa entonces a configurarse hacia adentro, estableciendo una tensión entre el yo público y el yo esencial, ese que “dice que es yo y no lo reconozco, / y me desprecia desde mis sangre misma”, o ese ser atávico, el arcano prediluviano, el origen telúrico del que venimos, de la tercera parte. Para el acceso a la eternidad queda entonces la palabra demiúrgica, la que nace de su veta prístina, pues lo que no se nombra no existe, o la asunción del tiempo presente como el único posible: “todo es hoy y avanza hacia sí mismo”, “luego no será más que un siempre  y un ahora”, “completar el ahora, / cauce único del siempre”.
La última sección se titula significativamente “El espejo del agua”, pues en ella dialogan la criatura y el vigía, que son las dos caras de una misma alegoría.  Se alterna aquí la letanía y el tono oracular. La “hermética presencia” se postula, allá en lo alto, como un dios soberbio y nihilista, que se alimenta de nuestro miedo y que niega toda perfección, destino y trascendencia a los hombres. La poeta se rebela a veces enarbolando la fuerza del amor (“soy eterno, pues amo”) y otras acepta la nada de su sino dando dimensión al espejismo a través de la belleza y de la poesía, que la salvan.
Vigía de tu paso es la epopeya elegíaca de una búsqueda imposible, la épica de una derrota cierta. Y, sin embargo, el misterio de la existencia debe oscurecerse precisamente para entenderlo: “porque el hombre que eres me usará de fanal” –dice ese eón anhelado–. “Ceguera que abre luz”, –corrobora la poeta–. Pues toda nuestra radical humanidad se halla en “amar así el bastón que nos conduce, el reflejo que evoca / este vacío repleto de preguntas. / Y amar en quien camina a nuestro lado / la misma pequeñez con la que se alza”. 

lunes, 16 de abril de 2018

400. Hacerse pueblo



Ya sabemos que es fácil sentar cátedra a toro pasado pero me van a permitir esta vez arrogarme (sin ánimo de exclusividad) el vaticino de este nuevo libro de Ramón García Mateos, que más tarde o más temprano había de darse necesariamente a la imprenta. Ya nos lo venía avisando el autor mismo en sus anteriores obras, que siempre han reservado un espacio para albergar la veta popularizante de muchos de sus versos. Pero si, además, se tiene el privilegio de haber sido su alumno, de conocer su persona y de disfrutar luego de su amistad, la premonición no tiene ya tanto mérito, pues basta con recordar el entusiasmo con que explicaba en sus clases el fenómeno de la oralidad, las jarchas, la juglaría y el Romancero (demorándose más de la cuenta –no podía evitarlo– en detrimento del resto del programa); basta con rastrear sus querencias literarias que, tanto cultas como tradicionales, han atendido siempre a la belleza de la canción popular; basta con oírlo cantar a él mismo, al calor del vino y de la amistad, viejas coplas de sabor añejo; basta con verlo ajuglararse en su aventura poético-musical con el grupo Goliardos; basta, en fin, con conocer el vínculo sentimental que, desde su infancia, ha contraído con el folclore, en el sentido más noble y etimológico del término, para convencerse de que este libro era casi una necesidad para la propia autoafirmación de su credo poético.
Nuevo ramo de viejos cantares, publicado por la editorial Silva, es un verdadero portento del dominio métrico y del espíritu del verso llano. Otros poetas cultos se vieron también tentados por la frescura y espontaneidad de la poesía popular, como aquellos que acabaron por conformar el corpus de eso que llamamos Romancero nuevo. Pero hasta ellos, con toda la indiscutible belleza de sus composiciones, no pudieron liberarse del todo del lastre de su propio ingenio, valga la paradoja. Ramón, en cambio, consciente del peligro de la impostura, tan en las antípodas del género, se ha hecho pueblo hasta el punto de que su libro podría pasar por una antología de los viejos cantares. Para ello se ha servido muy inteligentemente de los recursos congénitos a la propia tradición oral: el metro corto (con un magistral despliegue del florilegio de estrofas populares), la asonancia, los arcaísmos léxicos y gramaticales, la noble rusticidad o los temas (amorosos, evocadores, históricos, festivos, agrícolas, eróticos, procaces, viajeros, de escarnio, etc). Pero el verdadero mérito que da fe de la maravillosa recreación que el autor hace de la canción popular es la utilización de su fenómeno más señero: el de la transmisión oral. Y esto, claro, resulta paradójico en un libro escrito. García Mateos toma versos de la tradición y, o bien los glosa, o bien los transforma, o bien los continúa, contribuyendo con ello a su vida en variantes, que es parte esencial del género. Se da, pues, la anomalía de que un libro concebido para ser leído, pues los poemas se han fijado por escrito, participa, en realidad, de un presupuesto de la oralidad, que es el de ser parte del proceso de su vida en variantes. El milagro se hace cierto porque, repetimos, los poemas no parecen escritos por un poeta individual sino heredados de esa legión anónima que llamamos pueblo. Para acabar de consolidar ese premeditado calco de los procesos de la oralidad, el libro viene acompañado de un disco compacto donde varios artistas ponen música a los poemas y trascienden, por tanto, la fijación escrita. Se trata, en definitiva, de una maniobra originalísima cuyo gran acierto es, precisamente, que no lo parece. Y quién sabe si se cumple el sortilegio y algunos de estos viejos nuevos versos de Ramón toman vida propia y se acaban injertando en el cancionero colectivo, como aquel “lobito bueno”, de Goytisolo. Ramón, lo sé, renunciaría a ellos de buen grado, fundido y anónimo en el seno del pueblo, eterno ya.

lunes, 9 de abril de 2018

399. ¿Existe Portbou?



Los últimos días de Walter Benjamin en Portbou y su misteriosa muerte siguen constituyendo motivo de inspiración para literatos y centinelas de la memoria, si es que acaso no son la misma cosa. Álex Chico engrosa con un Un final para Benjamin Walter publicado por la editorial Candaya, la dilatada lista de quienes han sentido el magnetismo por una figura y un paisaje, imbricados tan íntimamente entre sí, que cuesta separar la orografía de la piel del filósofo, marcada por las cicatrices del exiliado, de la de los accidentados valles ampurdaneses, que parecen, ellos también, residir en una suerte de ostracismo geográfico en tierra de nadie.
Es justo esa fantasmagoría de la ausencia la que empapa todo el relato del escritor extremeño. Su prosa demorada y lírica, llena de sugestivas evocaciones, mece la lectura hasta generar una atmósfera envolvente y narcótica que envicia los pulmones lectores de melancolía. La descripción de lugares abandonados o poco frecuentados, como la antigua estación de tren, la playa, el cementerio, los hoteles vacíos, los obsoletos puestos aduaneros, los bastiones militares, el monumento de Caravan, el promontorio desde donde se divisa Cervère, todo contribuye a predisponer al espíritu a la ensoñación, pero también a la reflexión sobre la memoria, a su salvaguarda y a la denuncia de su postración interesada. Un final para Benjamin Walter es una epopeya de la desolación, un no-libro para un no-sitio y casi para un no-hombre (significativo el trueque que sufre el nombre del pensador alemán al ingresar en España) y hasta el autor, que visitaba Portbou para investigar esas últimas horas del autor de El libro de los pasajes, parece olvidarse por momentos de su empresa inicial para realizar él también una suerte de viaje iniciático hacia los intersticios de la propia escritura como ontología. Diríase que Álex Chico es un Juan Preciado y Portbou una nueva Comala, donde los muertos se aparecen y conversan con él, el propio Álex Chico otro espectro sincretizado con el paisaje.
Por supuesto, hay en el libro un recorrido documental y sentimental sobre Walter Benjamin, jalonado en ocasiones por jugosas anécdotas como aquella que describe el azaroso viaje del cuadro de Paul Klee, el Angelus novus, adquirido en su día por Benjamin y que hoy cuelga significativamente en el Museo de Israel, en Jerusalén. O la magia de la intertextualidad, que pone en liza a inesperados compañeros de viaje literarios. Pero hasta todo eso acaba poniéndose al servicio de reflexiones sobre la escritura o la memoria, como demuestra esa especie de coda final en la que el autor se centra en los cuadernos de Sílvia Monferrer, habitante de Portbou que acoge a Chico en sus últimos días en el pueblo, de vida también errabunda, casi ficticia, otro fantasma más.
Un final para Benjamin Walter, a medio camino entre la novela, el ensayo y la crónica de viajes, es un libro con aura, como tiene aura Portbou. Ese poso que dejan algunas lecturas de las que olvidamos su argumento, sus personajes y hasta sus títulos pero que quedan sedimentados en alguna parte de nosotros para siempre. Quizás sea esa la paradójica máxima expresión de la literatura: los libros donde las palabras se desintegraron pero son polvo en los bolsillos del viajero. Por eso no hace falta un cadáver de Walter Benjamin ni una tumba para sus despojos. Porque existen epitafios como el de Álex Chico.