lunes, 31 de octubre de 2022

586. El día que gané el Premio Planeta

 

                                  @Iñaki Cerrajería


Desde hace ya un par de años, la cena de gala del Premio Planeta se celebra en el imponente edificio del Museu Nacional d’Art de Catalunya. Cerca de la entrada se desliza una alfombra roja por donde desfila el famoseo ante los flashes de los fotógrafos. A los periodistas (o a los infiltrados como yo), que accedemos al edificio por una puerta lateral, una cinta azul nos deja bien claro desde el principio que la alfombra roja no está destinada a nosotros. Luego, ya dentro, en el vestíbulo que precede al improvisado comedor, periodistas (e infiltrados) se mezclan con todas aquellas figuras mediáticas a las que uno solo ha visto antes en la pantalla de un televisor. La operación democratizadora la ejercen, sobre todo, las abnegadas azafatas que pasean las bandejas de canapés entre la concurrencia. La bandeja con los macarons de foie es la misma bandeja que la azafata le ofrece a la ministra y a este mindundi. La ministra y yo somos ahora mismo iguales merced al macaron de foie. A mí el macaron de foie me parece que está de putísima madre, así que me hago el encontradizo con la azafata para rapiñar alguno más. La ministra, en cambio, lo deglute con desinterés, como si comiera macarons de foie todos los días. Así que la manera indolente en que ella se come el macaron de foie y la avidez con que lo hago yo vuelven a dejar patente la lucha de clases. Mecachis, yo que me había hecho la ilusión de ser uno más entre los próceres.

En el mismo vestíbulo, sobre una mesa engalanada, reposa el trofeo del Premio Planeta que, en un par de horas, recibirá una escritora cuyo nombre ya se ha filtrado entre los periodistas para que estos puedan escribir sus crónicas antes del cierre de las rotativas. Trataremos de creernos el paripé de la deliberación y disimularemos con algo de sonrojo en nuestras mesas durante la cena. Pero antes, a ver quién se resiste a posar con el galardón en el photocall. Y allí que va uno, en plan paleto, a que le hagan su foto de recuerdo con el premio. Ese acto bochornoso vuelve a desterrarme de la jet set. Ellos no posan con el premio, qué ordinariez. A la legua se ve que yo no soy famoso porque poso con cara de pánfilo junto al premio y porque pronuncio como el culo photocall, jet set y macaron. Luego cuelgo en redes la foto, recibo cientos de likes en Facebook (likes lo pronuncio algo mejor) y coloco una frase supuestamente ingeniosa: «Este es el décimo año que me invitan al Premio Planeta. Y esta foto es, una vez más, una distopía alojada en algún lugar del metaverso». Para mi sorpresa, al instante y durante varios días, recibo decenas de felicitaciones. La peña cree que he ganado el Planeta. O no han entendido el texto o no lo han leído. Bienintencionado, me inclino por esto último. La tiranía de la imagen se impone a cualquier otro razonamiento lógico. Ocurre lo mismo con los titulares de prensa: la gente lee el titular pero no lee el artículo y luego llegan los malentendidos. Y así con todo. Pero, oigan, por unos cuantos días me he sentido el famoso que no era en el vestíbulo del MNAC cuando perseguía a las azafatas para comerme otro macaron. He dado las gracias a las personas que me han felicitado, sin desmentir nada. Déjenme disfrutarlo. He probado las mieles del éxito. La gente es incapaz de leer tres líneas que acompañan a una foto. O no las entienden. Pero qué bien luce, junto a la muñeca de faralaes, la última novela del Premio Planeta en el mueble del comedor.  




lunes, 24 de octubre de 2022

585. Barroco

 


El Diccionario de la Real Academia Española aclara que el término «barroco» procede del francés baroque, que es a su vez una mezcla del vocablo Barocco (una figura de silogismo usada por los escolásticos) y del portugués barroco, que significa ‘perla irregular’, el «barrueco» que usamos en español. Hasta no hace tanto, la etimología se reducía solamente al origen portugués, que es el que a mí me parece más sugestivo. El término adquirió después un sentido despectivo al relacionarlo con el exceso ornamental, significado que también recoge el DRAE en su séptima acepción. Pero en los últimos tiempos esta última definición ha ido utilizándose con tal ligereza que ha llegado a convertirse en un adjetivo que en literatura se aplica ya a cualquier texto que entrañe una mínima dificultad. Si un texto literario incorpora un vocabulario que excede las competencias lingüísticas del lector, es barroco. Si el autor se vale de determinadas imágenes poéticas nacidas de una legítima vocación de estilo, entonces el escritor es un escritor barroco. Es curioso cómo una palabra que remite al período más brillante de la historia de nuestra literatura ha sido degradada hasta ese punto. Se trata de la misma desemantización –si se me permite la expresión filológica– que sufren otras voces como «fascista», «nazi» o «exilio», utilizadas alegremente por quienes nunca sufrieron un régimen autoritario y por los que nunca se vieron en la dramática tesitura de tener que exiliarse. Por eso cualquier actitud algo conservadora se tacha enseguida de «fascista»; a las feministas más vehementes se las llama «feminazis»; y Puigdemont dice que está «exiliado». No sé si Primo Levi, Antonio Machado usarían esas palabras para tales nimiedades. Pues con la literatura pasa igual. He leído algunos de esos libros que determinados lectores tachan de «barrocos». Pero para quienes hemos disfrutado de Alejo Carpentier, Juan Benet, José Donoso, Gabriel Miró, Caballero Bonald o, si me apuran, de Luis de Góngora, esos libros supuestamente «barrocos» no son más que meritorios sucedáneos.

Es fácil agarrarse al adjetivo «barroco» para enmascarar las propias deficiencias como lector: los déficits en la comprensión lectora; la alarmante falta de vocabulario que convierte un término de uso más o menos extendido en poco menos que en el enigma de la esfinge; o la incapacidad de interpretar una metáfora o una ironía, que hasta no hace tanto tiempo podía comprender cualquier escolar. Una vez me afearon en uno de mis libros la palabra «mocárabe» que yo había utilizado para referirme a las gotas de lluvia que pendían de las farolas. No es obligatorio conocer la palabra «mocárabe» pero la ignorancia del vocablo creo que no legitima a nadie para tachar un texto de «barroco» por la sola causa de que esa palabra no forme parte de su acervo léxico. Es solo un ejemplo de tantos. Y podrían entenderse tales reticencias si el escritor usase su repertorio retórico solamente para el lucimiento personal, pero si éste está al servicio del conjunto y responde a una vocación estética dosificada con inteligencia y rigor, los hallazgos poéticos redundarán en el valor literario del texto y evitarán, como le oí decir una vez a Luis Landero, esa escritura burocrática que se limita a tramitar el argumento y que convierte la literatura en un acta notarial. «Se puede ser sencillo y falso, y se puede ser barroco y verdadero. La sencillez no es garantía de nada», añade el escritor extremeño. Y en cualquier caso, siempre me parecerá bien que las conchas de los moluscos alberguen su perla nacarada. Irregular si se quiere: un barrueco. Pero perla, al cabo.

lunes, 3 de octubre de 2022

584. Papel

 


Casi al final del primer canto del Infierno de la Comedia, Dante pone en boca de Virgilio una especie de profecía en la que el poeta latino augura la llegada de un veltro (un lebrel) destinado a dar muerte al lobo, que en el poema representa la arrogancia del poder establecido. Añade Virgilio que ese lebrel nacerá tra feltro e feltro (entre fieltros). La exégesis moderna interpreta ese sintagma oscuro de un modo ciertamente sugestivo: los fieltros harían alusión al tratamiento del papel (la feltratura) que, desde la segunda mitad del siglo XIII y debido a su bajo coste, se estaba convirtiendo en el nuevo material de escritura, sustituyendo a los caros pergaminos. De ese modo, el papel deviene simbólicamente en un alegato en favor de la humildad frente a la prepotencia representada por el prestigio del pergamino. O, lo que es lo mismo, Dante parece llamar a la revolución cultural que utilizará el nuevo soporte para cambiar el mundo. Y todo esto una centuria antes de la invención de la imprenta.

Desde entonces, el papel parece haber querido preservar aquel origen humilde –pero poderoso– que le otorgó Dante y blande hoy su sencillez con más orgullo que nunca, cuando los soportes digitales amenazan su existencia. Y se atavían con sus mejores galas y su abigarrada diversidad contra la frialdad uniforme de las pantallas. Véanlos, si no, desfilar ante nosotros con sus más variopintos ropajes: el papel atlántico se despliega poderoso como la techumbre de un soportal contra la intemperie; el papel biblia preserva las palabras sacras; el papel carbón se sacrifica en la mina de las palabras calcadas; el papel cebolla deja ver su corazón altruista y generoso; el papel celo no se despega de su amante; el papel de confeti estalla de alegría; el papel cuché se luce en las alfombras rojas; el papel de aluminio preserva el bocadillo del escolar; el papel de barba, la luce venerable; el papel de estraza se ofrece, franco y campechano, para los versos de Miguel Hernández;  el papel de filtro, criba la felicidad; el papel de fumar arde en las tertulias; el papel de lija vence las asperezas; el papel de luto llora en las esquelas; el papel de seda tiene sueños orientales; el papel florete se exhibe en su esgrima con la pluma; el papel higiénico comparte lecturas privadas; el papel maché y el papel mojado sueñan con ser papel; el papel moneda se hace valer; el papel pautado es la institutriz del papel; el papel pinocho nos quiere engañar; el papel secante socorre a las palabras del terrible borrón; el papel verjurado es un ensayo de Seurat; el papel vitela es todo un detallista.

Y luego está el papel de periódico, donde dentro de unas horas figurarán estas torpes palabras mías, reproducidas cientos de veces por las rotativas, multiplicándome. Y ese papel tibio, como el pan recién hecho de las tahonas, aguardará en el kiosco a que alguien deslice sus dedos sobre él, levantando el aroma de la tinta todavía fresca, y crepitará, cada vez que vuelva una página, el fuego centenario de su milagro. 

Releo ahora los versos de Dante y el papel donde se hallan impresos adquiere de repente una naturaleza oracular. Dante se llamaba en realidad Durante (el que dura). Pero él quiso que lo llamaran Dante (el que da). Al final el Tiempo aunó ambos nombres. Dante perdura en la Historia, después de darnos su mayor regalo. Quizás Dante era, él mismo, papel.