domingo, 27 de enero de 2013

191. El centenario olvidado de Sabine Sicaud.


Sabine Sicaud (1913-1928)

 
Yasmín Bonjoch
Esta semana cedemos una habitación de esta casa nuestra a mi alumna Yasmín Bonjoch. Yasmín cursa 2º de Bachillerato y está realizando el trabajo de investigación prescriptivo en Cataluña para ese curso, que yo mismo le estoy tutorizando. El trabajo trata de recuperar la figura de la poeta Sabine Sicaud, niña prodigio de las letras francesas que vio truncada su prometedora carrera debido a su muerte prematura. Yasmín Bonjoch ha traducido toda su obra al español y ha trazado exhaustivamente todos los pormenores sobre su biografía y sobre sus poemas, con amoroso afán. Incluso ha realizado un trabajo de campo en la misma Villenueve-sur Lot, la localidad donde nació y murió Sabine Sicaud. Como colofón a su trabajo, le hemos cedido nuestro espacio en nuestra columna dominical del Diari de Tarragona, donde ha podido dar a conocer la figura de una poeta prácticamente desconocida pero muy cara para Yasmín y para todos aquellos que se han acercado alguna vez a su obra. Alumnas como Yasmín Bonjoch demuestran que no todo está perdido en este país.  A continuación reproducimos su artículo.
 
EL CENTENARIO OLVIDADO DE SABINE SICAUD
 
Por Yasmín Bonjoch
 
 
El próximo mes de febrero se cumplirán 100 años del nacimiento de la poeta Sabine Sicaud y nadie hablará de ello. Supongo que es normal. Su obra se publicó en ediciones de escasa tirada, los poemas nunca han sido traducidos al español y, sobre todo, su muerte temprana, en 1928, cuando contaba tan sólo con 15 años de edad, la convirtió en una efímera anécdota literaria. ¿Quién puede acordarse de ella?
 
 L’enfant poète, la niña prodigio.
 
Sin embargo, Sabine Sicaud es un caso único en la historia de la literatura francesa. Nació el 23 de febrero de 1913 en un pueblo del suroeste de Francia llamado Villenueve-sur-Lot. De familia erudita, fue educada junto a su hermano Claude, en su mansión “La Solitude”. Allí, en mitad de la naturaleza, Sabine comenzó a escribir poesía a los 6 años, alimentando sus versos de todo aquello que su excepcional capacidad de observación le ofrecía: hablaba de los árboles del jardín de su finca, de las flores que veía desde su ventana y de los animales que encontraba, creando una simbiosis íntima, casi de un panteísmo místico, y con una perfección formal y una hondura impropias de una niña de 10 años, edad en la que ya había leído a Dante, Cervantes o Shakespeare. Da cuenta de su tremenda precocidad, su triunfo a los 12 años en los Juegos Florales de Francia con un poema que había escrito ¡a los 9 años! Pensemos que Víctor Hugo, por poner sólo un ejemplo, ganó esos mismos Juegos en 1819 a la edad de 17 años. En el jurado que premió a Sabine, estaba la célebre Anna de Noailles, que no dudó en catalogar el texto premiado como una obra maestra. El entusiasmo por el descubrimiento de esta nueva promesa literaria, llevó a Anna de Noailles a escribir el prefacio del primer libro que Sabine publicó, Poèmes d’Enfant, a la edad de 13 años. Es la etapa denominada de sus “Primeros poemas”, basada en la preocupación por los seres pequeños y vulnerables de la Naturaleza y su complicidad con ella. Le siguió la etapa de “Caminos”, que bebe del exotismo de Valéry Larbaud y utiliza la figura del camino como metáfora de la búsqueda de la sabiduría y del autoconocimiento, y la huida hacia lugares lejanos en el espacio y en el tiempo, adoptando la idea de la reencarnación. Subyace en esta etapa la idea del camino como fin en sí mismo, sin importar el destino.  
 
Dolor, te odio.
 
Todo parecía apuntar a un futuro lleno de laureles para la niña prodigio de la literatura francesa, pero a los 14 años, en el verano de 1927, cuando Sabine se bañaba en el río Lot, se hirió en un pie. Pocos días después, empezó a quejarse de un extraño e insoportable dolor en la pierna que acabó por trasladarse al resto del cuerpo. Los doctores no pudieron encontrar la anomalía que la torturaba, quedando Sabine finalmente postrada en la cama de su habitación, con la ventana siempre abierta como único contacto con la naturaleza que tanto amaba. Actualmente se sabe que “la diminuta bestia con pequeños dientes” que la aquejaba era una osteomielitis, afección que ataca a la médula ósea, destruyéndola. Es la época de su última etapa literaria, la llamada “Dolor, te odio”, y “Últimas páginas”, compuesta por sus mejores poemas, escritos en los cortos momentos de remisión que le concedía el sufrimiento. Son poemas que alternan la crudeza de la enfermedad con la esperanza. La Naturaleza, otrora su cómplice, es ahora insuficiente. En “Días de fiebre”, ante la extremada sed de la poeta, menciona el agua del rocío, de la nieve, de los ríos y mares. Pero ya no la pueden ayudar. Porque en el mundo de los cuentos que amaba leer, la enfermedad se habría curado con alguna planta milagrosa.  Pero no en la vida real. Lo que sí tiene cura es el olvido. En ello estamos.
 
Yasmín Bonjoch es estudiante en el Ins Ramon Barbat de Vila-Seca (Tarragona) y autora de Sabine Sicaud, l'enfant poète.



 

domingo, 13 de enero de 2013

190. Yerma





Yerma, estrenada en el Teatro Español de Madrid hace casi ochenta años, está de gira por toda España de la mano del director Miguel Narros. Como es sabido, se trata de la segunda parte de la trilogía dramática de la tierra española que Federico García Lorca no pudo completar y que había iniciado con Bodas de sangre. Al componer esta pieza, el propio Lorca señaló su intención de recuperar la tragedia clásica, a la manera griega, y así no faltan la heroína- una joven casada con un hombre al que no ama-,  el destino aciago contra el que lucha desesperadamente -su infertilidad- y el inevitable final trágico; un esquema que se completa con la presencia del coro -las lavanderas- que como ocurría en la tragedia clásica, tiene la función de ir dando cuenta del cariz que van tomando los acontecimientos.

Parafraseando las palabras de Lorca, en Yerma no hay un argumento sino más bien el desarrollo de un carácter. Los espectadores asistimos a la transformación de la protagonista, una mujer que tras dos años y veinte días de matrimonio no consigue concebir un hijo, hecho que va minando su moral y que la conduce a un proceso de enajenación a medida que pasa el tiempo. Su optimismo inicial se transforma en una desesperación absoluta que la conduce a aceptar remedios de curanderas y romerías en la que se funden los elementos paganos y cristianos.

En esta ocasión es la actriz Silvia Marsó quien da vida a la nueva Yerma. Su interpretación comienza siendo algo fría, carente de intensidad en algunos momentos, mas a medida que avanza la tragedia aparece el espíritu de la verdadera Yerma, de la mujer que encarna uno de los más terribles dramas femeninos: la imposibilidad de concebir hijos en un marco social en el que se espera de la mujer dicha función. A esta tragedia se suma la frustración erótica de la protagonista, leit motiv constante en el teatro lorquiano. Recordemos que el matrimonio de Yerma no está sustentado en el amor, un elemento que la joven considera fundamental para engendrar una nueva vida. Se siente, por tanto, una mujer incompleta y prueba de ello es su pérdida de feminidad a lo largo de la obra. Este sentimiento de asfixia vital que experimenta la protagonista es interpretado magníficamente por la actriz barcelonesa. Preciosos son los monólogos en los que se evidencia su desesperación, una enajenación que la conduce a envidiar, incluso, a la mismísima naturaleza que constantemente le da muestras de su desbordante fecundidad. Por otra parte, destaca el empleo simbólico del agua como elemento fundamental de la escenografía. Son muchos los momentos en que los actores mojan sus pies en ella, un agua que puede ser símbolo de fecundidad y de libertad pero también de muerte cuando está estancada. Asimismo, luce bastante la escena de las lavanderas, unas muchachas que, además de lavar la ropa airean los trapos sucios de la pobre Yerma. Gracias a sus conversaciones, que sustituyen pasajes omitidos de la trama, los espectadores conocemos el avanzado estado de desesperación que sufre la protagonista. Aunque flojea la interpretación de alguna de estas actrices corales, en conjunto, presentan una escena muy aceptable.

 El momento final en el que Yerma acaba estrangulando con sus propias manos a su esposo Juan, es un trallazo sobrecogedor que no podrá borrarse ya de nuestro imaginario teatral.

En definitiva, Lorca renace con fuerza con este nuevo espectáculo con el que se nos brinda la oportunidad de disfrutar de la magia poética de su palabra y de empatizar con la tragedia humana de la frustración vital. Que cunda el ejemplo y desfilen por las tablas españolas las Adelas, Yermas, Marianas y tantas otras para mayor gloria de nuestro inolvidable Federico.

 



lunes, 7 de enero de 2013

189. La Colección Austral



El año que acabamos de despedir ha dejado una de las efemérides más entrañables de la cultura editorial hispánica: los 75 años de la Colección Austral, de Espasa-Calpe. Heredera de la alemana Albatross (1931) y de la inglesa Penguin (1935), la española Espasa-Calpe siguió la estela de estas editoriales, pioneras en la edición de libros de bolsillo, y fundó en 1937 la Colección Austral en Argentina donde, aprovechando el auge económico del país y el gran número de intelectuales españoles allí exiliados, había instalado una filial en 1928, dirigida por Gonzalo Losada. La colección se inauguró, como digo, en 1937, con una edición de La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset, a la que siguieron 30 libros más aquel mismo año. Para la selección de aquellos primeros títulos, Losada recibió el asesoramiento del poeta y crítico Guillermo de Torre, a la sazón cuñado de Jorge Luis Borges. El inconfundible diseño de la colección corrió a cargo de Attilio Rossi, un milanés afincado entonces en Buenos Aires desde 1935, que ideó una cubierta de fondo blanco sobre la que iba impreso el texto de color marrón, y una sobrecubierta con el familiar fondo tramado, cuyo color identificaba el género literario correspondiente. Se da la curiosa circunstancia de que este Attilio Rossi, responsable de inocular en el imaginario sentimental de varias generaciones de lectores el diseño de marras, ha permanecido en el anonimato hasta hace casi 4 años, cuando la revista Insula, en un maravilloso monográfico dedicado a la Colección Austral desveló su identidad. El diseño se completó con el reconocidísimo logotipo de la constelación de Capricornio, aunque parece que en un primer momento Rossi había optado por la imagen de un oso polar, poco después descartada por recomendación del propio Borges, tras observar que este animal no habitaba la Antártida. Tanto el logotipo como el nombre de la colección dan buena cuenta de su cuna argentina.

Para aquellos lectores que, como yo, nacieron en los albores de los 80 y que, por lo tanto, sitúan el inicio de su madurez lectora bien entrada la década de los 90, la Colección Austral no puede tener el mismo significado que para las generaciones que nos precedieron. Los treintañeros hemos crecido en medio de una gran diversificación editorial que ya no convertía en imprescindibles las viejas ediciones de Austral. En cambio, para nuestros padres y abuelos, esta colección, surgida en tiempos de carestía y difícil acceso a la cultura, debió suponer un maravilloso salvoconducto para llegar a la literatura con mayúsculas, la de los grandes clásicos hispánicos y universales. Unos precios asequibles y una magnífica selección hicieron el resto. Es fácil comprender, pues, el agradecimiento y el sentimiento de deuda que todos aquellos lectores profesan a la colección. Y aunque a los de mi quinta, Austral, la vieja Austral, nos quede algo lejos, sentimos hacia ella el respeto que se siente por las cosas venerables. Uno nace y Austral ya estaba ahí, como algo necesario, incuestionable. Cuando llega alguna feria del libro antiguo o se acude a una librería de viejo, los tomos de Austral siguen recordándonos su épica historia de supervivencia. Sus portadas ya agujereadas y su papel quebradizo, dan cuenta de un tiempo de dificultades donde la cultura supo, una vez más, erigirse sobre las penurias cotidianas. Casi siempre, las cosas grandes se hallan en las cosas más humildes. Y así, como dice Andrés Trapiello, refiriéndose a la Colección Austral, vemos “en su papel pajizo y sus fatigadas y confusas tipografías el misterio más hondo de la literatura y la poesía, puesto que podía nacer fulgurante de un lugar tan modesto”.

Edición facsimilar del primer título editado por Austral en 1937.