domingo, 21 de septiembre de 2014

266. El mundo de afuera



El colombiano Jorge Franco ha ganado el Premio Alfaguara 2014 por El mundo de afuera, una novela muy correcta que confirma algo que hace tiempo llevo barruntando acerca de la editorial madrileña: que la concesión de sus premios parece sostenerse en criterios literarios bastante más sólidos que los de buena parte de las otras grandes editoriales. Esperanzador aval que adorna la celebración este año de su 50 aniversario.  
La mayor parte de la crítica parece decantarse en sus reseñas de la novela por la ponderación de esa mezcla tan hispanoamericana que conjuga el realismo más descarnado con la fantasía del cuento de hadas. Así lo testimonian los comentarios de la contracubierta y también la cubierta misma, cuya ilustración remite al personaje de Isolda, esa niña que vive encerrada en el castillo que su padre, el rico don Diego, se ha hecho construir por puro capricho, y que se escapa de la férrea disciplina de su institutriz para adentrarse en el bosque contiguo en donde la esperan los almirajes, una especie de conejos con un cuerno de espiral en la frente, que juegan con la niña, la peinan y ensartan su cabello de flores.
Sin embargo, para mí, el personaje más llamativo es “el Mono”, el secuestrador de don Diego, que reúne todas las condiciones contrarias al prototipo. El Mono es un delincuente de medio pelo que vive todavía con su madre; que dilapida secretamente todo el dinero de su banda en pagar los caprichos de un jovencito aprovechado al que ama; que, a la vez, siente por Isolda una especie de veneración espiritual; que hace grandes esfuerzos por demostrar su virilidad entre sus compinches y ante Twiggy, su novia, cuyos requerimientos amorosos es incapaz de satisfacer; que recita admirado los versos de almíbar de un poeta trasnochado; y cuyas amenazas de matar a don Diego si la familia de éste no paga el rescate, nunca acabamos de creernos. Y, sin embargo, el Mono no está concebido como una caricatura del secuestrador canónico ni hay intención de provocar la risa burlona del lector, aunque a veces la produzca. El personaje del Mono es perfectamente creíble y su existencia sin horizontes está revestida de una tristeza que despierta la compasión ante su desahucio vital. El lector puede esbozar una sonrisa apiadada al conocer su historia pero es sólo un rictus que esconde, en realidad, cierta amargura.
El contraste entre Isolda y el Mono es trasunto de los profundos contrastes de Medellín, entre el mundo puro y seguro de la niña y “el mundo de afuera”, donde campan los contrabandistas, los ladrones, los asesinos, la prostitución, la pobreza y la mendicidad.
Me ha resultado casi inevitable comparar El mundo de afuera con El héroe discreto, de Vargas Llosa, con el que comparte la historia de un secuestro, el humorismo perfectamente dosificado, los diálogos eficaces y naturales, la radiografía social y la pizca de fenómeno sobrenatural. Algunos escritores sudamericanos parecen abonados a esa vocación por lo extraordinario, a esos retazos epigonales del antiguo realismo mágico. Sin embargo, algo ha cambiado. Antes los personajes asumían la fantasía como algo natural y real; ahora los personajes ya se sorprenden cuando algo atenta contra la lógica cotidiana. Será que, con la que está cayendo, se nos ha impuesto “el mundo de afuera”. Lamentablemente. 

domingo, 14 de septiembre de 2014

265. Libros que serán




Desde hace ya varias semanas, estoy trabajando sobre los versos de un poeta que ha puesto en mí su confianza para que le prologue su próximo libro. Ya hablé en uno de mis anteriores artículos del embarazo que puede suponer la labor del esforzado prologuista pero, en este caso, el parto no reviste dolor y la criatura nacerá sana sin necesidad de fórceps. 
La experiencia de escribir un prólogo, más allá de la satisfacción que produce el hecho sorprendente de que alguien encomiende el pórtico de su obra al humilde juicio crítico de un columnista de provincias, permite, sobre todo, asistir de primera mano a la gestación del futuro libro y sus vicisitudes: el celo del autor, que va incorporando enmiendas a sus versos, matizándolos sutilmente hasta hallar la precisión expresiva que desea; los cambios en la selección de los poemas que acabarán formando parte del libro; las dolorosas renuncias con las que hay que transigir para cumplir con la tiranía del espacio y de la paginación; pero también el encaje de bolillos con el que tienen que lidiar las editoriales para ajustar sus cuentas, conseguir subvenciones y permitir con ello la publicación del libro en una tirada decente. Todo ese proceso permite conocer íntimamente los entresijos del desarrollo creativo y es una preciosa información sobre la labor de pulimentado de la escritura, donde las virutas desechadas, abortos de poema, tienen tanta importancia como el producto final.

Hay, no obstante, en la lectura de estos poemas todavía desubicados, una especie de profanación, como si uno recorriese impúdicamente esas vísceras de tinta que están lejos aún de su consagración pública cuando mañana se alojen en la venerable nobleza del libro. Los poemas que manejo, que una común impresora casera ha estampado sobre unos folios; que habitan todavía en la incomodidad de una ruda encuadernación de espiral barata; que son pintarrajeados por la pluma-bisturí de un prologuista quizás demasiado metódico; estos poemas, digo, ruborizan mi mirada al contemplarlos así, desarrapados, como si fueran sobrevivientes de una catástrofe a los que se alojara provisionalmente en un frío e impersonal polideportivo.
El poema tiene tres hogares. Es el primero la mente del escritor y habita en ella como en una conmoción que se enseñorea de las potencias todas del autor y se hace soberana. El último es el libro, donde recibe los honores de su majestad en un mausoleo de versos que resucitan en los ojos de quien los lee y se propagan y se perpetúan cada vez que alguien cruza el umbral de la cubierta. Entre ambos hogares, está este cuaderno indigno que reposa ahora sobre mi escritorio. Y el poema, que sabe de su alta alcurnia, humilla orgulloso su mirada al verse así, entre los harapos de este soporte provisional, medio en cueros, expuesto ante la mirada curiosa del diseccionador que practica el tracto poético para extraer de sus entrañas fonemas, ritmos y sutilezas semánticas.

Cuando tenga listo el prólogo y lo mande a la editorial, guardaré este borrador en el lugar más profundo de un cajón y no volveré a sacarlo a la luz. Esperaré a que se haya publicado el libro. Seguramente lo recibiré en mi casa y me halle yo en pijama. Lo abriré entonces con el respeto de quien entra en sagrado. Nos miraremos fijamente el poema y yo. Conozco sus secretos pero ahora es él quien va a escrutar los míos. Y esta vez seré yo quien agache reverencial la mirada y espere la brutal sacudida. Cambiaron las tornas. Los poemas se hicieron libro.

lunes, 8 de septiembre de 2014

264. Septiembre, tan callando.




Entre los profesores de Literatura suele usarse un chascarrillo literario que consiste en remedar los inmortales primeros versos de las Coplas de Jorge Manrique de esta guisa: 

“Recuerde el alma dormida
 avive el seso y despierte
 contemplando 
cómo se pasa el verano  
cómo se viene septiembre 
 tan callando”.

 Si nos pusiéramos estupendos podríamos decir que se trata de un contrafactum a lo docente. El hecho de sustituir en la sextilla de marras las palabras “vida” y “muerte” por “verano” y “septiembre”, respectivamente, no deja de ser una declaración de principios. Desde luego, para los lectores pertinaces cuyas vacaciones coinciden con el verano, la estación estival es la panacea de la “vida” intelectual. Decía Gregorio Salvador, insigne filólogo, que “la propia vida, en su dimensión más profunda, más verdadera, la solemos hacer en el ocio”. En cambio, cuando vuelve la rutina y su molesta servidumbre, obligados como estamos a desempeñar el rol que nuestra vida pública nos ha impuesto, administramos la cicuta de lo cotidiano a nuestras más íntimas vocaciones, aunque dosifiquemos clandestinamente el antídoto cuando nos dejan.
En la travesura poética de antes, sin embargo, hay más de dolorosa resignación ante la poco motivadora vuelta a las clases que otra cosa. El profesor, que hace ya tiempo renunció a ser un transmisor de conocimiento para convertirse en un burócrata; que sufre un desprestigio social auspiciado por las medidas populistas que le reducen sus vacaciones y le rebajan su sueldo; que ha perdido el mínimo de autoridad necesaria para desempeñar su tarea en condiciones y no halla amparo legal para recuperarla; que se encuentra ante unos estudiantes desmotivados porque no somos lo suficientemente juglares como para hacer la ortografía y a Cervantes más divertidos; que lidia con unos padres que siempre están de parte de sus hijos y que han delegado en el profesor las funciones que sólo a ellos corresponde; el profesor, digo, ve “cómo se viene septiembre” y se echa a temblar sin la serena aceptación con que Rodrigo Manrique, “en la su villa de Ocaña”, entregaba su alma a la muerte.
Qué lejos el espíritu de aquella magnífica oda que el aburridísimo Fray Luis de León dedicaba al licenciado Juan de Grial conminándole a subir al Parnaso ahora que “el tiempo nos convida / a los estudios nobles” en otros septiembres de más altos vuelos. Como Fray Luis en esa misma oda, los profesores “del vuelo las alas [han] quebrado” y habremos de conformarnos con subir algún fin de semana al Montsant, o en mi caso a la Sierra de Aitana, que no es poca cosa, que aunque ninguna tiene fuente Castalia, su aire puro, al menos, vivificará el maltrecho espíritu del docente. O podemos bebernos un buen vino con Jesús Martínez Santos, ahora que “llegó septiembre [apurando] en las viñas la sangre de la tierra” y tratar de olvidar.

Pero yo prefiero la terquedad del convencido. Hay un romance de septiembre que yo conozco en su versión venezolana, concretamente de la ciudad de Trujillo, que dice así: 

“El veinticuatro de septiembre
 cayó un marinero al agua 
 y el diablo, como sutil,
 le replicó en la otra banda: 
 ¿Qué me pagas, marinero,
 si te saco yo del agua?  
Te daré mis tres navíos, 
mi oro y toda mi plata, 
 mis hijos para servirte
 y mi mujer por mulata".

 Entonces, el diablo le responde: 

“No quiero tus tres navíos, 
 ni tu oro ni tu plata, 
 ni tus hijos pa servirme,
 ni tu mujer por mulata, 
 sólo que cuando te mueras
 a mí me entregues el alma”
El marinero replica: 

“Una sola alma que tengo
 a Dios se la tengo dada, 
 el corazón pa María ,
 mi cuerpo a la mar salada”. 

Ya se ve que el marinero atendía a su fe antes que a su vida. Y yo, para quien la Literatura es religión y su enseñanza mi honroso apostolado, voy a hacer como el marinero. No pienso entregar el alma al diablo de la desazón y el desaliento. Este septiembre tampoco.