lunes, 31 de diciembre de 2018

427. 'El castigo sin venganza'



La intrahistoria de El castigo sin venganza, de Lope de Vega, está envuelta en una serie de anomalías que ha desatado entre los estudiosos, desde hace tiempo, todo tipo de especulaciones. En primer lugar, desde la fecha del autógrafo (1 de agosto de 1631) hasta el visto bueno de la censura, pasan 9 meses. Después, la obra tardó en representarse un año largo y, cuando lo hizo, disfrutó de una sola representación. Tal fue así que Lope tuvo que imprimir en 1634 la obra suelta (y no en agrupaciones antológicas como era costumbre), para dar satisfacción a todos aquellos que no habían podido asistir a su estreno y a los que había llegado, por boca de los pocos afortunados que sí la habían visto, la ponderación de su enorme calidad. Así, pues, El castigo sin venganza acabó por pasar de ser una obra para ser representada a convertirse en una obra destinada a ser leída. Los pormenores de esta extraña causítica darían para otro artículo pero es probable que Lope hubiera perdido el favor de la corte tras su frustrada competencia con José Pellicer por hacerse con el cargo de cronista o porque la obra incluyera, en la historia del duque de Ferrara, algún tipo de alusión velada a otro affaire amoroso de persona principal.
El argumento, que se remonta a un hecho histórico y que aparece literaturizado en las Novelle de Bandello, es bien conocido. Federico, el hijo bastardo del duque, y  Casandra, su madrastra, se enamoran. Cuando el duque conoce estos amores urde un plan para que ambos mueran: deja a su mujer maniatada y sin sentido bajo un manto e insta a su hijo a dar muerte al bulto alegando que es un conspirador. Cuando Federico obedece y da muerte, sin saberlo, a Casandra, el duque hace prender a su hijo y le acusa de haber matado a su madrastra por temor a quedar desheredado por el hijo legítimo que ella esperaba. El duque perpetra, así, su castigo sin venganza, es decir, oculta la doble deshonra que ha sufrido (el adulterio de su mujer y la deslealtad incestuosa de su hijo) y enmascara su acto en las leyes políticas y sociales, dejando al margen su afrenta privada.
Helena Pimenta se despide de la Compañía Nacional de Teatro Clásico con una nueva versión del grandísimo Álvaro Tato. Y lo hace fiel a uno de sus sellos de identidad: los juegos espacio-temporales. Tal y como hizo con La verdad sospechosa, de Ruiz de Alarcón, adapta los vestuarios para ambientarnos en la corte de Ferrara, donde el coro se comporta como una caterva de oscuros gángsteres y el duque, sentado en su silla de barbero a modo de trono, ostenta su poder altivo pero vulnerable, como un Albert Anastasia redivivo. Joaquín Notario interpreta con maestría la desazón del duque por su fama licenciosa y el conflicto interior por la terrible decisión que debe tomar; Beatriz Argüello desata la feminidad herida de Casandra con desgarradora dicción; Rafa Castejón se apropia de las dudas de Federico con enorme intensidad dramática; y Carlos Chamarro adopta con espléndida solvencia la ambivalente comicidad de Batín, un gracioso ya muy distinto del canónico, que no puede soslayar la parte de la tragedia de la que es testigo. La escenografía es acertadísima, con las veladuras que esconden el incesto y el juego de espejos, tan importantes en el autógrafo, que Pimenta explota para realizar un interesante ejercicio de perspectivismo. Todo en la obra es digno de encomio. El elenco de la Compañía es de otro planeta. Todos sus actores han sido regalados con un don, que quintaesencian con su trabajo titánico y entusiasta y del que ya quisieran disponer para sí los actores mediáticos del cine y la televisión. Su merecido éxito, bien merece un brindis en el Decadente.


 Con los actores de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, tras su maravillosa actuación en el Teatro de la Comedia representando El castigo sin venganza, de Lope de Vega. Magníficos actores y bellísimas personas.
De pie, de izquierda a derecha: Carlos Chamarro (Batín), Javier Collado (Marqués de Gonzaga) y Beatriz Argüello (Casandra). Debajo, Fernando Trujillo (coro).
 

lunes, 24 de diciembre de 2018

426. La escondida senda



Estoy seguro de que mi afición por la prosa demorada, por las descripciones morosas y por la melancolía literaria proceden de los relatos que leí en mi época de escolar a través de los libros de texto de la colección SENDA. Durante la década de los 80, la editorial Santillana lanzó una colección de manuales de lectura que obtuvo la buena acogida de los centros educativos de la extinta y añorada EGB. Es difícil que alguien de mi generación no reconozca con una punzada de nostalgia las tapas marrones de aquellos libros, en cuyas portadas aparecían Pandora, el remolque Rulot o el caballo Clavileño, entre otros personajes de nuestra iconografía infantil. Creo que fue en las páginas del SENDA 4 donde hallé aquel relato de Ignacio Aldecoa que me marcaría para siempre y que se titulaba “Solar del paraíso”. En él, el escritor vitoriano se detenía en una estampa desoladora de un paisaje agreste entre dos puentes tras la crecida de un río. El texto evocaba, después, los tesoros que los niños hallaban cuando el cauce volvía a su pobre caudal, entre el cieno y los juncos. Literatura de arrabal para lectores expertos en la exploración de los descampados. Además de su calidad literaria, todo aquel relato estaba revestido de una devastadora sensación de extrarradio que pellizcaba el alma, aunque yo entonces, en mi ingenuidad infantil, no supiera ponerle palabras a aquella sensación de grisura irremediable. La misma que sentía al leer “El faro”, de George Toudouze, escritor francés hoy prácticamente olvidado. Ignoro si el antólogo de los SENDA sufría algún tipo de depresión en cuyo tamiz cribase la selección de aquellos textos, pero yo agradezco la sensibilidad de aquellas primeras lecturas, adultas antes de tiempo, porque fue allí, entre aquellas palabras de acíbar, donde eduqué el gusto literario y donde se me inoculó, como un dulce veneno, la savia medicinal de mi naturaleza melancólica, compañera tantas veces en la lectura cómplice de mis maestros más queridos. Hoy, cuando nuestros hijos están entre los algodones de una sobreprotección hedonista –siempre la felicidad como parámetro innegociable– sería impensable que un pedagogo incluyera un texto como el de Aldecoa entre las lecturas de un niño de 10 años. Como si hubiera que extirpar la melancolía a toda costa, como si ésta no formara parte, también, de la dimensión espiritual del ser humano y no tuviese, entre sus virtudes, la de recordarnos nuestra reivindicación trascendente, usurpada quién sabe en qué etapa de nuestro arcano primigenio.  Tampoco los niños lo entenderían, para qué nos vamos a engañar, igual que un adolescente no entiende ya los libros de Salgari, de Verne o de Kipling. Signo de nuestro tiempo, como lo es también que la colección SENDA se pueda obtener hoy en Internet a precios de escándalo entre los especuladores de la nostalgia, que la mercantilizan como se mercantiliza todo hoy en día. Yo, que perdí mi SENDA, –ay, tantas veces la he perdido–, en los sumideros del tiempo, me arrepiento tanto de no haber conservado aquellos libros… Pero me alivia algo pensar que viven dentro de mí, a salvo de las trituradoras, y que afloran siempre que, con Fray Luis de León, escojo la escondida senda del recogimiento, y los SENDA se hacen senda, otra vez, cubierta de hojas amarillas que crujen a mi paso, y es la página del libro que crepita entre mis manos para el frío del invierno.


lunes, 10 de diciembre de 2018

425. La Constitución es de las plazas



Estatua de la Plaza de la Constitución de Bonavista (Tarragona)

La celebración de los 40 años de la Carta Magna y la restauración de la estatua que preside la Plaza de la Constitución de Bonavista, me han llevado a recordar la historia de nuestro primer Teatro Principal, derruido en 1964, y cuya fachada, como se sabe, estuvo coronada por la escultura de marras antes de ocupar su emplazamiento definitivo en el carismático barrio de Poniente.
Está atestiguado que Tarragona dispuso de teatro ya en 1636 vinculado al Hospital de la ciudad, que usaba la taquilla de los espectáculos como fuente de ingresos. Esta práctica era habitual entre los hospitales catalanes. Ya en 1587, un Real Privilegio de Felipe II aprobaba una subvención para pagar a los comediantes que actuaban en el teatro anejo al Hospital de la Santa Creu, en Barcelona, con el fin de garantizar el beneficio neto de los espectáculos. También los hospitales de Reus y Valls siguieron esa costumbre. En el Llibre del Consolat del 29 de abril de 1636 se dice, respecto al edificio de comedias del Hospital de Tarragona, que se hace necesaria “una casa y aposento per els comediants per a que quant vingessen comediants, puguessen representar ab comoditat, per lo que diuhen a de resultar molt profit per la dita casa del Hospital”. Esta crónica podría colocar al teatro de Tarragona como el más antiguo de Cataluña tras el del Hospital de la Santa Creu de Barcelona. La historia de aquel primer teatro tarraconense, que compartía edificio con el hospital, está jalonada de curiosas anécdotas. En 1667 se constata la presencia de comediantes en la ciudad, “puix an ficat cartells o titols per los cantons de la Ciutat”, y las autoridades instan a la compañía a que actúe en el espacio del hospital y no en la calle, pues por aquel tiempo se estaban realizando actos de plegarias para combatir la sequía. En 1675, el salón de comedias fue utilizado como cárcel para los presidiarios franceses que habrían participado en la Guerra dels Segadors. En 1733 se sabe que actuó en el teatro la compañía italiana de los Trufaldines, cómicos dell’arte que influyeron decisivamente en importantes dramaturgos españoles del siglo XVIII como Antonio de Zamora y José de Cañizares y precursores de la “comedia de magia”, que cosechó enorme éxito durante toda la centuria. En 1820, se decidió ampliar el teatro del hospital de Santa Tecla, construyendo un edificio exento en la calle Comte de Rius. El proyecto corrió a cargo de Vicenç Roig, escultor, a su vez, de la estatua de la Constitución que erigiría en lo alto de la fachada del teatro, y conocido también por su Presentació al temple, altorrelieve de la capilla de la Presentación de la Catedral de Tarragona, o por sus dibujos sobre la Guerra de la Independencia que se conservan en el MNAT, en cuya fundación contribuyó decisivamente. La estatua del teatro tuvo que ser remodelada cuando llegó la reacción absolutista, cambiando el libro de la Constitución de 1812 que sujetaba la diosa en las manos por una lira; se evitaba así su destrucción. Tras la demolición del teatro en 1964, la estatua quedó olvidada en los almacenes municipales de la Plaça del Pallol durante 20 años. En 1984, de nuevo con la Constitución en las manos, la estatua fue colocada en Bonavista. Su nueva vida vinculaba ahora la Constitución de Cádiz con la de 1978 y se convertía en el primer monumento de la ciudad que conmemoraba la Carta Magna. Quizás los avatares de la estatua sean signo de su verdadero destino. La Constitución no se hizo para mirarnos desde las alturas en la fachada de un teatro, sino para mezclarse con las gentes en el ágora de su pueblo, que es la plaza pública. Yo, que nací el mismo año que la Constitución, me detengo a veces a contemplar la estatua más emblemática de mi barrio, mientras oigo los gritos libres de la chiquillería jugando en la plaza. Y pienso en los absolutistas del siglo XIX y no veo muchas diferencias con los absolutistas del siglo XXI. Y miro orgulloso a mi barrio, aguerrido custodio del libro que sujeta la diosa en las manos, que no es una lira, pero como si lo fuera.



Plaza de la Constitución de Bonavista (Tarragona), con la estatua de espaldas.


Antiguo Teatro Principal de Tarragona. La estatua de la Constitución luce coronando la fachada.



lunes, 3 de diciembre de 2018

424. Colette



Lo mismo ya no llegan ustedes a tiempo. ¿Un biopic sobre una escritora francesa de principios del siglo XX? ¿Estamos locos o qué? Estas cosas duran en el cine lo que tarda en llegar a las salas la nueva bazofia de turno, esta sí, anunciada con toda la pompa de la mercadotecnia cinematográfica para atender la demanda del espectador adocenado, que es lo que vende. El infame blockbuster –así, en inglés, que mola más–, irrumpe avasallador acaparando varias cabinas de proyección, y ya de Colette sólo queda el recuerdo fugaz de su paso por la cartelera para medicina de cuatro raritos letraheridos.
La nueva película de Wash Westmoreland, repasa una parte de la vida de Sidonie-Gabrielle Collete (1873-1954), la escritora que cautivó a los lectores franceses con la saga de sus novelas protagonizadas por Claudine, trasunto velado de sus propias experiencias biográficas, y que firmaba su marido Henry Gauthier-Villars, más conocido como “Willy”, llevándose él todo el mérito del talento de su esposa. La vida licenciosa de Willy, mujeriego y derrochador, acabó por rebelar a Colette contra su marido, hasta el punto de desvelar a la sociedad francesa el escándalo de la falsa autoría. La película, como no podía ser de otra manera, está rodada con la pulcritud, elegancia y estilo canónico al que nos tiene acostumbrados el cine británico. El riesgo de convertir la cinta en una  reivindicación feminista de las de nuevo cuño, es evitado por el director mediante una ajustada dosificación de la necesaria denuncia que sortea con eficacia el peligro panfletario. No obstante, es posible que el linchamiento moral que se busca para con el caradura de Willy, se haya cobrado alguna inexactitud histórica. Por ejemplo, cuando Willy vende los derechos de las Claudines a la editorial Ollendorf sin el permiso de Colette, quizás Wesmoreland se haya tomado algunas licencias, pues, si no me equivoco, fue la misma Colette quien negoció esa venta en 1909, cuatro años después de haberse divorciado. No obstante, conviene corroborar este dato en la imprescindible biografía que sobre la escritora francesa publicó Judith Thurman, editada en España por Siruela en el año 2000. A la película quizás le falte algo de la chispa que reclamaba una figura compleja y poliédrica como la de Colette. Quizás tenga algo que ver con ello el hecho de que sólo se narre un período de su vida, hasta el divorcio con Willy. Quedan en el tintero una mayor exploración de la bisexualidad de la escritora, su sensualidad, su relación con Henry de Jouvenel, redactor jefe de Le Matin, su labor como enfermera durante la I Guerra Mundial, la escandalosa relación con el hijo de Jouvenel, su colaboración con el compositor Ravel, sus posteriores éxitos literarios, su reconocimiento académico, y hasta su muerte, que fue todo un funeral de Estado, sin la participación de la Iglesia, que se negó secundar los honores por considerar inmoral la vida desordenada de la escritora. Sin embargo, el pasaje de su vida que es resumido en la película se ajusta muy bien a la experiencia que la propia Colette recoge en su primera obra más allá de las Claudines, La vagabunda, novela, por cierto, de una lozanía y elegancia deliciosas, y que relata la experiencia de la escritora como artista del music hall tras independizarse de Willy, y su relación tormentosa con éste. Diálogos brillantes, estupendas interpretaciones de Keira Knightley y Dominc West, notable fotografía y excelente ambientación, Colette es una noble recuperación de una de las figuras señeras de la literatura francesa. Willy iría a ver alguna peli de superhéroes.