domingo, 19 de agosto de 2012

171. Viajes literarios: Segura de la Sierra



A las dos de la madrugada en Segura de la Sierra, sólo una luz rompe la oscura homogeneidad de los caseríos. Es la vivienda de Alonso Messía de Leyva. Allí, reconfortado ante la lumbre del hogar y alumbrado por la danza sinuosa de una vela, Messía se afana ante su escribanía, en los manuscritos de los Sueños de su amigo Quevedo. De vez en cuando, al leer, lanza una carcajada súbitamente interrumpida por la explosión de algún leño que, en su estertor, quiebra el dulce crepitar de las negras astillas. Entonces Messía dirige su vista al fuego que se enseñorea sobre la queja de sus mártires de madera, y torna a su semblante ceñudo y reconcentrado para tachar aquí, recomponer allá, suavizar más acá, hasta burlar a su amigo del Santo Oficio. Inmerso en su labor, Messía no ha escuchado el sonido del carruaje que se ha detenido más abajo, en la Plaza de la Encomienda. Tampoco oye los pasos cojitrancos, (“tartamudo de zancas y achacoso de portante”), que avanzan hacia su puerta. El visitante golpea con los nudillos la ventana de Messía, opaca por la helada, y éste se vuelve sobresaltado. Messía se acerca  y limpia con el puño el vaho del cristal. Una epifanía de quevedos emerge desde el marco escarchado del vidrio, como invocados por su propia obra.

Don Francisco de Quevedo y Alonso Messía se abrazan. Quevedo se queja del viaje desde su “aldea” de la Torre de Juan Abad hacia este “corcovo del mundo” y del frío de la sierra: “Los vecinos de este pueblo / viven todo el año junto; / y un mes batido con otro, /gozan a diciembre en junio”. Luego le discute a Messía las correcciones que está haciendo de sus Sueños, aunque finalmente transige a la sensatez de su amigo. Al día siguiente, don Francisco se levanta con la amanecida y descubre recortado en el horizonte el monte del Yelmo de Segura y, desde su estancia, dedica una bella silva a ese “peñasco atrevido” que lleva “a las estrellas frente osada, / de ceño y de carámbanos armada”.

Años más tarde, Quevedo recuerda esta visita a Segura desde el Convento de San Marcos en León, donde está preso y enfermo.  Alonso Messía ya hacía tiempo que había muerto en Villacarrillo. Dicen que en su agonía, Messía había visto jugar al ajedrez a Mudarra y al rey moro de Segura de la Sierra en la Torre del Agua del castillo y que Mudarra estrellaba el tablero sobre la cabeza del monarca. Y que Mudarra llevaba quevedos. Al año siguiente, Messía de Leyva no estaba ya allí para enmendarle a don Francisco el Memorial contra el Conde-Duque de Olivares, aparecido bajo la servilleta del Rey. En 1645, tras 4 años de un encierro fatal para su salud, Quevedo muere en Villanueva de los Infantes.

Hoy, el viajero que se acerca a Segura de la Sierra recuerda estas historias al pie de la estatua de Jorge Manrique, segureño también, a quien ofrece su ofrenda de Tiempo, mientras pierde su mirada, con él, en la lontananza de los olivares, “contemplando / cómo se pasa la vida, / como se llega  la muerte / tan callando”. Y aunque las hermosas coplas de Manrique sobrecogen de angustia al espíritu ante la finitud de todas las cosas, lo cierto es que en la fachada de su casa, cinco hojas de higuera sobre campo de oro y una Cruz de Santiago, siguen desafiando al tiempo en el escudo heráldico; que su padre sigue vivo en las Coplas y se ha hecho piedra altiva en la torre de la encomienda que hay más abajo, en Siles, donde don Rodrigo fue maestre de la Orden de Santiago. Y que la eternidad es también este momento, al pie de la estatua de Jorge Manrique, mientras el sol se oculta tras los campos de olivos y reverencia la majestad de Segura de la Sierra, señora de las cumbres y del Tiempo.

ÁLBUM DEL VIAJE

El monte del Yelmo de Segura de la Sierra, al que Quevedo dedica su silva
Iglesia de Villacarrillo. En este pueblo de Jaén murió Alonso Messía de Leyva.

Píramo y Tisbe con Jorge Manrique
Grupo de filólogos friquis con Jorge Manrique
Píramo y Tisbe en la casa de Jorge Manrique
Detalle del escudo heráldico de los Figueroa-Manrique
El Cubo, una de las torres de la Casa de la Encomienda donde vivió Rodrigo Manrique, el padre de Jorge Manrique. Se encuentra en Siles (Jaén), a pocos quilómetros de Segura de la Sierra.

domingo, 12 de agosto de 2012

170. La delicadeza

Los escritores deberían prestar más atención a los inicios de sus novelas. Una frase desafortunada; un estilo demasiado pretencioso; una familiaridad excesiva con el lector, como si éste fuera el amigote con quien el autor soliese tomar unas cañas en el bar; una introducción innecesariamente prolija o con la que el lector es incapaz de ponerse de una vez en situación; el protagonismo desmedido del autor, por encima, incluso, de la historia que quiere contarnos y que raya en el exhibicionismo; una presentación atrevida, camuflada de falso vanguardismo; o, simplemente, un error gramatical en las primeras líneas. Todo eso puede acabar con la paciencia del lector y dar al traste con el libro antes de tiempo. Ante el enorme caudal literario que abruma al lector de nuestros días, éste se ve obligado a ser selectivo y exige que su tiempo de lectura le sea amable y fructífero porque, de lo contrario, hay otro libro esperando en el estante. El ritual de la lectura es sagrado y no damos margen a los profanadores.
Algo así me sucedió a mí con La delicadeza, de David Foenkinos. Un inicio infinitamente apastelado irritó mi amor propio de lector y cerré el libro en la quinta página. Luego vi la película porque el libro traía en el interior una entrada de la adaptación cinematográfica, una de esas raras iniciativas de las que se debiera tomar nota. La película me gustó e intuí, por esa máxima que es ya una aceptación tácita, que el libro estaría mejor. Y así fue como la película, en un ejercicio sin precedentes en mi bagaje lector, le dio la oportunidad al libro. Retomé la novela y la acabé del tirón en una sola noche.
El título del libro hace honor a la prosa de su autor. Cada frase es una caricia sincera, llena de autenticidad, y lo que es más importante, de honestidad literaria. La novela, que es un homenaje a los invisibles en el amor y una apología de la sencillez, hilvana la historia de un amor imposible con un inusual sentido de la mesura sentimental, sabiendo acercarse al lector con el tacto y el equilibrio adecuados para evitar resultar frío o excesivamente empalagoso. Con el mismo equilibrio, Foenkinos salpica de un humor fino su relato, sólo cuando es necesario. Llaman la atención las interrupciones de la narración a través de unos brevísimos capítulos que sirven de sutil anticipación a los acontecimientos o como meras treguas, simpáticos anticlímax, que esbozan una sonrisa en el lector. En el “debe” de la novela quizá se halle la situación equívoca a través de la cual Nathalie conoce a Markus. Aunque la acción irracional de Nathalie podría justificarse mediante argumentos psicológicos, es obvio que el autor no se ha esforzado lo suficiente para idear una situación que, a fin de cuentas, es clave para la novela. Da la sensación de que ha tenido prisa en empezar el nudo de su historia y no ha cuidado el origen de la misma. Para algunos podría resultar, incluso, inverosímil.
Respecto a la adaptación cinematográfica, resulta satisfactoria, aunque siendo Foenkinos el codirector de la misma, parece extraño que no haya incorporado a la película algunas escenas de la novela, perfectamente acoplables al molde fílmico. A su vez, la película incorpora escenas nuevas que no aparecen en el libro, algunas de las cuales tratan de hacer hincapié en el rechazo social que genera la relación entre Nathalie y Markus. De la película destacan las transiciones escénicas, al más puro estilo teatral, algo que no puede extrañarnos dada la vinculación de Foenkinos con el arte dramático.
En definitiva, La delicadeza es una lectura agradable, optimista, de aquellas que dejan buen sabor de boca, y que demuestra que la vida está llena de oportunidades y de casualidades. Sin estas últimas yo no habría leído el libro y hoy éste dormiría olvidado con un pliegue en su página 5, en la anodina vida de los estantes de los libros malos. Pero Nathalie se atrevió a besar a Markus.


domingo, 5 de agosto de 2012

169. El día que murió Marilyn


Hoy se cumplen 50 años de la muerte de Marilyn Monroe. Cuando Terenci Moix escribió su novela El día que murió Marilyn, dedicó el libro a todos los que tenían 20 años aquella madrugada en que encontraron muerta en su casa de Brentwood (California) a Norma Jean. Esa dedicatoria otorga a la novela un claro cariz generacional. Entre los jóvenes que aquel 5 de agosto de 1962 aún tenían 20 años, se encontraba el propio Terenci Moix, que hoy tendría 70. Marilyn Monroe tendría 86. Y esta reunión de cifras enlutadas como el abismo a que nos abocan, es una danza fantasmal de números que fueron y ya no son y de números que pudieron ser y no serán ya nunca y de números que giran lánguidos y desorientados en el trance ancestral de su baile macabro alrededor del tótem inmisericorde del Tiempo.
Y es que El día que murió Marilyn es precisamente eso: la constatación del paso del tiempo por parte de dos generaciones, constatación que se hace particularmente amarga al evocar la memoria los días luminosos de la infancia y de la juventud. Merced a esa evocación, el libro se convierte en una crónica costumbrista de las décadas de los años 30, 40 y 50 del pasado siglo, donde tienen cabida el cine, la música, la literatura, los tebeos, las verbenas, los cromos, las fiestas señaladas y demás motivos, en el marco de la Barcelona de preguerra y posguerra, así como de la Sitges, a caballo aún, entre la pureza blanca de sus calles y el feroz turismo que había de profanarla. Hasta aquí nada especialmente nuevo que no pueda hallarse en otras novelas. Pero hemos mencionado más arriba el carácter generacional del libro. Y este carácter aglutinador no se cataliza sólo a través de la simple mirada nostálgica hacia el pasado, sino mediante la voz resentida y desconcertada de aquellos que tenían 20 años en 1962 y que empezaban a notar que el mundo que habían heredado de sus padres no era el mundo que ellos querían; que la educación y los valores recibidos no se ajustaban ya a la realidad de su estrenada conciencia y que, derrocados los referentes en que sustentaban sus vidas, se hallaban perdidos, sin un rumbo claro hacia donde conducir su existencia. A este rencor hacia el mundo heredado, se añade la circunstancia, de que, además, los protagonistas del libro pertenecen a una burguesía hipócrita de nuevos ricos que ellos mismos rechazan. Esos jóvenes que se sienten incómodos precisamente por pertenecer a una clase acomodada y cuyo cargo de conciencia por su vida descargada les lleva a lanzar proclamas de justicia social y a participar en las revueltas estudiantiles, corresponden al arquetipo de personajes creados ya por algunos miembros de la generación del 50, muchas veces trasuntos de ellos mismos, entre los cuales aparecen Juan Marsé, Gil de Biedma o Carles Barral, entre otros, y cuyas aspiraciones de cambiar el mundo y de cambiarse a sí mismos suelen fracasar por su misma condición de burgueses. En la novela que nos ocupa, Bruno afirma: “Soy un pequeño burgués de una ciudad eminentemente burguesa. Juego al marxismo, reparto panfletos en la universidad, no falto a ninguna huelga, y en el fondo […] se oculta el producto de mi ciudad burguesa. De la sociedad que me parió. Y me gusta”. Esa es su gran tragedia.
Así que, cuando en 1962 cae la gran nevada en Barcelona, esa que Bruno y Jordi soñaban de niños para hacer realidad su gran belén barcelonés, la mitología infantil de la nieve llega demasiado tarde para los dos amigos. El amor homosexual que Jordi intenta legitimar mediante la sublimación pura del sentimiento, acaba convirtiéndose en sexo sin más; las familias de ambos sólo buscan escalar económicamente mediante trampas; Amèlia, la madre de Bruno, por quien éste siempre ha sentido un amor casi edípìco, resulta ser, bajo su aureola de gran mujer, una adúltera. Y Marilyn ha muerto desnuda, tal vez suicidada, en su lujosa casa californiana.