sábado, 27 de abril de 2013

204. Póstumos

 


La editorial Cátedra nos sorprendía hace unas semanas con la publicación de las poesías inéditas de Pedro Salinas a cargo de la profesora Montserrat Escartín. La noticia, obviamente, hay que recibirla con satisfacción, pero, a la vez, reabre el viejo debate sobre la conveniencia de hacer públicas las obras ocultas de un escritor. Es evidente que si Pedro Salinas hubiera deseado publicar esos poemas, lo habría hecho sin ninguna dificultad. Lo mismo ocurre con Carmen Martín Gaite, cuyas novelas inéditas está rescatando su hermana de los cajones. Y últimamente también les ha sucedido a Roberto Bolaño o a Félix Romeo, por citar sólo algunos ejemplos recientes.

El debate se sostiene sobre dos pilares: el literario y el moral, que muchas veces se entrecruzan y al final vienen a ser casi lo mismo. El motivo más frecuente que lleva a un escritor a no publicar sus obras es su insatisfacción ante el resultado final, ya sea porque el conjunto le parezca insuficiente o porque estime que necesita unas correcciones o retoques. En esos casos, ofrecer la obra póstumamente se antoja desleal con los dos aspectos antes mencionados, el literario y el moral: primero, porque se entrega a la comunidad literaria una obra cuya calidad el autor no aprobó en vida; y, segundo, porque se traiciona la voluntad del propio autor, que seguramente no se habría sentido identificado con el libro. Todo aquel que haya probado alguna vez el arte de la escritura, sabrá que no hay nada más sonrojante que dar a la luz un texto propio que nos parece malo o no todo lo bueno que quisiéramos. Nadie acepta una fotografía en la que uno sale desfavorecido y prefiere pedirle al fotógrafo otra tanda. Imaginemos el caso radical de Juan Ramón Jiménez, cuyo proceso de depuración poética le llevó a modificar sus versos hasta la obsesión. Imaginemos cómo se sentiría el moguereño si se publicaran los esbozos o los tanteos de un poema que había de ser, con el tiempo, otro muy distinto.

Claro está que, en este asunto, cabe matizar mucho. Dejando de lado el posible oportunismo de las familias y de las editoriales que buscan con la publicación de estas obras póstumas un rédito económico, también existen otros objetivos más nobles. Por ejemplo, para la crítica especializada, estas obras pueden resultar muy interesantes para trazar los entresijos de los procesos creativos de un escritor, extrayendo conclusiones estéticas sobre su quehacer literario al tomar como referencia los descartes del autor o las diferentes variantes previas a la ejecución definitiva del texto. Es decir, que pueden concebirse no como obras literarias en sí mismas sino como estudios críticos. Otras veces, la muerte ha truncado un proyecto de publicación y entonces se hace justicia, sobre todo si las posibles correcciones se advierten irrelevantes. Y, finalmente, hay ocasiones en las que está bien ser traidores forzosos. Franz Kafka dejó inconclusa su obra El proceso y, de haberla terminado tampoco hubiera accedido a publicarla. Sin embargo, nunca podremos estar lo suficientemente agradecidos a su amigo Max Brod por no hacerle caso. Y aunque las circunstancias son totalmente diferentes y no pueden compararse, qué habría sido de nuestra literatura si Juan Boscán no llega a recopilar las obras de Garcilaso de la Vega, el más clásico de nuestros poetas.

La palabra “póstumo” procede del latín “postumus, post-humus”, literalmente, “después de la tierra”, es decir, después de enterrado, después de muerto. Soplemos sobre esa tierra que cubre los grandes secretos literarios pero seamos honestos siempre. A veces, merece la pena soplar. Otras, en cambio, compensa cubrir amorosamente con las manos el secreto hallado y, marcharnos, con el único tesoro del tizne de esa tierra sobre nuestras palmas.

 

sábado, 20 de abril de 2013

203. Por la equidad lingüística en las aulas catalanas



 
Si me aventuro en el espinoso asunto de la situación lingüística en Cataluña, no es para defender unos determinados colores políticos. Ni siquiera lo hago como usuario que soy de la lengua castellana. Lo que me anima a escribir es, sobre todo, la alarmante falta de discernimiento que una gran parte de los implicados en los dimes y diretes de estos días está demostrando. Que el tema de la lengua levante susceptibilidades y hiera sensibilidades es muy natural. La lengua es, quizás, el instrumento identitario de mayor calado. Pero ello no debe anular ni la capacidad objetiva de razonamiento ni el respeto en las argumentaciones.

 
Cooficialidad

Si el debate transcurriera estrictamente por los cauces de la más aséptica objetividad, del puro dato, la solución se antoja muy sencilla. Las lenguas catalana y castellana conviven en Cataluña en situación de cooficialidad. Yo no sé qué pasa con el término de “cooficialidad” que no parece entenderse. Significa que ambas lenguas comparten los mismos derechos de uso. Este derecho equitativo no se aplica fácticamente en las aulas catalanas desde la implantación en su sistema educativo del plan de inmersión lingüística. El objetivo de la inmersión catalana era, y es, muy noble y plausible. Se trataba de normalizar una lengua que venía siendo reprimida y reducida al ámbito privado durante los años de la dictadura. Ante esa deuda histórica y ante la presencia del gigante que es el idioma castellano, la inmersión catalana trató de paliar el agravio. El hecho es que, merced a esos esfuerzos, el catalán es hoy una lengua normalizada: tiene el práctico monopolio del sistema educativo, pues es su lengua vehicular en exclusividad, ostenta una gran presencia en los medios de comunicación de su Autonomía, cuenta con instituciones oficiales que velan por su promoción, cuidado y normativa y es la lengua habitual de la mitad de los ciudadanos catalanes, según el Institut d’Estadística de Catalunya. Aunque el catalán tiene todavía algunos retos pendientes, lo cierto es que su estatus satisface ya el concepto de lengua normalizada y está lejos de las previsiones catastrofistas de algunos, que usan la falacia de su futura desaparición como argumento recurrente para negar el castellano.

 La cuestión pedagógica

Sin embargo, esta empresa, loable como digo, tiene sus repercusiones sobre el castellano, la otra lengua, insistimos, cooficial. Los datos, repito, son objetivos: un alumno de Primaria trabaja 30 horas semanales de las cuales 27 lo hace en lengua catalana. Quedan sólo 3 horas donde se usa el castellano, reducidas a la asignatura que imparte dicha lengua, las mismas que una lengua extranjera. Esto es así más allá de ideologías. Son números. Se aduce muy frecuentemente que el uso del castellano en las escuelas catalanas es prescindible porque es un idioma que, dada su situación dominante, se puede aprender fuera. Pero el aprendizaje de todas las lenguas requiere un contexto formal y reglado que vele por su buen uso. No se aprende un idioma en la calle, o al menos, no se aprende su uso normativo. Y no basta con las 3 horas de la asignatura de Lengua Castellana porque el aprendizaje de una lengua no se basa sólo en el currículo de su área, sino en todos aquellos estímulos lingüísticos que el alumno recibe de los contextos reglados: los libros de texto o el modelo lingüístico del propio profesor, por ejemplo. No se trata de atentar contra el catalán, sino de rescatar al castellano del ostracismo al que se le arrincona en las aulas.

Finalmente, están los derechos de los ciudadanos. Si la realidad social es que la mitad de los ciudadanos catalanes habla castellano y la otra mitad lo hace en catalán; si la escuela, formadora de ciudadanos, debe ser un reflejo de esa sociedad plural, ¿por qué no aplicar al sistema educativo una equidad en el uso de las 2 lenguas oficiales para cubrir los derechos de ambas realidades e integrar a todo el mundo en un proyecto de convivencia común donde cada uno se sienta partícipe e identificado? ¿A alguien le puede parecer mal la equidad? La legislación catalana debe decidir si desea una Cataluña democrática y para todos, sin catalanes de primera y catalanes de segunda, o si desea instalarse en la imposición y la mirada única, imitando paradójicamente todo aquello que atentó en su día contra las libertades por las que tanto aboga.

martes, 16 de abril de 2013

202. ¡Sin paga, nadie paga!




Una de las sátiras sociales que circulan por los teatros españoles esta temporada es ¡Sin paga nadie paga!, del escritor italiano Dario Fo. Esta comedia fue estrenada en Milán en 1974 con gran éxito pues permaneció en cartel hasta el año 1980. Su aparición estuvo rodeada de polémica, puesto que  el autor fue acusado de hacer un teatro de “política-ficción”, de plantear una situación inverosímil que casi rozaba lo absurdo, pues ¿cómo se podía aceptar que dos mujeres decidieran llevarse la comida de un supermercado sin pagar y hacer cundir el ejemplo hasta convertirlo en un acto reivindicativo? Suele decirse que la realidad supera la ficción y en este caso así fue, ya que al poco tiempo tuvo lugar en dicha ciudad  esta situación. El escándalo fue tan sonado que Dario Fo fue acusado de instigar a la clase obrera a cometer el delito de apropiación indebida.
Casi cuarenta años después, el Nobel de Literatura ha reescrito el texto adaptándolo a la Italia de Berlusconi.  Se trata, por tanto, de un argumento que goza de una vigencia absoluta y que puede considerarse como un espejo de la delicada situación que se está viviendo en muchos países a raíz de esta crisis global que nos afecta. Sin ir más lejos, en España. Seguramente todos recordarán la “expropiación forzosa”  que protagonizaron el pasado mes de agosto unos sindicalistas del SAT, respaldados por el parlamentario Juan Manuel Sánchez Gordillo.
El director Gabriel Olivares nos presenta la versión española de esta pieza de la mano de Pablo Carbonell y otros cuatro actores que hacen una muy buena interpretación. A raíz del “robo” cometido por Antonia, del cual es cómplice su amiga Margarita, se suceden una serie de acontecimientos disparatados puesto que es fundamental que su esposo, Juan, tan escrupuloso con la ley, no descubra su delito. Este personaje es el más interesante, ya que a lo largo de la obra experimenta un gran cambio psicológico y sufre un proceso de desengaño que le lleva a renunciar a sus principios. Al comienzo de la obra se presenta como un hombre pobre, trabajador y honrado que defiende que las normas deben acatarse (“no se puede hacer lo que a uno le dé la gana, hay que atenerse a la ley”) y que confía en la justicia ("para remediar las injusticias hay métodos de lucha democráticos…”). Cuando se entera del delito cometido por las mujeres de su barrio, no duda en rechazar absolutamente dicho comportamiento: “…así no me extraña que por ahí digan que los obreros roban, que somos una chusma…”. A raíz del registro policial que se realiza en su edificio y del falso embarazo que fingen las mujeres para ocultar junto a su vientre la comida robada, los personajes ponen en evidencia algunos de los problemas más graves que azotan a la sociedad. Así, vemos cómo hay policías hastiados de tener que controlar situaciones que entienden: “Mire, personalmente esas mujeres merecen toda mi comprensión: ¡contra el abuso del comercio no hay más defensa que la expropiación!”; se alude a la falta de transparencia de los partidos políticos: “Primero roban, y luego para castigarse deciden autofinanciarse con nuevas leyes…”; se critican las malas condiciones de los hospitales públicos; se denuncia la explotación laboral que sufren los obreros y la indefensión legal que padecen: “…nunca os da por controlar que nos respeten los contratos, que no nos asfixien con el destajo, que cumplan la normativa de accidentes laborales…” ;  el despiadado aprovechamiento que hacen las empresas de la crisis, pues justifican el despido de sus empleados amparándose en pérdidas económicas que realmente no padecen: “¿Cierran la fábrica? ¿Y por qué? Nosotros no estamos en crisis. ¡Si tenemos pedidos lo menos para dos años!”; el abuso de los bancos: “Cogen unas acciones, las vacían de su valor vivo y te encasquetan la acción vacía…¡con muerto!” y los desahucios: “Hemos currado como bestias toda la vida para conseguir una casa nuestra, para vivir en ella y dejársela a nuestros hijos…y de pronto: ¡estamos hundidos! Ya no tenemos nada, ¡somos unos sin techo!”. El despido injusto de Juan y de sus compañeros y todas las situaciones anteriormente comentadas hacen que el personaje renuncie a sus principios y decida unirse a la revolución popular: “Llega un momento en que hasta los gilipollas espabilan”.
Estas críticas aparecen enmarcadas en situaciones disparatadas que garantizan la risa del espectador. Cuando parece que la trama no puede enredarse más, Fo nos sorprende con otra vuelta de tuerca ingeniosa. Esta mezcolanza de humor y crítica se presenta como una fórmula exitosa que garantiza la carcajada y la reflexión sobre la triste situación que estamos viviendo en un mundo en que se han perdido los valores más nobles, en una sociedad en la que la honradez y la honestidad son aplastadas por el egoísmo, la explotación y el engaño. En definitiva, Dario Fo presenta el desengaño del Cuarto Estado que se siente indefenso ante la podredumbre que impera en la sociedad. Por eso, en el texto original, el cuadro de Pelizza da Volpedo que cuelga de la pared, se difumina en un final simbólico.

El Cuarto Estado, de Pellizza da Volpedo

sábado, 13 de abril de 2013

201. Conversaciones con mamá



Quien no haya abrazado a su madre. Quien en mitad de la zozobra de la vida no se haya sentido cierto otra vez en ese abrazo. Quien no haya levantado su casa verdadera sobre los hermosos cimientos de los cuerpos entrelazados, los del hijo y su madre. Quien no se haya sentido felizmente, libremente, impudorosamente desnudo en el letargo balsámico de esa placenta recobrada después de en el mundo haber sido. ¿Haber sido quién? Haber sido un trabajo, haber sido una apariencia, un papel, haber sido, tal vez, una vanidad. Haber sido después de mi madre. Quien no se haya vuelto un niño grande en el sortilegio de las caricias sin tiempo. Quien, finalmente, en la separación, no haya notado cómo se quiebran los cauces de la sangre para verterse entre las grietas de ese abismo que es seguir siendo en el mundo, seguir no siendo, después de mi madre…

Amigo lector, tienes que perdonarme estas efusiones del alma, surgidas así, torpemente y a borbotones en medio de lo que pretendía ser una crónica teatral. Pero si tienes la desdicha de no reconocerte en el párrafo de marras, te conviene ir al teatro a ver Conversaciones con mamá. Y, claro está, también en el caso de sentirte reflejado.

El pasado 6 de abril asistimos al estreno nacional de esta obra de Santiago Carlos Oves en el Teatro Principal de Alicante, que presentó el lleno de las grandes ocasiones. Continuará su gira por toda España. Quizás contribuyera al éxito de público el perfil mediático de sus dos magníficos actores: Juan Echanove (también director de la obra) y María Galiana. Jaime es un padre de familia agobiado por la tiranía de su mujer y su suegra, quienes buscan mantener la ficción de unas vidas desahogadas que lo son sólo en apariencia. Como Jaime no puede satisfacer la tonta vanidad de su mujer al haber perdido su trabajo, acude a casa de su madre para pedirle que abandone el inmueble, a la sazón futura herencia, para poder venderlo y pagar así las deudas que le acucian. Pero la madre se niega rotundamente. Se siente a gusto allí y permanecerá mientras viva. Además, a sus 82 años se ha echado un novio, Gregorio, de 62. Porque no querría Jaime, -dice ella-, que se echase uno de 120 para guardar las formas… Esta visita interesada y desesperada que Jaime hace a su madre, a quien solamente suele llamar por teléfono para preguntarle lacónicamente cómo está, permitirá al protagonista recuperar su vínculo maternal, tan maltrecho por las “prioritarias” urgencias de la vida que, a la luz de las reflexiones derivadas de esta larga conversación con “mamá”, se antojan completamente baladíes. Con emotividad y un humorismo sabiamente dosificado, la obra es un canto a la sencillez, que impone su cálido imperio sobre esas supuestas preocupaciones que absurdamente ponderamos sin pensar en las cosas que realmente importan. Es inevitable comparar la obra con la laureada película argentina que da origen a esta historia, protagonizada por Eduardo Blanco y China Zorrilla. Quien se acerque a la película conocerá a la suegra, a la mujer y a los hijos de Jaime, además del famoso Gregorio, el indignado y anticapitalista “anarcojubilado”, como se hace llamar. En la obra de teatro, la omisión de estos personajes, configurados en la mente del espectador sólo por las alusiones que de ellos se hacen en los diálogos, resulta muy sugerente y evocadora. Eso sí, a María Galiana le falta un poco del simpático tronío aguardentoso de China Zorrilla y, cuando lo pretende, no es creíble. Quizás le lastre la imagen de la dulce abuela de la serie Cuéntame. Con todo, está muy bien en su papel.

Tras acudir a esta obra, a uno le dan ganas de abrazar largamente a su madre. Pero es deseable que para darse cuenta de eso, no tenga uno que ir al teatro.

 
 
 

sábado, 6 de abril de 2013

200. QWERTY


 
 
El próximo mes de mayo se cumplen 140 años desde que Remington empezara a comercializar el primer modelo industrial de máquina de escribir, tras haberle comprado la patente a Christopher Sholes, el inventor del teclado QWERTY, así llamado, como se sabe, por ser ésas las primeras 6 letras de la fila superior de sus teclas y que usamos todavía hoy.

Que el mundo tecnológico avanza vertiginosamente lo demuestra, entre otras cosas, que una persona joven como quien redacta estas líneas, pueda hablar de las máquinas de escribir como si remontara su memoria al Pleistoceno, por lo menos. Y no es así. Tengo sólo 34 años y, sin embargo, cuando les cuento a mis alumnos que yo trabajaba con máquinas de escribir, me siento el viejecillo decrépito de los romances que narra pretéritas historias imposibles entre el crepitar de la lumbre.

Yo aprendí a usar la máquina de escribir en mi barrio de Bonavista, en la ya desaparecida Academia Meca-Nova. Mi madre me apuntó siguiendo el consejo de mi maestra de EGB, que afirmaba que mis dedos eran torpes y que suspendía siempre la Plástica debido a mi antológica impericia manual. Así pues, nuestra motivación inicial era más terapéutica que propiamente mecanográfica. Por cierto que, los chavales de entonces no decíamos que íbamos “a mecanografía”, sino simplemente “a máquina”.  La sala de la academia la formaba un pasillo central flanqueado a ambos lados por numerosas hileras de largas mesas, preñadas de máquinas de escribir. La mayoría eran de la marca Olivetti Studio 46, con su inconfundible color azul, pero yo, si no estaba ocupada, me apropiaba de la Olivetti Linea 98 por su venerable y elegante porte y porque las varillas que golpeaban el papel no se solapaban de dos en dos ni se pegaban cuando uno escribía muy rápido. Una vez que se aprendía a utilizar cada dedo en sus teclas correspondientes, los ejercicios consistían en copiar sin errores unos modelos de textos administrativos en un tiempo fijado que la profesora controlaba desde su mesa con unos cronómetros. Si uno excedía el tiempo o cometía errores debía comenzar de nuevo. Y entonces allí era de ver la algarabía frenética de las varillas golpeando el papel, el alborozo de los timbres cuando el carro llegaba a su margen, cual cómitre que avisara al esforzado galeote de las letras para tirar de la palanca del carro y hacer girar el rodillo hasta la siguiente línea. Y, mientras, entre el frenesí de los dedos, a más de 300 pulsaciones por minuto, el olor mojado de la tinta fresca lo inundaba todo.

Más tarde llegaron los ordenadores y los nuevos alumnos ocuparon una sala aneja a la nuestra. Poco a poco, las máquinas de escribir fueron quedándose solitarias. Con ese triste desamparo que se apropia de las cosas viejas, el viento del olvido parecía silbar entre las oquedades de sus pesados armazones de hierro. Los nuevos nos miraban a los epígonos con aire superior, como si fuéramos bichos raros. Pero nosotros siempre nos sentimos mejores que ellos, veteranos de dedos meñiques heridos de padrastros, que eran nuestros galones artesanos, cuando sin querer no atinaban en la tecla y se hundían entre los huecos. Y blandíamos nuestros folios en cuyo dorso se podían acariciar las cicatrices, todavía calientes, del papel en su batalla con las picas tipográficas. Y despreciábamos el silencio blanduzco y tibio de los nuevos teclados porque los nuestros eran, como decía Pedro Salinas, “destinos de trueno y rayo”, “fantasías de metal / valses duros / al dictado”.