domingo, 29 de julio de 2012

168. Intocables

Hace unas semanas escribía yo en este mismo espacio una reseña sobre un libro de Ana María Matute, titulado Luciérnagas. El contenido de aquella crítica no dejaba en buen lugar  la novela de la escritora catalana. El mismo día supe, por un amigo, que Matute se encontraba ingresada en un hospital de Barcelona y que, además, estaba grave. No debió de ser para tanto la cosa porque más tarde conocí que estaba participando en unas jornadas sobre novela negra recientemente celebradas en Gijón. Pero durante los días de estancia en el hospital, anduve en vilo por si se me moría la Matute y mi artículo se convertía en un inoportuno epitafio; de nada servía haber ensalzado antes su figura cuando le fue concedido el Premio Cervantes. Yo, que imaginaba a una Matute entubada y agonizante en el hospital, anuncié a mis alumnos la luctuosa noticia (entonces estábamos leyendo juntos, precisamente, sus Luciérnagas) y en un ejercicio de redención, tan sincero como ridículamente dramático y solemne, les dije que, dado que la escritora no podía ya hablar por ella misma, nosotros levantaríamos su voz mediante las nuestras, leyendo las palabras que ella escribió. Más adelante, cuando supimos de la Matute vivita y coleando en Gijón, bromeamos apuntándonos el mérito de su resurrección, conseguido mediante aquellas letanías, compartidas en voz alta en el espacio sagrado del aula, que fueron las lecturas de su obra.

Hay dos posibles cargos de conciencia para quien habla mal de un escritor. El primero surge en el caso de que éste haya muerto o, peor aún, que acabe de morir; entonces uno es un ser insensible, cobarde e irrespetuoso. El segundo nace cuando el escritor que no nos gusta es venerado por la crítica autorizada, en cuyo caso uno es un lerdo sin formación, incapaz de entender el indiscutible mérito de ese prócer de las letras. No obstante, creo haber conseguido cierta inmunidad ante estas acometidas de la conciencia. Y ello ha sido tras leer un magnífico artículo escrito el pasado mes de mayo por Antonio Muñoz Molina en El País, titulado “Las afinidades” y compuesto con motivo de la muerte del escritor mexicano Carlos Fuentes. Muñoz Molina confiesa haber leído muy poco de él e incluso no haber podido terminar algunas de sus obras; del mismo modo, reconoce que ya no le gusta Gabriel García Márquez, aunque no sé si ya conocía la demencia senil de “Gabo”. Y no pasa nada.

Desde mi punto de vista, hoy se lee a determinados escritores por un prurito elitista de clasismo lector. Otro tanto ocurre con los escritores tocados por una aureola de malditismo cuyas excentricidades vitales y literarias sirven de aval para granjearse la admiración de todos.

El lector debe ser sincero consigo mismo, aparte de cánones arbitrarios (que, por otro lado, pueden ser referentes útiles). No se trata de leer cualquier cosa, como defiende esa nueva pedagogía de la promoción lectora en la ESO, que antepone la mera lectura per se (que lean, lo que sea, pero que lean) a una inteligente criba de títulos; hay que ser ambicioso en la selección pero también, con la autoridad que confiere esa autoexigencia, ser capaces de decir, y decirlo sin miedo, que ese autor o esa obra de renombre que  nadie discute (quizás porque nadie se atreve), no nos gustan. Y no pasa nada.

domingo, 22 de julio de 2012

167. La batalla de los Arapiles



Tal día como hoy, hace 200 años, se libró en las inmediaciones de Salamanca la Batalla de los Arapiles que, a la postre, habría de resultar decisiva para la expulsión de los franceses de la Península en el marco de la Guerra de la Independencia Española. Constituye, además, el anticipo de la derrota francesa de Waterloo, que acabaría definitivamente con las aspiraciones napoleónicas en Europa.

Benito Pérez Galdós novelizó este acontecimiento en el último título de la primera serie de sus Episodios nacionales, La batalla de los Arapiles. En el contexto de la actual novelística, donde el tema histórico goza de gran predicamento, los Episodios nacionales de Galdós reconcilian al lector con el género, devolviéndole su sabor añejo y regalándonos una tregua ante tantas sábanas santas, enmarañados complots religiosos y el abrumador fenómeno del “guerracivilismo”, entre otros abusos, sólo mitigados por algún feliz hallazgo  que de vez en cuando airea la polilla imaginativa de la mayoría.
Con La batalla de los Arapiles, terminan las vicisitudes del soldado Gabriel Aracil, protagonista de 9 de los 10 Episodios de la primera serie. Aunque el libro resuelve algunos de los asuntos pendientes de las novelas anteriores, Galdós tiene la habilidad de conseguir que el lector pueda leer la narración como una obra independiente sin necesidad de seguir la serie. Los flecos sueltos que podrían descolocar al lector que no haya leído los Episodios precedentes, son resueltos mediante alusiones insertadas con naturalidad en la narración, que enseguida actualizan al lector sin necesidad de enojosas explicaciones o justificaciones que interrumpan el curso fluido del relato. Algunos de esos temas pendientes parten de Cádiz, el antepenúltimo Episodio de esta primera serie, altamente recomendable en estas fechas donde se conmemora la Constitución de 1812 y que constituye un friso muy evocador y didáctico del ambiente previo a la celebración de las Cortes gaditanas, en medio de la interesante ficción que Galdós enhebra entre los acontecimientos históricos.

En La batalla de los Arapiles, Aracil está al servicio del ejército de coalición formado por españoles, ingleses y portugueses, al mando de Arthur Wellesley, primer duque de Wellington, al que conocemos de primera mano en la narración. La parte más interesante del libro es aquella en la que el duque encomienda a Aracil una misión de espionaje en Salamanca, en poder de los franceses, para conocer los detalles de su sistema defensivo. A partir de aquí, la obra se convierte en una entretenidísima novela de aventuras, registro que sorprenderá a aquellos lectores acostumbrados al Galdós más canónico. El ingenio de Aracil, sazonado con el humor de su carácter socarrón e irónico, permitirá solventar situaciones verdaderamente comprometidas durante su cometido. Conoceremos también a Miss Fly, la dama que acompaña al ejército inglés durante la campaña española y en cuyo perfil se reconoce a la típica figura del viajero extranjero que, movido por un espíritu romántico, desea conocer las esencias españolas de su historia épica y legendaria, aunque luego descubriremos la verdadera motivación de su viaje. Precisamente, el libro se debate en ocasiones entre un tono realista y otro romántico que pugnan sin una solución clara. Los pasajes de menor enjundia son aquellos en los que se detalla la batalla propiamente dicha, quizás interesantes sólo para los amantes de la estrategia militar. También le sobra al libro el exceso de almíbar de sus últimas páginas. Pero hasta estos defectos son un deleite cuando quien escribe es Galdós. Su uso del castellano es, probablemente junto a Cervantes, el más elegante de cuantos se han hecho de nuestro idioma. 


domingo, 15 de julio de 2012

166. ʻNanáʼ, de Émile Zola

Naná, según el pintor Manet

Este año se conmemora el 110 aniversario de la muerte del escritor francés Émile Zola. Confieso que de Zola he leído bien poco, salvo algunos fragmentos de sus novelas en los que primaba un afán más pedagógico que literario. A mis casi 34 años empiezo a sentir el cargo de conciencia de lo no leído, la angustia de lo que no tendré tiempo de leer y la lenta pero inexorable agonía de las palabras que no escribo.

La figura de Zola siempre se me había representado como la de un gigante literario, fundador del Naturalismo y cuya simple presencia en el prólogo de una novela ajena, bastaba para conferirle a ésta una autoridad fuera de duda. Ya se habrá adivinado que hablo, obviamente, de la carta-prólogo que Zola escribiera a La papallona, de Narcís Oller. Es esa costumbre tan española de valorar lo nuestro sólo cuando nos lo legitiman los extranjeros. Y, sin embargo, habría que hacer caso de aquel Tikkomiroff, cuando declaraba: “No comprendo cómo alguien se haya atrevido a decir que Oller sea discípulo de Zola, cuando para mí son el anverso y el reverso de la medalla. Dadle un hombre a Zola y no parará hasta encontrarle la bestia. Dadle una bestia a Oller y éste no parará hasta encontrarle el alma”. Y en esta opinión del misterioso escritor ruso ya se perfilan los rasgos del Naturalismo, ese movimiento literario que siempre se ha estudiado en los manuales como una especie de coda del Realismo canónico, y que explora los aspectos más sórdidos y desagradables de la realidad.

 Naná es una de las novelas más representativas del Naturalismo de Zola, junto a la serie de Los Rougon-Macquart o Germinal. En Naná el bisturí naturalista disecciona esta vez el lado más degradante de las obsesiones, en este caso de las obsesiones sexuales. El narrador apenas emite juicios de valor y deja que sean sus personajes los que den cuenta, mediante los actos y las palabras, de su catadura moral y psicológica. El lector es el testigo que observa tras el cristal la evolución de las cobayas. Naná, la pésima actriz del Teatro de Variedades parisino y, sin embargo, figura venerada por los hombres y envidiada por las mujeres, es uno de los personajes literarios más egoístas y narcisistas que ha dado la narrativa. El culto a sí misma, salvo en algunas extrañas renuncias explicables por la extremada volubilidad de su carácter, es patológico y repulsivo. Humilla a sus innúmeros y fervorosos amantes, con los que se acuesta a desgana sólo para conseguir el dinero que acreciente la vanidad de sus ilimitados caprichos, y luego elige a su antojo a otros hombres y mujeres para sus voluntarios escarceos sexuales, que rayan en la ninfomanía más descontrolada. De entre sus amantes, el conde Muffat es el personaje mejor construido. Éste se debate entre su fervor religioso y la desaforada atracción morbosa hacia Naná. Su obsesión irracional por ella le precipita a un lodazal de indignidad que causa vergüenza ajena en el lector. Pero no le van a la zaga otros amantes, que arruinan sus haciendas, sus matrimonios y su honor por los favores de Naná; ésta se enseñorea sobre todos ellos con una altivez que, lejos de causar enojo en los hombres, los esclaviza aún más en un refinado y tácito sadomasoquismo.

El libro flaquea durante las largas descripciones de las diferentes fiestas organizadas por los personajes aristocráticos de la novela,  aburridas crónicas de sociedad que, si bien sirven al lector para anotar la estupidez y degradación de aquéllos, encallan por su excesiva prolijidad.

La vertiente naturalista enfocada aquí a la sordidez de los instintos sexuales y al materialismo exacerbado, encuentra su correspondencia física en el trallazo final de la novela: la glamurosa y bella Naná de su ostentoso palacete, muerta en una anónima habitación de hotel facilitada por la caridad de una enemiga, casi olvidada en su lecho por la urgencia de un nuevo presente,  horrorosamente deformada por la viruela.

Émile Zola (1840-1902)

domingo, 8 de julio de 2012

165. Edgar Allan Poe en el cine: "El enigma del cuervo"


Quien desee acudir al cine a ver la película El enigma del cuervo, deberá haber leído antes los siguientes cuentos de Edgar Allan Poe: “El pozo y el péndulo”; “La verdad sobre el caso del señor Valdemar”;  “El corazón delator”; “El tonel de amontillado”; “La máscara de la Muerte Roja”; “El entierro prematuro”; “Los crímenes de la calle Morgue”; “El misterio de Marie Rogêt; y, finalmente, de representación más tangencial en la película, “Un descenso al Maelström”. También debe añadir el poema narrativo “El cuervo”. Aparte del poema, la enumeración de marras no sigue la cronología de la película, que al escribir estas líneas no recuerdo ya con exactitud, sino el orden en que aparecen en la estupenda traducción que de los cuentos de Poe hizo Julio Cortázar. También es posible ir a ver la película sin haber leído los relatos pero el espectador perderá el placer del reconocimiento, eso que en literatura llamamos “intertextualidad” y en cuyo diálogo la literatura se retroalimenta para reformularse siempre igual y siempre distinta, y dar cabida a los que están y a los que se fueron. En el caso del cine, hablaríamos más bien de un fenómeno interdisciplinar y esa comunicación entre las artes, debería, a priori, sumar, aunque no siempre lo que se suma acaba en el “haber” del producto final.

El enigma del cuervo

El enigma del cuervo sigue el modelo bien conocido del asesino que adopta patrones literarios para la realización de sus crímenes. Un correcto John Cusack, en el papel de Poe, debe ayudar a la policía a resolver los asesinatos, basados en sus propios relatos. El problema de este planteamiento es que el director que se aventure en esta empresa tendrá que esmerarse en agradar y hasta mimar a los exigentes lectores de Poe. Y no valdrá aquí la socorrida excusa de la versión o de la licencia cinematográfica, puesto que el núcleo argumental se basa en artefactos literarios predefinidos e inalterables, como son los propios cuentos de Poe. Y es ahí donde la película encuentra su punto débil. Así, en el primer crimen, la policía está desconcertada porque no se explica por dónde ha podido huir el asesino y tampoco le cuadran las desproporcionadas heridas de las víctimas. En la película, el asesino es un hombre pero el lector de Poe que ha leído “Los crímenes de la calle Morgue” sabe que se trata de un orangután de la especie de Borneo. Si el asesino de la película ha querido imitar el crimen de ese relato, nunca habría podido huir como lo hace el orangután en el cuento ni encajonar él solo a una de las víctimas en la mitad del conducto de la chimenea. Sin embargo, la película no da más explicación. En este primer crimen casi queremos percibir a Dupin en el policía encargado del caso, pero pronto la tentativa se queda en agua de borrajas. Del mismo modo, el episodio correspondiente a “El pozo y el péndulo”, que Poe narra con un admirable dominio del suspense, alargando la angustia del lector hasta el límite, se resuelve en la película con una rápida escena al más puro estilo “gore”.

También hubiéramos querido ver a un John Cusack más atormentado ante la escenificación real de sus propios cuentos, que asume con demasiada prontitud. Aun así, Cusack está muy correcto en el papel del Poe irascible, vanidoso y fluctuante. Falta alguna alusión más enjundiosa a su fatalidad familiar (sobre todo en referencia a su padrastro) y a otros aspectos de su biografía que aparecen de puntillas, en pequeños guiños insertados con calzador, como si el director no quisiera renunciar al biopic en medio de un argumento que asfixia al género. Así, la profesión teatral de su madre biológica, la expulsión de la universidad o su alistamiento en West Point son puntadas biográficas donde se nota demasiado la costura. Tampoco se incide lo suficiente en el alcoholismo o en la afición al opio de Poe.

Acierta la película en la atmósfera gótica de las escenas y en la aparición repetida del cuervo de su magnífico poema, como premonición de la muerte. No obstante, si la película trataba de dar una solución a los misteriosos últimos días de la vida de Poe, como parece deducirse del inicio de la película, el resultado no es satisfactorio. Creo que se podría haber eliminado ese anticipo porque luego no resulta importante en el conjunto de la película, más allá de la resolución de los crímenes.

Con todo, la cinta se deja ver y, detrás de la superficie más comercial de su planteamiento, sí resulta sugerente el enfrentamiento de Poe con sus demonios interiores, esos que exorcizaba en sus relatos y que en el filme alcanza su imagen más lírica en la escena de la persecución a caballo entre la niebla. La eterna niebla de Edgar Allan Poe.

miércoles, 4 de julio de 2012

164. El mapa del cielo

El período estival nos regala horas extra a los amantes de la lectura. Es la época ideal para retomar esos libros que hemos ido dejando casi olvidados por otras obligaciones y, por qué no, es el momento idóneo para disfrutar con emocionantes aventuras. El mapa del cielo, de Félix J. Palma, se presenta como una buena opción para sobrellevar las calurosas noches de verano. Se trata de una novela que podríamos calificar como un soplo de aire nuevo dentro del panorama de la narrativa actual en el que está tan manida ya la novela histórica.
 El hilo argumental gira en torno a la petición de Emma Harlow, una refinada señorita neoyorquina que no cree en el amor, que pone como condición a su pretendiente Montgomery Gilmore para estar con él un difícil reto: que reproduzca la invasión marciana que H. G. Wells describió en su archiconocida obra La guerra de los mundos, pues de este modo será capaz de hacer soñar al mundo tal y como lo hizo su bisabuelo en 1835, quien publicó unos artículos en los que afirmaba que la Luna estaba habitada por hombres-murciélago. El autor se basa, pues, en un hecho real que fue conocido en su momento como “la gran broma de la Luna” protagonizado por Richard Adams Locke, un periodista neoyorquino que aparece en la novela como un personaje de ficción. He aquí uno de los rasgos más especiales de la novela: la aparición de personajes reales como entes de ficción. Por sus páginas desfilan personalidades importantes como John Cleves Symmes, Jeremiah N. Reynolds, Garret Putnam Serviss y los mismísimos Edgar Allan Poe y H. G. Wells, que será el gran héroe de la acción.
El infatigable pretendiente intenta por todos los medios recrear dicha invasión e, incluso, solicita la ayuda de su enemigo H. G. Wells quien declina la invitación a pesar de las buenas intenciones de Gilmore. Lo sorprendente es que el día establecido por Emma, Londres amanece con la desconcertante noticia de que una especie de platillo volante ha aterrizado a las afueras de la ciudad. Los deseos de la joven se han hecho realidad, mas en esta ocasión los sueños se convertirán en pesadilla en forma de trípodes conducidos por extraterrestres de fisonomía espeluznante. Los protagonistas, entre los que se encuentra Wells, vivirán una vorágine de aventuras intentando salvar a la Humanidad del dominio marciano y en ellas no faltarán elementos fantásticos como los saltos en el tiempo y los personajes venidos del futuro.
Se trata, pues, de una novela de ciencia ficción que puede satisfacer los gustos de los más románticos y de los más aventureros tal y como indica el propio autor al comienzo de su narración: “dispónganse a escuchar una historia rebosante de emociones tanto para las damas más románticas, que podrán disfrutar con el idilio de la adorable y descreída señorita Harlow (…) como para los caballeros de espíritu más arrojado, que sin duda se estremecerán con las trepidantes y asombrosas aventuras que correrán nuestros personajes”. Son muchas las ocasiones en las que Félix J. Palma se dirige directamente al lector para hacerle aclaraciones sobre novelas anteriores o para valorar los hechos que están aconteciendo. Quizás abuse demasiado de este recurso, si bien no empaña la calidad de su texto. No sólo es una novela con un argumento entretenido y fresco sino que se caracteriza por su calidad literaria. El lector puede disfrutar de una prosa bien escrita, de descripciones deliciosas y de un vocabulario rico perfectamente seleccionado.
En definitiva, con El mapa del cielo Félix J. Palma nos invita a evadirnos en un universo infinito en el que todo es posible, incluso que el amor supere a la más terrible invasión marciana que el ser humano hubiese podido imaginar. ¿Les apetece, pues, soñar?

domingo, 1 de julio de 2012

163. El profesor de Literatura

Hace ya días que terminaron las clases, pero don Julián se ha levantado temprano para acudir otra vez a su aula. Los pasillos del instituto están ahora vacíos y don Julián sólo oye el eco de sus pasos cansados sobre el mismo piso que unas pocas semanas antes acogiera, en su triste sumisión de cemento, la algazara endemoniada de los estudiantes. El conserje, en su garita, ha levantado la vista del periódico para detenerla en el viejo profesor hasta que la desgarbada figura de éste se pierde tras una esquina. Además del conserje, en el centro se hallan algunos miembros de la junta directiva, que permanecen durante el mes de julio inmolándose a la pira burocrática. El joven director, acodado en la barandilla de la planta superior, ve aparecer a don Julián camino de su aula. Don Julián le saluda sin mirarle, con un mohín de la cabeza y levanta el brazo en un gesto tembloroso que se queda en ademán. Don Julián introduce la llave herrumbrosa en la cerradura, celoso clavero de su capilla de libros y palabras; le cuesta atinar pero, finalmente,  entra en su aula. Se acomoda a la mesa y deja sobre ella un par de libros y una carpeta de cartón azul que ya blanquea en algunas partes y que tiene los cantos reblandecidos por los sudores de muchos años.
 Don Julián es profesor de Literatura y es poeta, aunque esto último no lo ha revelado a nadie. Desde la tarima otea el desolado paisaje de su reducido imperio. Los pupitres vacíos se reparten por la estancia de cualquier manera, como despojos después de una batalla, y don Julián los alinea en filas regulares. Ya tiene don Julián ante sí a su mudo auditorio. Vuelve a su mesa y coge el primer libro. Recita en voz alta un soneto de Góngora y al llegar al último verso, su voz declama con la contundencia de la azada sobre el cementerio, recreándose en la dolorosa pausa de la coma: “en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”. Y levanta la cabeza para comprobar el efecto producido en sus alumnos, que callan sobrecogidos. Entonces don Julián se conmueve victorioso por dentro. Durante los cinco o seis segundos que dura la conmoción del silencio, la Literatura sostiene en vilo las almas de los estudiantes y se enseñorea en ellas. Luego el profesor elige un poema de Antonio Machado y se le quiebra la voz (jamás puede evitarlo) cuando llega a aquellos versos que dicen: “Mi corazón espera /también, hacia la luz y hacia la vida / otro milagro de la primavera”. Y nunca sabe si debe contarles la verdad a sus alumnos para mantener “la gracia de tu rama verdecida”. A veces no es bueno saber toda la verdad de las cosas.
 Don Julián es poeta, aunque nadie lo sabe. En su carpeta azul de bordes reblandecidos por sudores de antaño, guarda cientos de cuartillas preñadas de poemas escritos por él mismo. Nunca los ha leído a nadie ni ha pensado publicarlos. Porque su pasión es, a su vez, su condena. Porque el contacto continuado con la suma Belleza que apostola desde la tarima de su aula, le empequeñece, le acompleja y le anula. Porque él no es Machado ni es Góngora, ni lo será nunca. Hoy, sin embargo, se va a atrever a leer algunos de sus poemas ante su público de madera. Abre su carpeta, coge una cuartilla y, súbitamente, al empezar a leer, aparece el director por la puerta: “Papá, anda, vámonos; no puedes estar aquí”. Don Julián tiembla y su carpeta cae al suelo; hace pucheros y distribuye una mirada turbia por el aula. “Ya está, papá, ya está, ya pasó”. Y se lo lleva del brazo. En el suelo, desperdigadas, las cuartillas con los poemas de don Julián esmaltan el suelo verdoso del aula. La corriente de viento que se filtra por la puerta abierta arremolina las cuartillas que, por un instante, alzan tímidamente el vuelo y quedan, luego, inertes sobre el suelo.