miércoles, 25 de diciembre de 2013

233. Romancero nuestro


Menéndez Pidal y su esposa María Goyri durante su viaje de novios
 
Nunca sabremos qué delito debió de cometer aquel prisionero que yace aún en su prisión y que no sabe “ni cuando es de día ni cuando las noches son, sino por una avecilla que [le] cantaba al albor”; ni en qué parará el adulterio de Gerineldo y la reina, que despiertan una mañana en su lecho de amor, separados por la espada del rey; ni tampoco la identidad de ese enigmático marinero a bordo de su galera, enjarciada con velas de seda y cendal, y cuyo canto hacía amainar los vientos, poner la mar en calma, alzar los peces de las profundidades y posar a las aves en su mástil.

No lo sabremos nunca ni importa tampoco. Porque estas historias, así desgajadas de su fruta primitiva, nos bastan sin aditivo alguno, sólo el que la maceración del tiempo quiera otorgarles para conjugar su sabor añejo con los matices nuevos. Esquirlas fragmentadas de quién sabe qué vasija perdida que el torno alfarero del pueblo ha mantenido siempre igual y siempre distintas. Rescoldos de un fuego infinito que el fuelle de la herencia oral aviva a perpetuidad. He ahí la esencia de los romances.

En esta España nuestra afligida por su larguísima  y amarga historia de rencillas, disputas, desavenencias y rencores, los españoles hemos sabido, no obstante, salvaguardar un pedazo común de nosotros mismos en la custodia de nuestro Romancero. Y, por una vez,  hemos hecho algo juntos. Sus versos se han enseñoreado siempre antiguos y siempre lozanos haciendo soportables las tareas del campesino; han brotado quejumbrosos en las consejas de una vieja entre el crepitar de una lumbre, apaciguando el rigor del invierno; han mecido el sueño de un niño en su cuna; han brincado en la fiesta y en la verbena y en el mercado; han recordado lances antiguos que nos recuerdan ascendencias y mestizajes. Y esta longevidad transmitida de generación en generación es quizás la mayor muestra de una identidad más allá de banderas y miserias políticas. Y es también un milagro literario que, pese al nuevo signo de los tiempos, permanece vigente, en contra de lo que piensan los teóricos más catastrofistas, del mismo modo que los romances parecieron liquidados al final de la Edad Media y, sin embargo, hallaron nueva revitalización en las refundiciones de nuestro teatro áureo y más tarde entre los poetas cultos. Sea como fuere, el romance en su continua transmutación genérica ha sobrevivido al paso del tiempo y aún en su forma más pura, la de la oralidad, como demostraron Ramón Menéndez Pidal y su esposa María Goyri en el que es ya mítico viaje de novios por tierras del Burgo de Osma a la caza de romances, tarea que luego continuó con ahínco su nieto Diego Catalán. El tesoro del Romancero y de la oralidad es tal que José Agustín Goytisolo se jactaba de que su poema “El lobito bueno” pasara por canción anónima, antigua y popular, pues ese era el mayor elogio que pudiera recibir.

Desde hace 10 años, la UNESCO ha añadido a su programa de amparo cultural lo que ha dado en llamar Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. Tras una década resulta ya enojoso el olvido en que la institución tiene al corpus de nuestro Romancero hispánico, tramitación, por cierto, que la muerte de Diego Catalán dejó truncada en su momento.

Démonos prisa, no vaya a ser que nos pase como al prisionero del romance, a quien un ballestero le mató el avecilla (déle Dios mal galardón);  o lo que le ocurrió al conde Arnaldos que, pidiendo al marinero de marras que le dijese su cantar, éste le respondiera: “Yo no digo mi cantar sino a quien conmigo va”.

viernes, 20 de diciembre de 2013

232. Pasando lista



Comprendí realmente que había cambiado Tarragona por Alicante cuando pasé lista a mis alumnos el primer día de clase. Arniches: presente; Bonmatí: presente; Gilabert, Miró… presentes. Y aunque los nombres de pila eran otros, yo no podía menos que sonreír al evocar al dramaturgo alicantino Carlos Arniches; a Margarita Bonmatí, natural de Santa Pola y esposa de Pedro Salinas, que durante un tiempo vivió en El Altet; a Concepción Gilabert, madre del oriolano Miguel Hernández; a Gabriel Miró. Ahí estaban mis poetas, mis escritores, saludándome a través de estos chiquillos que quizás no conozcan siquiera el abolengo literario de sus apellidos, resucitándose mediante el sortilegio onomástico para darme la bienvenida, para decirme: “aquí nos tienes, reconfortaremos tu alma de transterrado. Que la sobriedad de estos riscos pelados serene tu espíritu y que la huerta de la vega oree tu nostalgia”. De camino a casa, un coche se detiene a mi lado en el semáforo. Sobre el techo del automóvil, un rótulo: Autoescuela Azorín. Pierdo mi mirada agradecida allá por donde intuyo que queda Monóvar.

Y, no obstante, en mi otra lista me faltan mis padres, mi hermano, mis amigos, y aquella patria chica que se limitaba a las lindes de mi barrio de periferia, Bonavista, allá en Tarragona. Mis pinos imperiales son ahora palmeras africanas, mi Rambla Nova es ahora la Explanada de España y he sustituido el Balcón del Mediterráneo por el  Castillo de Santa Bárbara. Desde su atalaya, los ojos se pierden en la inmensidad del mar, que me trae olas del presente y del ayer.  Porque 
 
“El mar también elige 
puertos donde reír
como los marineros. 
El mar de los que son.
El mar también elige
puertos donde morir. 
Como los marineros. 
El mar de los que fueron”
 
(Miguel Hernández).
 
Publicado en Tribuna de Poniente

domingo, 15 de diciembre de 2013

231. Cancela insomne


 
Que la evocación de la infancia como paraíso perdido es un motivo recurrente en poesía, es asunto probado. Y,
no obstante, esa veta de la memoria sigue llenando incesantemente los poemarios a cuyos versos nos asimos también los lectores en la búsqueda universal de ese arcano edénico que nos devuelva.

Juan Ramón Torregrosa quiere cerrar con su última obra ese ciclo temático, que es una constante en toda su producción, y lo hace con un libro atento a la captura de todos esos “vislumbres originarios” de los que hablaba Cesare Pavese, capaces de recuperar el instintivo estado de desnuda esencialidad que conforma la bandera de aquella patria, quizás la única cierta y verdadera.

El libro está dividido en cuatro secciones que, salvo la primera, se corresponden con las etapas de la infancia, la preadolescencia y la madurez. La obra se abre con una interesantísima primera parte, “Quien conmigo va”, que hace las veces de pórtico filosófico y que plantea las confusas lindes entre la memoria, siempre subjetiva, y la verdad, sólo atisbada en instantes efímeros que laceran al poeta, no por su contenido mismo, sino por la convulsión radical que produce la conciencia del tiempo que vuelve. Especialmente destacable es el poema “Sueño y vigilia”, con la espléndida imagen del viajero en duermevela que, al despertar, halla entre el vaho del cristal, su propia imagen, como si otro viajero, que es él mismo, hubiera ocupado el asiento contiguo. El viaje es metáfora de la vida y la epifanía del reflejo en el cristal, símbolo del desconocido, nosotros mismos, que nos acompaña.

La segunda sección, “Cancela abierta”, rescata la candidez de los primeros descubrimientos que asombran a nuestra niñez. En muchos de estos poemas se columbra un cierto desamparo, con algún episodio traumático, y la turbación recelosa del contacto con el mundo de los adultos, más peligroso que los ingenuos primeros miedos infantiles. Especialmente hermoso es el poema “Sombras en movimiento”, que narra la primera experiencia cinematográfica. El haz de luz “que atraviesa el espacio tenebroso / y se convierte en vida palpitante”, bien pudiera utilizarse como imagen de la memoria, luz etérea, imposible, irreal, que germina en nuestra mente.

La tercera división corresponde a “Cancela insomne”, que da título al libro. Los poemas aquí agrupados dan un paso más en ese proceso revelador de los descubrimientos, centrados aquí en el propio cuerpo y la sexualidad, que son tratados con exquisito buen gusto, y siempre al amparo de una ingenua clandestinidad acechada dolorosamente por el sentimiento de culpa. Es la etapa en la que el niño debe agarrarse a las palabras de los adultos, misterios insondables todavía, pero asidero de quien, aún sin respuestas, navega a la deriva sujeto a esas palabras que algún día le conducirán a la playa del autoconocimiento.

Finalmente, “Cancela oculta”, desde la perspectiva ya de la madurez y la ancianidad,  aborda la impotencia ante el paso del tiempo, aunque con una mirada esperanzada en el presente, único valedor de la existencia. Pero es, sobre todo, la constatación del retorno a la infancia que experimenta el hombre al franquear la senectud.. Esta circularidad se aprecia, por ejemplo, en el último poema, “Vida retirada”, que reformula el tópico del beatus ille latino y que conecta, ignoro si conscientemente, con el poema “Noche de verano”, de la segunda sección. En ambos, el poeta niño y el poeta adulto, se entregan a la placidez de un sencillo instante de plenitud. Queda así el libro redondo, unidos sus cabos, como la vida misma.

Juan Ramón Torregrosa (en el centro) durante la presentación del libro en la Librería 80 Mundos de Alicante

Un servidor, flanqueado de grandes escritores. A mi izquierda, el poeta José Luis Vidal y el escritor Mariano Sánchez Soler. A mi derecha (salvando a Doña Ramona, que es un clásico ya en estos eventos), la poeta Pilar Blanco.
 

martes, 3 de diciembre de 2013

230. La Literatura como salvación


 
A veces ocurren cosas que revelan los verdaderos límites de una pasión, su importancia en esa íntima escala de necesidades vitales que se guardan entre los bastidores del alma y que se prodigan sólo algunas veces, con la prudente dosificación del hombre cuerdo y equilibrado, del hombre que sabe guardar las formas, que cumple su rol social, hombre cabal domesticado.

Visité París por primera vez hace unos meses. Fue uno de esos viajes tan inolvidables como extenuantes. En nuestro afán por optimizar todo el tiempo que pasáramos allí, embarcamos en el avión más madrugador. Llegar a París y otear la ciudad desde las torres de Notre-Dame fue todo uno. Estaba agotado porque apenas había pegado ojo la noche anterior, muy corta por lo demás. Por otro lado, desde aquella atalaya de piedra casi milenaria empezaba a sentir ya mi vértigo patológico a las alturas. El caso es que ambas circunstancias sellaron su común alianza contra mi salud y, a partir de aquel momento, las fabulosas vistas de París dieron lugar a todo un caleidoscopio de siniestras y burlescas gárgolas y sátiros, que me volteaban en vertiginosa danza. A su vez, las campanas de Notre-Dame tañían su bronce con violencia calando sus vibraciones en mi caja torácica que apenas sujetaba ya al preso de metal que, como maléfico sortilegio, había quedado dentro. Tal fue mi malestar que, una vez abajo, tras dejar atrás las interminables y claustrofóbicas escaleras de caracol, pensaba que me moría, hipocondríaco de mí, porque apenas podía respirar. Y peor aún que morirme, todo aquello me estaba aguando el viaje. Decidimos dar un paseo para airearme un poco cuando, hete aquí que, al pasar junto a los puestos de libros que flanquean el Sena, saco fuerzas de flaqueza para fijar mi atención en la portada de uno de ellos. El autor: Saint Jean de la Croix. Al principio me costó reconocer a mi poeta favorito detrás de su francófono atavío pero en cuanto mi mermada lucidez me permitió identificarlo, allí era de ver cuán milagrosamente había recuperado yo mi salud. Por no hablar del momento en que descubrí, el Don Quichotte del que, entusiasmado, no pude resistirme a leer su inicio en francés: “En un village de la Manche, du nom duquel je ne veux souvenir…”. Allí estaban, mis escritores, en un país extranjero, dándole alivio a mi mal. No sé si fue el bálsamo de Fierabrás o las ninfas de Judea pero el caso es que yo puedo decir que San Juan de la Cruz y Cervantes me salvaron la vida aquella mañana en París. Mientras redacto estas líneas, mi compañera de viaje se acerca a la mesa a curiosear lo que  escribo y coloca burlona su dedo índice sobre la sien. Pero yo sé bien lo que me digo.

Si esta súbita resurrección de ánimo (llámense, si se quiere, endorfinas literarias) me ocurrió a mí, pobre diletante de las letras, ¿qué no le sucederá al poeta que se redime en los versos que escribe? ¿Qué alivio no sentirá el escritor que exorciza su mal en la bendita oblea del papel? ¿Con qué infinitos no soñará aquel que dejando el legado de su obra le arrancó a la muerte una pizca de eternidad? ¿Cómo no se agarrará a la vida que le queda aquel que, vislumbrando ya aquella epifanía genial del último párrafo, pugna aún por apresarla? ¿Qué refugio no hallará el que, tiritando del frío de la existencia, cruza el seguro dintel del arte? ¿Cómo no vivir y morir en la lectura y en la escritura si somos los hombres palabra viva, si somos ecos de otras palabras, si somos susurros inciertos bajo las estrellas?

Todavía mareado, descubro a San Juan de la Cruz. 
"¡Oh cristalina fuente,
si en esos tus semblantes plateados,
formases de repente
los ojos deseados,
que tengo en mis entrañas dibujados!"

Casi recuperado

Feliz y recuperadísimo. Al fondo, se puede ver un libro de Skármeta y, algo borroso, los Poemes mystiques, de Saint Jean de la Croix

El Quijote, en francés.
 

domingo, 24 de noviembre de 2013

229. Monserga épica


 
Antes de que los defensores de la llamada fantasía épica se me lancen a la yugular o, peor aún, antes de que me preparen un bebedizo venenoso a base de savia de mandrágora cultivada en el inhóspito y escarpado Valle de la Amazona Enamorada, allá en la región del Quinto Círculo del Lapislázuli, antes de todo eso, quiero decir algo en mi descargo.

La épica de la que yo vengo es la del rudo y noble cabalgar de las tiradas monorrimas de los cantares de gesta y soy vasallo de don Ramón Menéndez Pidal, que es mi señor natural. Se comprenderá entonces que elfos, duendes, orcos, trasgos, enanos, dragones, hobbits  y demás criaturas que pueblan el nutrido imperio de la épica fantástica, me la traigan al pairo.

Maticemos ahora. Nada tengo contra el género en cuestión. Rechazarlo simplemente por la fantasía que atesora o por la lista innúmera de los personajes maravillosos que lo integran, sería negar la propia naturaleza de la literatura, que ha echado mano de lo sobrenatural desde las obras fundacionales más universales, empezando por Homero o el Gilgamesh, aunque con un origen religioso y un inestimable valor antropológico; por no hablar de toda la literatura caballeresca o de la épica europea, particularmente la nórdica, tan lejana en espíritu del realismo, austeridad e historicidad de la nuestra. El género es tan legítimo, pues, como cualquier otro. Y es, además, un tesoro de contento para la chiquillería y para el lector adulto. Mis alumnos devoran los libros de Laura Gallego y degluten trilogía tras trilogía sin visos de hartazgo. A ver quién censura semejante logro. Lo que ha acabado con mi paciencia, pues, no es el género en sí, sino el abuso con el que, de un tiempo a esta parte, se nos ha castigado. Y cuando hay abuso, hay tópicos y vueltas de tuerca que acaban por desgastar la rosca. Uno de los indicios más claros de que un género se agota es cuando es un blanco fácil para la parodia. De eso ya nos dio alguna lección Cervantes. Es exactamente lo que ocurrió con aquella saga cinematográfica que, bajo el título de Scary Movie, ridiculizaba las películas de terror, en un momento en el que el género estaba sufriendo una alarmante falta de imaginación y un estancamiento evidente. ¿Hay algo más escarnecedor para una película de terror que comprobar cómo sus modelos y motivos argumentales pierden el respeto y el culto del público para convertirse en objeto risible? Algo similar ocurre con la fantasía épica. El cine, particularmente, ha hecho mucho daño al género. Y prueba de ello es el malestar que los lectores sienten al ver sus novelas traicionadas por la adaptación cinematográfica. Yo ya siento un hastío insoportable cada vez que nos pasan los mismos moldes de siempre: paisajes de ensueño, marcos pseudomedievales, viajes eternos, narrador en off con la voz del que dobla a Morgan Freeman, retahílas de genealogías interminables, exhibición gratuita de magia por doquier, aderezado todo ello con esa banda sonora compuesta por unos coros femeninos en estado de sobreexcitación dionisíaca. Particularmente recurrente es el Señor Oscuro. Siempre hay un Señor Oscuro que no se sabe muy bien por qué, ayudado de sus hordas, quiere instaurar la Oscuridad Perpetua. Qué manía con la oscuridad. Ya no sabemos si el malo malísimo sufre de fotofobia o es que con la crisis le cuesta pagar las facturas de la luz. Qué fijación, oiga.

La fantasía épica, con todo su encanto de portentosa imaginación, sin renunciar a su espíritu, debe buscar nuevas formas de expresión que eviten el soporífero e indigesto atracón con que quieren cebarnos. Y ese sí es un reto épico.

domingo, 17 de noviembre de 2013

228.Señor de los balcones


 
El poeta Antonio Moreno comparte el mismo nombre y apellido que aquel otro Antonio Moreno que alojara hospitalariamente a don Quijote en su casa de Barcelona. La comparación no es baladí: hay que tener la nobleza de espíritu de aquel personaje cervantino para dar asilo en una antología a un poeta prácticamente desconocido y hospedar con el esmero habitual de la editorial Renacimiento a esa maravillosa y valiente locura que es hacer poesía en nuestro tiempo. El poeta hospedado es  José Luis Vidal, del que Antonio Moreno ha rescatado una centena de poemas procedentes de sus últimos 7 libros. La antología se titula El señor de los balcones, que es, además, el título de su segundo poemario de 1992.
Gran parte de la poesía de Vidal es una celebración del mundo que, en su perfección y belleza, es un obsequio que nos es dado. Más que una exaltación del cosmos, se trata de una equilibrada actitud contemplativa en la que el poeta, como criatura también integrante de la armonía de las cosas, participa con humildad del triunfo de la belleza que le rodea. Esta visión estática y, en ocasiones también extática, se resuelve con pequeñas estampas que muchas veces se limitan al milagro del instante, del “ocurrir”, y a la atención de los pequeños seres, de tal forma que, salvando las distancias genéricas, podríamos hablar de haikus amplificados como en el poema “Junto al agua”. El motor de toda esta perfección que mira asombrado el poeta, es esa suerte de ente demiúrgico que acapara gran parte del “tú” poético y que bien puede emparentarse con Dios desde una perspectiva religiosa, bien con una concepción panteísta de la Naturaleza, con el sol como especial protagonista, o bien con la propia poesía, como constructora de la realidad a través de la palabra.
No obstante la simbiosis del poeta con el cosmos, hay momentos en que existe un deseo explícito de reivindicación individualista, de objetivación del yo. Pero esta aspiración es, a su vez, tan humanamente legítima como dolorosa porque pone de manifiesto la concreción y finitud del ser humano, lombriz mortificada ante toda esa belleza que duele, y la inevitable búsqueda de una trascendencia insatisfecha, sólo vislumbrada, presentida en el envés de su alma y negada ante la certeza de la muerte, como esa “terca ceniza” que es ilusa al cifrar su esperanza en aquel rescoldo de resplandor. Llega entonces el miedo a dejar de ser en el mundo y el poeta clama codiciosamente por un instante más en la tierra. Esta desazón desesperanzada parece ser el tono de los últimos poemas, los incluidos bajo el significativo título Donde nunca hubo nada. La infancia se convierte entonces en ese lugar edénico, custodia de las esperanzas, ilusiones y promesas incumplidas, que “mirando atrás”, el poeta se pregunta si será capaz de proteger, igual que se embosca el ruiseñor al amparo del roble. La conclusión probable es que los anhelos sean como la última hojarasca del castaño, removida por el viento en un último intento vano de alzarse del suelo donde serán inevitablemente pisoteadas.
La poesía de José Luis Vidal escapa de todo elemento circunstancial, si acaso aquel poemita de la tacita de café, tan deliciosamente doméstico, lo que permite la universalidad de su innegable hondura, limpia y sustantiva. Poesía de altura apta para el alma, que como aquel piar cautivo, “restos de un júbilo rebelde”, “libre y audaz no obstante el hierro”, pide vuelo e infinitos azules.

Jose Luís Vidal durante la presentación del libro en la Librería 80 Mundos de Alicante

domingo, 10 de noviembre de 2013

227. Viajes literarios: Monóvar



En la Plaza de la Rosaleda de Monóvar, la brisa levantina cimbrea las ramas de una palmera solitaria. Esta palmera no siempre estuvo ahí. Hubo un tiempo en que formaba parte del huerto de la casa de Azorín, en el número 6 de la Calle Salamanca. Viéndola así, entre columpios infantiles y disputándose las alturas con las antenas de las casas que la flanquean, tiene esta palmera un algo de majestad decadente. Todo en Monóvar evoca estas soledades singulares. Hasta la Torre del Reloj se erige exenta, sin iglesia ni edificio alguno que la integre. Ella sola se basta para dar sus horas y para tañer sus campanas desacralizadas, allá en lo alto, al final de la empinada escalinata. Al emitir su eterno sonido metálico, el tiempo se estrecha y da vértigo pensar que las vibraciones que deja en el aire son las mismas que escuchaba José Martínez Ruiz: “A todas horas el desgrane de las campanas. Sentirse unido a la ciudad por el hilo de seda que baja de la torre hasta nuestra persona. La torre que impone a las generaciones; la torre, dueña del tiempo en Monóvar, graciosa y terrible”.

Sola y arruinada está también la casa natal de Azorín, que nosotros pudimos ver por última vez antes de su derribo definitivo el pasado 24 de octubre. En el segundo piso de la casa, guardaba la familia del pequeño José Martínez “las semillas, las frutas colgadizas y las ristras de caseros embutidos” y una pequeña escalera conducía al gallinero: “nunca han estado las gallinas, con sus gallos, más aupadas. Pero, a parte de la grey de corto vuelo, se divisan desde las ventanas el panorama de los tejados y la torre de la iglesia”, la de San Juan Bautista. La calle donde hasta hace poco sobrevivía esta casa, recibe el nombre de Calle Azorín, aunque “posible es que, con el tiempo se llame de otro modo; las glorias del mundo pasan”. Pero no todavía. La otra casa, la que se ha convertido en Casa-Museo de Azorín, con ser punto de visita obligado para el peregrino literario, comparte también con la ciudad esa desazón que desprenden las cosas desubicadas. Mezcla heterogénea de mobiliario traído de su casa de Madrid, objetos personales encerrados en vitrinas, estancias readaptadas para exposiciones temporales, bibliotecas repletas de libros que mueren en sus anaqueles, el huerto de la famosa foto con Gabriel Miró sin su palmera… Y esa máquina de escribir, con la que Azorín escribió, entre otras, su obra Judit, silenciadas ya sus picas tipográficas, mero espectáculo para el fetichismo literario.

Si ascendemos a una de las colinas que dominan la ciudad, hallaremos la Ermita de Santa Bárbara, cuyos arcos fueron comparados por Azorín con los de las iglesias de Padua o Florencia. En la plazoleta que se abre a la fachada hay un mirador desde donde se puede divisar Monóvar desde las alturas. Azorín, andariego observador, debió de subir muy a menudo a este mirador: “Las cúpulas que elevan el vuelo por el azul entre las palomas y las nubes”. También se aprecia el Castillo de Monóvar, de época almohade, que ya con 73 años, permanece dolorosamente en los recuerdos adolescentes de Azorín: “eso es lo doloroso; el castillo lo tengo en el corazón […] Me causa íntima y profunda tristeza el no haber, de muchacho, subido al castillo”. Al otro lado de la ermita, otro mirador nos ofrece las hermosas vistas de la “región azul”, con la peña del Cid recortándose en el horizonte: “Todo el valle anegado de luz: luz fina, cristalina; oleadas de luz. Luz batida por manos angélicas. El Cid que nos saluda; la eminente peña del Cid, que está en la región azul. El Cid que avanza su cuadrada testa sobre el valle”. El Cid, otro desterrado.

Abandona Monóvar el viajero todavía con esa sensación de fantasmagoría errante, que son las cosas de esta ciudad. Al llegar a casa, el mismo viajero coge un libro de Azorín y lee. Y ya está todo bien. Vuelve la reubicación definitiva. La eterna que une al lector y su libro.
 
ÁLBUM DEL VIAJE
 
Torre del Reloj
 

 
Detalle del pozo del huerto en la casa de Azorín

Huerto de la casa de Azorín
Azorín y Miró en el huerto de la casa del primero

Salón de la casa de Azorín

Máquina de escribir utilizada por Azorín

Biblioteca personal de Azorín

Casino de Monóvar

Ermita de Santa Bárbara

Castillo de Monóvar
Monóvar desde las alturas

"La región azul"

 

Casa natal de Azorín
La casa natal de Azorín, derribada hace pocos días

Palmera transplantada del huerto de la casa de Azorín





viernes, 25 de octubre de 2013

226. Libro libre


 
 
Más allá del carácter subversivo, provocador, irreverente y cuantos calificativos quieran aplicársele a este Libro libre (Arola) que hoy se presenta en Cambrils, lo cierto es que el interés de la obra radica, sobre todo, en un posicionamiento muy particular ante el hecho literario. No voy a decir que la parte más interesante del libro sea su prólogo porque no quisiera verme entre los “20 sonetos de escarnio y maldecir” de Alfredo Gavín, uno de los 5 poetas que junto a Ramón García Mateos, Juan López-Carrillo, Vicente Llorente y Eduardo Moga, ha participado en la elaboración de este poemario. Pero es verdad que el prólogo es especialmente interesante por lo que tiene de manifiesto literario. Libro libre reivindica la voluntad de que todas las palabras quepan en la literatura, también aquellas que el decoro léxico ha desterrado del lenguaje poético. No creo que se trate, como podrían pensar ciertos sectores de la mojigatería literaria, de una exhibición gratuita de la palabra soez. Y no lo creo porque al libro le asiste un principio irrefutable: el de la verdad, el de la sinceridad sin ambages ni cortapisas. No hay gratuidad en ello; al contrario, se paga alto el precio de darse tal cual se es en los versos que se escriben. Es cierto que la riqueza del idioma español y su incuestionable belleza hacen prescindibles del arte literario aquellas palabras que sonrojan o violentan la sensibilidad y “el buen gusto”. Pero no es menos cierto que un escritor que desee describir un pasaje sórdido o una baja pasión o la indignación ante una injusticia necesita “ensuciar” su expresión, hacer jirones la púber tela de la palabra, indignar el vocablo para que supure la hiel con que se indigna. Ocultar esa verdad expresiva por simple recato es una traición literaria y el impoluto traje sólo cubre un cuerpo vacío y, lo que es peor, una mentira. “O todas o ninguna, -dice el prólogo-: eso creemos los que suscribimos este libro, cuyo único propósito es ser libre: libre de los códigos que nos constriñen, libre de la hipocresía que devalúa el lenguaje que nos constituye, libre de la urbanidad que hace tiempo que se ha convertido en gazmoñería, libre de la sátira que el sistema es capaz de deglutir, libre de la estulticia y la pasividad y la indiferencia”.

Aunque el mismo credo vertebra la aportación de cada uno de los cinco poetas, el tono de cada uno de ellos es distinto. García Mateos acude a la literatura popular para rescatar del recuerdo al viejo Argimiro, “el último coplero”, que entonaba de día sus milagros de santos y de noche “seguidillas obscenas y jotas procaces”; el tono es, pues, festivo. Los sonetos “de escarnio y maldecir” de Alfredo Gavín tienen, en cambio, reminiscencias quevedescas y andan a medio camino entre la sátira jocosa y la indignación; López-Carrillo mantiene la descarnada y agridulce expresión de la cotidianeidad que ya nos regaló con Los muertos no van al cine (Candaya, 2006); en la misma línea está Vicente Llorente, aunque con una predilección por los juegos de palabras y la imagen sorpresiva; finalmente, Eduardo Moga es el más críptico de los cinco poetas y su poesía transita por una metafísica pesimista que reivindica un yo diluido entre la maraña obscena de la realidad.

La presentación del libro tendrá lugar hoy a las ocho de la tarde en el Nou Espantall de Cambrils (Plaza Francesc Macià, 5) “porque las tabernas han sido siempre lugar propicio para el exabrupto y, si fuera menester, la blasfemia”. Absténganse pusilánimes y bienpensantes.

viernes, 18 de octubre de 2013

225. González-Sinde le gana a Clara Sánchez


 
 
Uno de los rituales periodísticos más tradicionales durante los días previos a la entrega del Premio Planeta es el de las famosas "quinielas". En las apuestas sobre el posible ganador hay algo de cábala literaria pero, sobre todo, mandan las fuentes que cada cual, según su pericia y experiencia profesional se haya ido granjeando. Después, una vez conocido el ganador, el crítico literario inicia la otra quiniela, asistida por la intuición, los peligrosos prejuicios y, claro está, también por su bagaje lector, que no va a ser todo iluminación divina. Me refiero a la previsión sobre la calidad literaria de las dos obras finalistas.
En la presente edición me parece que se va a dar la circunstancia (nada infrecuente, por otro lado) de que el ganador quede superado por el otro finalista. A Clara Sánchez le dediqué ya un artículo con motivo del Premio Nadal, galardón que obtuvo en 2011 por Lo que esconde tu nombre. En aquella ocasión, la novela me pareció muy plana en lo estilístico, mal construida en el ritmo narrativo y desaprovechada en lo concerniente a la tensión argumental, a pesar de su innegable potencialidad, amén de otros naufragios. Por la manera en que Clara Sánchez se ha referido a su obra en las dos primeras ruedas de prensa tras hacerse oficial su triunfo, me parece que vamos a encontrarnos más de lo mismo: mero entretenimiento auspiciado por una intriga torpemente sostenida. Desde luego, la defensa de su novela, El cielo ha vuelto, no ha podido ser más desoladora: sin altura intelectual, buscando la complicidad del auditorio a través de la ñoñería más insulsa y una vocación de barata filosofía existencial. Las alusiones metafísicas a la duda y a la incertidumbre como motivos catalizadores me han parecido intentos baldíos de justificar la supuesta hondura de la novela, que se antoja impostada. Además, resulta de un oportunismo muy socorrido, al vincularlo a la coyuntura social actual donde, efectivamente, ambos conceptos rigen la vida de los españoles. Más interesante es esa idea de dar voz a personajes mediáticos que, contrariamente a lo que se piensa, no siempre la tienen, como la exitosa modelo protagonista de su novela a la que se ha inoculado esa duda vital al conocer que alguien desea su muerte.
La novela de González-Sinde, en cambio, parece albergar una catadura literaria de más altos vuelos. Pese al poco predicamento que en los medios tiene la ex-ministra, a mí su intervención me pareció de mayor calado. No es casualidad que, presentes al alimón Clara Sánchez y González-Sinde, haya sido esta última la que más juego ha dado en la segunda rueda de prensa y no necesariamente por la cuestión política, sino más bien por las interesantísimas reflexiones literarias sobre el proceso creativo vertidas a colación de su novela. En El buen hijo se intuye un esmero en la caracterización de su personaje principal, ese hombre apocado, a la sombra de su madre viuda, que decide dar un vuelco a su existencia anodina. Creo que González-Sinde no va a tener reparo en detenerse cuando sea preciso para hacer creíbles a sus personajes sin el imperativo de la acción precipitada y resuelta con prestidigitación de mago malo a quien se le ven demasiado los trucos. Porque cuando uno escribe "para ordenar el mundo y ordenarse a uno mismo", como ha declarado la escritora madrileña, la escritura se apacigua para dar testimonio certero del pulso de la vida. Habrá que ver, no obstante, cómo resuelve la autora el posible lastre del lenguaje cinematográfico del que procede ella, y cuyos vicios podrían entorpecer el molde de un género que, por naturaleza, exige una distensión mayor que la esquematizada organización del guión de cine. Ociosas o no, de estas elucubraciones sólo tendremos confirmación a partir del próximo 5 de noviembre. Entonces veremos si ambas novelas, que ya están en el catálogo de Juan Manuel Lara, lo están también en su biblioteca.

domingo, 13 de octubre de 2013

224. Dedicatorias


 
 
Siempre me ha llamado la atención la portentosa inventiva que atesoran algunos escritores para el arte de la dedicatoria. Me refiero a esos escritores que, parapetados tras una mesa después de haber presentado su obra en algún recinto cultural o en un centro comercial o en alguna feria del libro, se disponen a recibir con estoica paciencia (o inconfesable vanidad e interés) el interminable goteo de lectores que aguardan disciplinadamente su turno en la cola para que el autor a quien admiran estampe su autógrafo en las páginas iniciales del libro (que en su inmaculada blancura parecen estar diseñadas para tal efecto) y, si es posible, para que, además, añada alguna frase ingeniosa, personal y emotiva que satisfaga la antojadiza pretensión de sentir el guiño  del escritor en una dedicatoria pensada, por supuesto, para él, intransferible y portadora de secretas y sugestivas complicidades.

No me gustaría estar en el pellejo de esos escritores en situaciones como la descrita. Menuda responsabilidad. En estos casos se espera del escritor (porque se le presupone) una habilidad que no siempre está a su alcance. Hay que improvisar una dedicatoria tras otra, con el tiempo justo para que una musa sustituya a la siguiente. No se puede caer en el ripio, en el tópico, en la frase protocolaria de siempre porque uno es un poeta o un novelista de gran imaginación; no se puede repetir la misma dedicatoria para varios lectores porque defraudaría sus expectativas y heriría su amor propio al sentirse el lector compartido con otros, él que no es como los otros ni le lee como los otros. Es la misma expectación que se siente cuando un escritor es invitado a un coloquio o a una charla informal. Se espera que cada vez que abra la boca aparezca allí una frase oracular. Se nos olvida muchas veces que hay escritores que son canteros pacientes, callados, cuyos hermosos párrafos literarios pueden ser el resultado de varias horas de trabajo y que no se gestan al dictado imperioso de una inspiración romántica y mística. Hay escritores que son inmensos en sus libros y muy pobres en sus apariciones públicas; y  escritores con gran verborrea que naufragan ante la exigencia del arduo trabajo literario.

De todos modos, hay veces que hubiera sido mejor no esforzarse demasiado con las dedicatorias, habida cuenta del poco aprecio que algunos lectores manifiestan hacia ellas. Uno de los mayores encantos que tienen las ferias de libros viejos y usados es que  permiten adentrarnos en la intrahistoria que se esconde tras las cubiertas. El hallazgo de dedicatorias en el interior de los libros apilados en los puestos de estos mercadillos es muy frecuente. ¿Cómo ha llegado a esa fosa común bibliográfica aquel libro en cuya dedicatoria se infiere que dos personas llegaron a conocerse, a respetarse, quizás a quererse, que tal vez estrecharon sus manos ante el mudo testigo de este libro, hoy abandonado a su suerte? ¿Qué se rompió entre ellos, qué traición se pertrechó para que el destinatario de la dedicatoria se deshiciera del libro? ¿Qué debe de sentir un escritor que, revolviendo entre los volúmenes de ese puesto, se encuentra aquel libro suyo que una vez dedicó a alguien a quien quizá apreció?

Estas dedicatorias misteriosas alimentan la imaginación y acaban siendo ficciones ellas mismas que complementan la ficción literaria del propio libro. ¿Acaso no están escritas también en él? Pero, sobre todo, estas dedicatorias me producen una inexplicable tristeza, al verlas allí, desahuciadas, meros borrones del tiempo sin solución de continuidad.

martes, 1 de octubre de 2013

223. La invención del amor


 
José Ovejero ha ganado el Premio Alfaguara de Novela con su obra La invención del amor. El libro, que no pasará a los anales literarios, ostenta, sin embargo, tres virtudes que conviene ponderar: la originalidad, el estilo literario y las interesantes digresiones que jalonan el hilo argumental.

La originalidad estriba, sobre todo, en la trama de la novela y en la desconcertante caracterización de su principal protagonista. Samuel, un cuarentón que está de vueltas de todo, recibe una llamada telefónica por error donde se le comunica que Clara ha muerto. A pesar de no conocer a ninguna Clara, decide ir al entierro, donde descubre que la persona con que se le ha confundido era el amante de la difunta. A partir de ese momento, Samuel decide asumir su nueva identidad hasta llegar a inventarse los detalles de su relación con Clara en las confidencias que mantendrá con Carina, la hermana de la fallecida, de quien acabará enamorándose. Esta ficción le conducirá a situaciones que rozarán el surrealismo, como la del encuentro con el verdadero Samuel, tocayo del protagonista.

Más allá del enrevesado argumento, que en realidad entronca con toda esa tradición de la comedia de enredo de nuestros siglos áureos, aunque tamizada aquí por un tono de amargura, lo que resulta verdaderamente llamativa es la relación que el lector mantiene con el protagonista. Generalmente, el lector suele identificarse con el héroe de la novela, incluso cuando no se dan las condiciones de una empatía completa con él. Aceptamos sus decisiones, deseamos justificarlas para seguir acompañándole en la trama y somos condescendientes y solidarios con su comportamiento porque nos interesa continuar con la historia. Con Samuel, sin embargo, la sensación es perturbadora. A la familiaridad inherente que, conforme se pasan las páginas, nos vincula a todo protagonista literario, se le une aquí una suerte de reserva que establece límites en nuestra percepción del héroe y marca una distancia inusual con el personaje. Samuel está a medio camino entre la víctima y el psicópata, y el lector, que no se fía, tiende a mirar de soslayo algunas situaciones que afean su percepción, como cuando Samuel roba la foto de Clara que preside el féretro y se la lleva a casa.

Aparte de esto, el libro cuenta también con un estilo ágil, elegante en ocasiones, y del que se infiere cierta cadencia amarga, desazonadora, desesperanzada, que cuadra muy bien con el marco urbano decadente y al que contribuye la utilización de esa ironía de media sonrisa detrás de la que se esconden los fracasos vitales. Son interesantes las digresiones que aportan puntos de vista desmitificadores, algo iconoclastas o políticamente incorrectos pero perfectamente asumibles, comprensibles y justificables.

Lo que naufraga en la novela es el desenlace. El final abierto, que normalmente es una invitación al lector a completar el relato y que genera interesantes debates en los clubes de lectura, aquí parece más bien un recurso socorrido que el autor utiliza porque no sabe cómo terminar la historia. Da la sensación de que el autor se hubiera metido en el mismo callejón sin salida que su personaje; como si Ovejero hubiera empezado la novela sin un plan prefijado y se hubiera dejado conducir por esa inercia mágica en la que el personaje manda y sorprende al propio escritor con avatares no previstos. Pero con la particularidad de que, esta vez, nadie, ni el personaje ni el escritor, supo ser convincente en el remate.

Finalmente, la novela es un canto a la imaginación, a cuyo amparo acudimos cuando la vida real se vuelve demasiado insufrible y anodina.

lunes, 23 de septiembre de 2013

222. Prologuistas



"Quisiera yo, si fuera posible (lector amabilísimo) excusarme de escribir este prólogo..."
(Prólogo a las Novelas ejemplares, de Cervantes)
 
Nunca me he hallado ante el brete de tener que prologar un libro ajeno. Para ello debería yo contar con una autoridad literaria de la que no gozo. Sobre todo el escritor novel suele buscar un prologuista de cierto renombre para otorgarle a su libro un valor añadido. Así, si en las librerías vemos una novela cuyo autor nos resulta desconocido, quizás pasemos de largo el anaquel. Pero si la obra en cuestión incluye el prólogo de algún prócer de las letras, entonces, a los ojos del lector, el autor desconocido cobra de repente un interés que no tenía. Creemos erróneamente que si una personalidad prestigiosa prologa el libro de Fulanito es porque Fulanito debe de merecer la pena. Las editoriales, además, se encargan de dejar bien patente el padrinazgo de la obra y, muchas veces, la tipografía del título y su autor y la utilizada para informar sobre el reputado prologuista, suelen disputarse la portada casi a partes iguales.

Cervantes, en el famoso prólogo a su Quijote se quejaba irónicamente de la pedantería de los prólogos al uso, en cuya ostentación de citas, latinajos y referencias cultas, se cifraba el magisterio literario del autor, aunque éste no hubiera leído a ninguno de los literatos que mencionaba. Hoy en día, no importa tanto lo que diga el prólogo como el nombre de quien lo escribe, lo cual no deja de ser signo de los tiempos. Digo esto porque he leído prólogos de escritores supuestamente relevantes tan malos, como las obras a las que anteceden y, para eso, prefiero la hipocresía que censuraba Cervantes que, al menos, tiene el descargo del disimulo.

Esto me lleva a la cuestión del embarazo que supone para un escritor importante prologar un libro malo por expresa petición de su autor. Es de todos conocida la benevolencia con que el prologuista suele redactar su prefacio. De hecho, la etimología griega de la palabra “prólogo” nos explica que ésta procede del prefijo “pro” (antes) y del nombre “logos” (palabra), es decir, antes de la palabra, antes del texto. Pero el prefijo “pro” también significa “en favor de”. Entran aquí elementos como el amiguismo o el deseo de no perjudicar al prologado. Este favoritismo es algo que se le ha reprochado, por ejemplo, a Rubén Darío. Por otro lado, negarse a prologar el libro es tanto como decirle al autor el poco aprecio que se observa hacia su obra. Eso ya va con el cargo de conciencia y los escrúpulos de cada cual. El prologuista compromete su reputación si escribe un prólogo laudatorio a una obra que no lo merece. Es lo mismo que le ocurre al crítico literario cuando, apremiado por algún compromiso del que no puede desasirse por determinada razón imperativa, algunas veces relacionada incluso con su propio puesto de trabajo, debe reseñar positivamente un libro de escasa calidad, poniendo así en juego su credibilidad y honestidad. Sabemos que los poemas por encargo de Quevedo son lo peor de su producción poética. Lo deseable, desde luego, es conciliar el prólogo con la sinceridad. Y cuando el parecer del prologuista coincide en el tono laudatorio con la verdad literaria de la obra que se reseña, entonces, como oí decir una vez al gran filólogo Prieto de Paula, la labor del prologuista es el mayor de los placeres, limpia, entusiasta, cariñosa y sin ápice de intrigas e intereses.

El prólogo es, como afirma Stanislaw Lem en Un valor imaginario, “un género esclavo de la obra a la que vive encadenado y reclama para él su liberación y títulos de nobleza”. Esta aspiración ha sido satisfecha en no pocas ocasiones: hay libros que merecen la pena básicamente por su excelente prólogo. Jorge Luis Borges, por ejemplo, consiguió elevar el prólogo a categoría de género independiente cuando publicó su recopilación de prólogos titulada Biblioteca personal. De todos modos, el mejor prólogo posible es el del propio autor del libro. Ese prólogo mental que es el examen de conciencia de quien debe preguntarse si su obra merece siquiera la letra de molde antes de comprometer al sufrido prologuista.

lunes, 9 de septiembre de 2013

221. Charnegos literarios


 
El diccionario de la RAE define “charnego” como el vocablo despectivo que designa al “inmigrante de una región española de habla no catalana”. Por su parte, el diccionario del Institut d’Estudis Catalans, también mantiene el cariz despreciativo del término como el “inmigrante castellanoparlante residente en Cataluña”. En ambos casos, se hace hincapié en el aspecto lingüístico. Sin embargo, esta palabra no siempre redujo su significado al tema idiomático sino más bien a los grupos sociales de inmigrantes sin otra característica más que su falta de adaptación o su comportamiento incívico. Algo antes, incluso, se aplicó el término a los hijos de una persona catalana y otra no catalana, especialmente francesa que, de hecho, es la primera acepción que recoge el diccionario catalán de marras. Según el gran etimologista Joan Coromines, la palabra procede de “lucharniego”, perro adiestrado para cazar de noche. Hay quien apunta a la falta de pedigrí de estos animales para explicar el uso de “charnego” aplicado a los catalanes que no son de pura cepa.

La figura del charnego en el ámbito literario no ha tenido mejor suerte que en los diccionarios. Terenci Moix, en su novela El día que murió Marilyn, pone en boca de uno de sus personajes, Amèlia, el siguiente comentario: “Antes de la guerra, Bruno, nuestra calle no era tan chabacana como ahora, con lo sucia que se ha vuelto, llena de xarnegos, mujeres de mala vida y tabernas de borrachos”. Y más adelante: “la purria subiría por el Distrito Quinto, mientras nosotros escapábamos hacia los barrios más elegantes, hacia una Barcelona residencial, recién construida, en la parte alta, donde los “xarnegos” tenían mucho dinero, estaban bien alimentados, no soltaban tacos y se les podía tratar. Pero, ¿quién iba a pensar que al dejar nosotros la calle la invadiría aquella gentuza grasienta, llena de piojos y sin pizca de modales?”

Por su parte, Juan Marsé, en Últimas tardes con Teresa, crea el inolvidable personaje de Manolo, el Pijoaparte, un rudo charnego murciano, medio analfabeto, que trata de medrar.

Soy admirador de Terenci Moix y de Juan Marsé. Del primero me deslumbró la maravillosa No digas que fue un sueño y de Marsé lo he leído prácticamente todo. Probablemente ambos trataron en sus novelas de reflejar una realidad social que, efectivamente existió. Y quiero pensar también que ninguno de los dos creyera que todos los inmigrantes del resto de España que acabaron en Cataluña fueran como los describe la tal Amèlia. Más bien al contrario, creo que ambos escritores pretendían censurar a una parte de la burguesía catalana que, como en el caso de Teresa, jugaba al marxismo, a la revolución y a la justicia social, eso sí, desde sus palacetes de Sant Gervasi. Pero sí me habría gustado que en sus novelas también hubiera aparecido la otra cara del inmigrante. La de aquellos que también levantaron Cataluña con esfuerzo, respeto, civismo y humildad; la de aquellos que se desvivieron por darles una formación y un futuro a sus hijos; la de estos hijos que ahora son ciudadanos catalanes (o eso creían) y que, por el daño de otros, han tenido que conformarse con una patria chica en las lindes de su barrio de periferia, ni catalanes ni andaluces ni extremeños, ni nada. Falta la novela que dignifique al charnego, empezando por la eliminación de este término denigrante y peyorativo, por mucho que se lo aplique a sí mismo Carod Rovira (de padre aragonés) para ganarle adeptos a su causa.  Y esta novela tiene que escribirla un catalán castellanoparlante, aunque a algunos les cueste aceptar que ambos conceptos son perfectamente compatibles. Y esta novela llegará. Y será himno.

 A mis padres, mi única patria.

domingo, 1 de septiembre de 2013

220. El guardián invisible



Si el lector busca una novela sin más pretensiones que la de entretenerse quizás El guardián invisible, de Dolores Redondo, pueda resultar una opción satisfactoria. Quien siga de manera más o menos regular mis reseñas literarias conocerá el desapego que siento hacia la literatura que reduce su razón de ser a lo meramente lúdico. Como artefacto artístico (valga la redundancia), a la novela hay que pedirle algo más. No volveré sobre ello porque creo haber dedicado algún artículo a tales reflexiones. Sin embargo, tampoco soy partidario de esa posición elitista que niega a la novela el oficio de hacer pasar al lector un rato distendido y más bien plano. Para filosofar ya están los ensayos y para las expansiones líricas ya está la poesía, aunque es deseable que la novela se sazone también con una pizca de lo uno y de lo otro.

Pero no perdamos el hilo de nuestra reseña. Decíamos que El guardián invisible es una novela entretenida. Pues sí, lo es, aunque para ello tenga que someterse a los clichés  del género policiaco más convencional, a saber: asesino en serie que mata a sus víctimas siguiendo un mismo ritual de corte pagano; inspectora de policía atormentada por su pasado; resolución del caso mediante algunos meandros argumentales que juegan al despiste; y catarsis existencial de la inspectora. Pese a esta caída en el tópico, la novela cuenta con algunos aciertos literarios. Entre ellos destaca la sutil frontera que la escritora establece entre lógica y fantasía. La hipótesis del basajaun (criatura de los bosques en la mitología vasca), como posible artífice de las matanzas, transita como una sombra por toda la novela pese al descreimiento del lector, que enseguida descarta esa posibilidad. Y, no obstante, esta presencia permanece latente todo el tiempo. En otros capítulos se producen también encuentros paranormales adornados de cierta vaguedad que nunca son resueltos por la razón y que se dejan así, en ese espacio incierto, como si la escritora deseara implícitamente conferirles legitimidad, la legitimidad de la tradición oral de Elizondo. En el haber de la novela también se halla la precisión con que se describe el lenguaje no verbal de los personajes, cuestión que suele descuidarse bastante en las novelas y que a mí me parece una interesantísima aportación a la construcción de los diálogos, que quedan así completados en todos sus matices. Es algo que también he observado, por ejemplo, en Lorenzo Silva.

Respecto a los aspectos mejorables de la novela, hay que mencionar que algunas conclusiones de la inspectora Salazar en el proceso de la investigación resultan gratuitas y rebatibles; también peca el libro de un excesivo didactismo, algo impostado, sobre todo cuando se explican algunos pormenores técnicos relacionados con autopsias o en la descripción histórica de Elizondo, más propia de una guía turística. La caracterización de los personajes es bastante plana. De casi todos, incluso de los secundarios, se dedican capítulos enteros a trazar pequeñas estampas sobre su personalidad, como si se pretendiera con ello colocar sobre el tapete a todos los posibles candidatos a asesinos para que así el lector pueda hacerse su propia composición de lugar. Visto luego el transcurso argumental, esta muestra de naipes resulta ineficaz. Otros personajes resultan algo maniqueos, lo que amenaza peligrosamente con evidenciar con demasiada anticipación al posible asesino, aunque luego la escritora soluciona este handicap con un habilidoso arreglo.  El personaje más trabajado es la propia inspectora Salazar pero su amarga historia familiar resulta por momentos un melodrama de mala telenovela, sonrojante en algunos diálogos.

Los derechos del libro han sido comprados por los productores de Milenium para una próxima adaptación cinematográfica. Cine comercial para un libro comercial. Comercial para lo bueno y comercial también para lo malo.

martes, 20 de agosto de 2013

219. Campanas de Notre-Dame



Tañen con vehemencia inusitada las campanas de Notre-Dame. En el número 17 del Quai d’Anjou, en el Hôtel de Lauzum, frente al Sena, Charles Baudelaire levanta su cabeza de las cuartillas donde escribe y permanece unos segundos atento al frenesí metálico de las campanas, que tienen algo de agónica desesperación. Luego vuelve sobre su escritorio y continúa abonando con el estiércol de la vida sus Flores del mal.

En ese mismo instante, Julio Cortázar se cita con la Maga en el Pont des Arts con las campanas certificando la hora convenida; en al aire, las notas vibrantes juegan haciéndose camino en una rayuela imposible.

Es la hora del té y Marcel Proust apura su magdalena en su casa, frente a La Madeleine, que busca también, entre sus columnas corintias, un tiempo perdido. Otros prefieren los cafés: Camus se siente menos extranjero contemplando, desde el Café de la Mairie, la iglesia de St. Sulpice, mientras los surtidores de la fuente dicen su eterna canción con su lenguaje universal. Sobre los cuatro obispos de piedra de la fuente se posan las palomas. Hemingway anota la imagen en su cuaderno. Luego las palomas echan a volar impelidas por el sonido incesante de las campanas. Cuando Jean Paul Sartre las oye desde su mesa del Café de Flore, en St. Germain, se disculpa azorado ante su compañera de tertulia, Simone de Beauvoir, y se marcha rápidamente hacia La Sorbona para impartir sus clases. Antonio Machado ya ha ocupado su asiento en el aula y espera con devoción al maestro Bergson. Entre tanto, su esposa Leonor le aguarda en el hotel. Pronto descubrirá la versión menos teórica de eso que llaman existencialismo y revelará sus arcanos. Al asomarse a la ventana y escuchar las campanas angustiadas de Notre-Dame, siente un vértigo inexplicable.

Las campanas no se oyen en el interior de la Ópera de París. La ovación atronadora de los aplausos lo impide. Sobre el escenario, la pequeña bailarina de Reus, Roseta Mauri, ataviada con su sombrero cordobés, saluda reverencialmente al público tras la representación de El Cid, de Corneille. Nadie, excepto Gaston Leroux, repara en la sombra que se desliza por el palco y que fija su mirada sobre Christine.

Emilia Pardo Bazán pasea ufana por el Campo de Marte y se extasía al pie de la Torre Eiffel. Luego, en su hotel, mientras redacta la crónica sobre la Exposición de 1889 para la prensa sudamericana, se acuerda de su miquiño don Benito, allá en Madrid, interrumpe su labor y doña Emilia se hace cronista furtiva del corazón. Las campanas desbocadas de Notre-Dame se le antojan su propio pálpito.

 En el número 14 de la Rue Campagne Première, en Montparnasse, Verlaine y Rimbaud beben absenta y escuchan la pena de bronce de las campanas. En la librería La Hune, éstas suenan distintas, tamizado su sonido por el delirio surrealista.

Muere César Vallejo en París con aguacero, aunque no era jueves y en el cementerio de Montparnasse las “tristes campanas muertas sepultadas / en el féretro gris del campanario / son como almas de bardos, olvidadas / en un trágico sueño solitario”.

Porque en el campanario de Notre-Dame, las campanas han dejado ya de sonar. El campanero exhausto, jadeante y lacrimoso contempla el horizonte desde las alturas. El viento aún cimbrea ecos de bronce en el aire. El campanero lanza una mirada torva de rencor hacia el Panteón, donde descansa Víctor Hugo junto a Alejandro Dumas y Zola. El sol empieza a ocultarse. Los últimos rayos se filtran débiles por los arcos de la torre y proyectan sobre el suelo ilusiones móviles de gárgolas y trasgos. En la penumbra, se desliza silenciosa por la escalera de caracol una sombra gibosa. Abajo, París. Tan hermosa.
ÁLBUM LITERARIO DEL VIAJE
Notre Dame, inmortalizada por Víctor Hugo

Hotel de Lauzum, donde Baudelaire, acabó sus Flores del mal
"Julio Cortázar se cita con la Maga en el Pont des Arts"
Casa de Marcel Proust, frente a La Madeleine
La Madeleine
Café de la Mairie, frente a St. Sulpice, del que Camus era cliente habitual
St. Sulpice
Fuente de la Plaza de St. Sulpice. Hemingway la inmortalizó en París era una fiesta
Café de Flore, donde celebraban su tertulia Sartre y Simon de Beauvoir
La Sorbona, donde Machado asistió a las clases de Bergson
Fachada de la Ópera de París

Interior de la Ópera de París. No vimos al fantasma

Torre Eiffel. Pardo Bazán la descubrió prácticamente recién inaugurada y fue cronista de la Exposición de 1889
Hotel Istria, donde se alojaron escritores como Rilke. Frente al hotel, la casa de Verlaine y Rimbaud, hoy desaparecida.
Librería La Hune, baluarte del Surrealismo.
Cementerio de Montparnasse. Tumba de Baudelaire

Cementerio de Montparnasse. Tumba de Julio Cortázar

Cementerio de Montparnasse. Tumba de César Vallejo.
Panteón de Hombres Ilustres. Aquí descansan Víctor Hugo, Alejandro Dumas y Zola, entre otros.
"Los últimos rayos se filtran débiles por los arcos de la torre y proyectan ilusiones móviles de gárgolas y trasgos"

Vistas de París desde las torres de Notre-Dame.