viernes, 23 de junio de 2017

366. Las damas bobas



Hay que ver lo bobas que se han vuelto de repente algunas mujeres. Me refiero especialmente a las esposas de la fauna corrupta que campea por España. La mujer de Urdangarin, la mujer de Julián Muñoz, la mujer de Francisco Correa, la mujer de Bárcenas, la mujer de Jesús Sepúlveda, la mujer de Jaume Matas, la mujer de José Luis Baltar, la mujer de El Bigotes… Y no sigo por evitarle al lector este bochornoso desfile de indeseables. A todas ellas las enumeramos así, con la expresión “la mujer de”, porque llamarlas por sus nombres y apellidos resultaría improcedente, ellas, tan entregadas a sus maridos, tan abnegadas, tan amantísimas esposas, tan rematadamente bobas, que han perdido su individualidad y autonomía como mujeres y son simplemente eso, “la mujer de”. Ninguna de ellas conoce los trapicheos de sus cónyuges porque el amor y la confianza las ciega o porque ellas se ocupan tan sólo de pintarse las uñas y de hacerse la manicura y no están para esas complejidades monetarias, que eso es cosa de hombres, como el brandy aquel del anuncio, y ellas son tontas y no saben de esos laberintos. Y así, el dinero entraba en sus casas a espuertas y su tren de vida crecía y crecía pero ellas no se daban cuenta del nuevo coche deportivo aparcado en la puerta, ellas no sabían absolutamente nada; no lo sé, no me consta, lo desconozco. En los tiempos que corren, cuando la mujer sigue luchando aún por su visibilidad en la sociedad y por igualar sus derechos a los de los hombres, estas damas bobas ejercen su papel de mujer florero, denigrándose a sí mismas y, por extensión, a todas las mujeres, con la teatralización y aceptación de su estupidez. A no ser que sean verdaderamente estúpidas y no den más de sí.
Hacia 1613 terminaba Lope de Vega una de sus comedias más famosas, La dama boba. El argumento es bien conocido: Liseo está prometido con Finea, y Laurencio con la hermana de ésta, Nise. Cuando Liseo llega a Madrid para cerrar su compromiso con Finea descubre que ésta es bellísima pero tonta de remate y queda, sin embargo, prendado de la inteligencia de Nise. A su vez, Laurencio prefiere el matrimonio con Finea que, aunque tonta, es la depositaria de la mejor dote por ser la primogénita. Ambos caballeros pactarán enamorar a la prometida del otro para tratar de dar la vuelta a sus respectivos compromisos. Así, Laurencio acabará enamorando a Finea que, por obra de ese enamoramiento termina volviéndose inteligente. Es un tema recurrente en el Siglo de Oro la virtud del amor para perfeccionar el espíritu, infundir sabiduría y avivar el entendimiento. Comoquiera que el padre de las hermanas se niega a estas nuevas aspiraciones de los pretendientes, y como la inteligente pero fría Nise rechaza a Liseo, éste, viendo el cambio operado en la personalidad de Finea vuelve a su antigua pretensión; pero ésta, que sigue enamorada de Laurencio, se hace la tonta para volver a desenamorar a Liseo.

Si trasladáramos la magnífica obra de Lope a la opereta infame de nuestros corruptos, las esposas de los imputados ¿quiénes serían? En un ejercicio de travestismo ¿serán todas ellas Laurencio, que tenia la única pretensión de casarse con la dote y no con la esposa? ¿Habrá operado el amor su capacidad instructiva haciéndolas más inteligentes de lo que eran, como se creía en los tratados amorosos del siglo XVII? Y, sobre todo y más importante: las esposas de los corruptos, ¿son la Finea boba o la Finea que se hace la boba?

viernes, 16 de junio de 2017

365. 'Tú me mueves'



El último poemario del turolense Agustín Pérez Leal, ganó el pasado año el Premio Antonio Oliver Belmás, que otorga el Ayuntamiento de Cartagena y acaba de ser galardonado con el Premio de la Crítica Valenciana ex aequo con Antonio Cabrera. Muchas veces el compañero de premio redunda aún más en el mérito de su correligionario.
Tú me mueves (Pre-Textos), constituye una celebración de la vida desde una concepción esencialista del mundo. Quizás por ello, la presencia de los cuatro elementos de la Naturaleza esté tan presente durante todo el libro, a la manera en que los presocráticos formularon aquel arjé o principio del universo. Así, la apología del sol, su luz majestuosa y trascendente, demiurgo nutricio de todas las cosas, detenida en la sagrada unción del aceite o en el incendio de amor de los girasoles. O el amanecer donde el mundo resucita como si lo hiciera por vez primera y en ese instante auroral de las primeras horas, detenido en una suerte de eternidad, se cifrara el arcano de todo, aunque el poeta no sepa decirlo. Pero también el agua, ritualizada en aquella sinagoga de Úbeda o mezclada con el sol en una lumbre con la que el poeta quisiera confundirse. Y la piedra, casi objeto votivo que puede servir de pedestal al amor. Y, claro, el aire, que acuna (sostiene) al poeta. Y, sin embargo, pese al sol, la verdad dolorosa del mirar y del saber. El poemario avanza entonces declinando su luz, hacia la tarde serena de “Placidez” y luego hacia la noche, trasunto de la muerte que nos gobierna “con la exacta sentencia / de una cruz de ceniza / sobre el cuerpo dormido” en “Nocturno”. Paralelamente a ese declive de la luz, la tierra se vuelve la ceniza que somos, y los poemas se tornan otoñales e invernales. Y, no obstante, el apego a la vida, permite resistir a la strelitzia en su obcecación ante el frío, y la hoja del álamo seco tiembla y lucha contra el viento; el poeta sigue teniendo la “sed de ser” y así se lo exige a su cuerpo: “límite de mi encuentro con el mundo / mi amigo, guárdame; / piedra que desecharon, /dintel, dovela, clave, guárdame”, aunque el cuerpo no sea ya más que ese roble por cuyas oquedades suena el viento, “aire azul de madera”, pero sonido, al fin y al cabo o la vieja enredadera que muere en la porfía de su ascenso, pero ascenso, a la postre. El elixir contra la muerte reside entonces en los instantes y su contemplación: el amanecer, el no- lugar del abrazo, el plano de lo que no somos en una cantata de Bach, el haiku de “Tanka”. Y, en último término, la búsqueda de la verdad en la “altura de lo hondo”, el “sin ti, tu certeza”, que cierra el libro culminando la oscuridad nihilista a que se iba abocando paulatinamente el libro y que, sin embargo, otorga circularidad a la obra, pues esa oscuridad del despojamiento que es el “no-yo”, es luz de autoconocimiento y de verdad.
El otro gran tema de libro es el amor. En todos estos poemas, hermosísimos, se aprecia una radical humildad ante el sujeto amoroso, la renuncia a sí mismo, la lealtad incondicional, la devoción casi religiosa y la vulnerabilidad de un alma entregada.

El lector que se acerque a Tú me mueves acabará con los ojos deslumbrados por una plenitud cenital, casi guilleniana, aunque sin concesiones al optimismo. Vivir es eso: sentirse en el mundo, “recién regado” y, a la vez, sentirnos “casa de nadie al fin, / casa de nada”.

viernes, 9 de junio de 2017

364. 'Cuando la noche te alcanza'



En los tiempos que corren, cuando el género aforístico ha alcanzado un nivel de banalización irritante, reconforta hallar entre toda esa fruslería barata y vacía con aspiraciones filosóficas, la mirada lúcida y enjundiosa de Juan Manuel Hernández, que acaba de publicar Cuando la noche te alcanza en la flamante editorial Tolstoievski, dirigida con rigor y contagioso entusiasmo por Ralph del Valle.
Aunque conocemos a Juan Manuel Hernández por la publicación, junto a Isabel Parreño, de las cartas de Pardo Bazán a Galdós recogidas en el volumen Miquiño mío (Turner, 2013), esta es la primera incursión del escritor sevillano en la literatura de creación.
Apuntábamos al inicio que el libro de Juan Manuel Hernández llegaba para dignificar el aforismo, ese género manoseado ya por cualquier mentecato en las redes sociales cuya superficialidad y adulteración exaspera al alma más flemática. Sin embargo, conviene puntualizar que Cuando la noche te alcanza no es propiamente una colección de aforismos, sino más bien un compendio de microtextos de extensión variable, nacidos de los apuntes que durante varias décadas el autor ha ido anotando en su relación con la vida y el mundo.
El tono del libro es esencialmente pesimista situándose en los postulados del nihilismo donde se nota la ascendencia que sobre el autor ha ejercido el pensamiento de Nietzsche o el de Cioran. En estos “nocturnos”, como gusta llamarlos Hernández, se aprecia un dolorido descreimiento del género humano rayano en la misantropía. Por eso es frecuente la apología de la soledad o del silencio, que le sirven de parapeto contra la frivolidad, la maldad y la estupidez humanas en todas su vertientes. En ese sentido, la noche, que puede ser trasunto de la nada que somos, es, a la vez, el espacio propiciatorio para la autoconfidencia y la clarividencia, a la manera de los místicos, aunque este diáfano discernimiento arroje lacerantes verdades sobre nuestra condición finita y animal. Anulado, pues, cualquier atisbo de trascendencia, sólo atenuado por la música y su capacidad de elevarnos por encima de la mediocridad, el autor carga, a veces con denodada vehemencia, contra el engaño de la religión y sus pueriles promesas alienadoras y narcotizantes. Especialmente atractiva resulta la mirada del autor sobre la ciudad, que nos recuerda al flâneur baudeleriano, aunque los tipos sociales que aquí aparecen se confunden con esa masa informe que puebla las urbes, segura de sus obligaciones y metas, pero atrapadas entre sus lindes como en una ratonera. Sólo se salvan de ese perfil uniforme y absurdo los desahuciados por la vida, como los mendigos y vagabundos, auténticas fallas de esa ficción que es la metrópoli. El pesimismo del libro niega la felicidad, en particular esa felicidad que los nuevos gurús de la espiritualidad repiten como un mantra tratando de buscar desesperadamente el hueco que ha dejado la religión en nuestras vidas inermes. Sólo la familia, en especial los hijos, permiten cierta lealtad a la existencia. Con los nocturnos, Juan Manuel Hernández parece, además, rendir cuentas consigo mismo y con alguna bajada a los infiernos intuida entre líneas; en este sentido, la escritura permite purgar esas miserias y, en último término, redimirlas, expiarlas, exorcizarlas.

En definitiva, los nocturnos de Juan Manuel Hernández actúan como pequeñas píldoras de la verdad, que por su radical certeza, conviene tomarse con mesura. Sin embargo, es esa verdad y el lirismo de sus reflexiones (algunos nocturnos son auténticos poemas) los que nos arriesgan a un posible atracón. Y aviso que para estas píldoras no hay prospecto que nos oriente sobre qué hacer o a quién acudir en caso de sobrepasar la moderada ingestión. Porque no hay tratamiento contra la intoxicación de la vida. 

viernes, 2 de junio de 2017

363. El silencio es oro



A los componentes de la banda ‘The Tremoloes’ más les hubiera valido hacer caso del título de la canción que versionaban, Silence is golden (1967), y ahorrarnos así el sonrojante falsete con que adornaban el estribillo principal del tema. Nada que ver, en cambio, con The sounds of silence, de ‘Simon & Garfunkel’, grabada dos años antes y de la que se dice fue compuesta para expresar el dolor del pueblo americano por el asesinato del presidente Kennedy en 1964. Y es que, como siempre ha ocurrido, hay quienes no saben predicar con el ejemplo mientras otros son ejemplares.
De todos modos, lo del silencio no es que haya cundido mucho, y eso que el famoso lema, “el silencio es oro”, ya lo había acuñado el ensayista escocés Thomas Carlyle en El sastre remendado allá por 1833, aunque se antoja un aforismo que debe de perderse en la oscuridad de los tiempos. Joaquín Sabina ya lo advertía en su canción Ruido, aunque el cantante de Úbeda lo utilizara simbólicamente para describir la ruptura de un amor. Da igual que los ayuntamientos instalen sonómetros o que la OMS incluya el ruido entre los activos tóxicos de nuestro ambiente. El silencio está herido de muerte y ha adquirido un total desprestigio. Cuando en mi jornada como docente debo hacer las llamadas “guardias”, paseo por los pasillos del instituto y no hay aula donde no se escuche alboroto. Me pregunto cómo pueden mis compañeros dar una clase en esas condiciones y hasta qué punto cualquiera de los contenidos que allí se imparten pueden calar en los alumnos en medio de semejante bullicio. Lo peor es que esa situación anómala se ha vuelto normal, hasta el punto de que un niño ya no entiende por qué el profesor le llama la atención al pedirle silencio. La gente habla a voces por doquier, los anuncios de la televisión son estridentes, los locutores deportivos braman aunque el partido se halle en un momento anodino, los espectadores comentan la película en las salas de cine como si estuvieran solos en el salón de su casa, suenan los cláxones en la ciudad, los pasajeros del tren vociferan a sus teléfonos móviles, todo el mundo habla y habla y sabe de todo, aunque lo que tenga que decir sea normalmente una mamarrachada, y hasta en la supuesta vanguardia educativa que es Finlandia se están creando bibliotecas refractarias al silencio. Claro que, si en Helsinki lo hacen, aquí pronto lo imitaremos porque Finlandia, claro, es dogma de fe. Nunca tantas palabras habían valido tan poco.
Es ya casi mítico el famoso escritorio que se expone en Iria Flavia, en la Fundación Camilo José Cela, donde el Nobel español escribiera su Oficio de tinieblas 5. No vamos nosotros tan lejos, pero es cierto que hay que recuperar el silencio, ese lugar donde reencontrarnos con nosotros mismos y con las verdades mancilladas por la vacua barahúnda general. El silencio, no sólo como bálsamo, sino como esponja porosa donde se acumulan las certezas que no dicen las palabras, como reverencial atrio de la iluminación, como asilo del necesario pudor, como condición para la creación excelsa.

La editorial Linteo publicó el pasado mes de abril El silencio es oro, una colección de 83 poemas, 36 de ellos inéditos, de Juan Ramón Jiménez. Su lectura dirá mucho mejor que yo las virtudes de ese “príncipe blanco y oro” que es el silencio. A mí, los tres mil quinientos caracteres de mi artículo semanal me avisan de que ya va siendo hora de callar. De guardar silencio. Shhhhhh….