martes, 30 de diciembre de 2014

274. Deseos literarios para 2015



Que los libreros sigan abriendo cada mañana sus persianas y hallen, entre la penumbra aterciopelada del alba, la muda y leal compañía de los libros. Que la poesía siga siendo, ahora más que nunca, un arma cargada de futuro. Que no haya más patria ni bandera que la de la palabra. Que los ejércitos desfilen blandiendo al cielo puntos de libro. Que los únicos templos sean las bibliotecas y que, al superar su atrio, se musite la eterna plegaria de las páginas que vuelan; y que ante el ara de un corral de comedias, el feligrés rece aquello de “creo en Lope todopoderoso, poeta del cielo y de la tierra…”.  Que no se nos muera nadie más dejándonos cien años de soledad. Que el Lazarillo de Tormes cotice en bolsa. Que Clara Sánchez no escriba más libros (por favor). Que vengan Renaixences, Rexurdimentos, y Edades de Oro. Que no remuevan más la tierra de Federico porque Víznar es Federico y también sus peregrinos. Que cuando terminen los trabajos de exhumación en el Convento de las Trinitarias, encuentren en el lecho una celada de cartón, una bacía abollada y una lanza en astillero. Que en 2015, Santa Teresa muera porque no muera. Que Google sea El Buscón. Que la UNESCO considere a nuestro Romancero, Patrimonio de la Humanidad. Que el Ayuntamiento de Tarragona le coloque a Avellaneda su placa de una vez en el edificio que sirvió de imprenta al Quijote apócrifo. Que Menéndez Pidal y Pompeu Fabra vuelvan a brindar con cava 85 años después (si es con Freixenet o no, lo dejamos a su antojo). Que don Benito vuelva a los billetes de diez mil pesetas, aunque se tenga para ello que timbrar un billete de 60 euros. Que termine la sequía y que la única insolación que padezcamos sea la de Pardo Bazán. Que a los tribunales les falte trabajo y sólo se ocupen de la corrupción ortográfica. Que los cobardes que matan mujeres queden sepultados bajo los libros de Concepción Arenal; que no haya más Desdémonas. Que la sociedad se llene de quijotes para desfacer entuertos y socorrer desahucios. Que los dictadores del mundo se miren en los espejos cóncavos del Callejón del Gato y acaben como Tirano Banderas. “Que se muera el olvido, / que se escondan las llaves de los juzgados, / que se acuerde Cupido, / de los maridos / abandonados” (que siga cantando Sabina). Que siempre podamos volver a Ítaca. Que zarandeemos a Hamlet, le saquemos de su ensimismamiento aporreándole con la calavera y le reprendamos: ser, siempre ser. Que los clásicos no sean partidos de fútbol. Que los días sean azules y los soles sean los de la infancia, sin tener que buscarlos en Colliure. Que para la libertad sangremos, luchemos, pervivamos con Miguel Hernández. Que la vida sea sueño y lo sueños vida sean. Que los aplausos de un teatro no los apague un impuesto. Que los profesores, los críticos literarios, los escritores vocacionales, los editores no cejen en su apostolado, pese a ser las voces que claman en el desierto. Que derrotemos a la soledad en la lectura, que nos reencontremos, que nos reconozcamos, que nos sintamos partícipes de los otros en los libros. Que los enfermos de luna sean selenitas de los versos susurrados a medianoche. Que la vida regale una dulce prórroga al anciano que aún tiene pendiente las páginas de su último libro. Que la Literatura nos redima de la azarosa y zozobrante experiencia de vivir. 

PÍRAMO Y TISBE OS DESEAN UN FELIZ Y LITERARIO 2015. ¡SALUD Y LIBROS!

domingo, 28 de diciembre de 2014

273. Jorge Manrique no escribió las "Coplas"


 
Ya lo dice el refrán: “en casa del herrero, cuchillo de palo”. Una vez más, han tenido que ser los hispanistas extranjeros los que hayan convulsionado a toda la comunidad literaria española con uno de los hallazgos más sorprendentes e inesperados que haya dado la filología en toda su historia. Jorge Manrique no escribió las famosas Coplas a la muerte de su padre. La noticia, sin embargo, no es tan asombrosa como la del verdadero autor de la obra, que no es otro que el propio destinarario de las Coplas, es decir, el padre de Jorge Manrique, Rodrigo Manrique, que las escribió para sí mismo, en una suerte de autoepitafio literario velado. Las Coplas debieran llamarse, pues, Coplas a mi muerte y constituirían una de las manifestaciones más vanidosas de toda la literatura universal que, sin menoscabo de la calidad literaria, sí empequeñecen ahora la figura moral de quien había sido ensalzado en ellas.

El descubrimiento lo ha llevado a cabo el romanista Richard Kinkade, profesor medievalista del Departamento de español y portugués de la Universidad de Arizona y especialista en la figura de don Juan Manuel. Desde hace varios años, Kinkade se ha propuesto localizar el lugar exacto de la sepultura del padre de éste, el infante Manuel de Castilla que, según las crónicas, descansa en el monasterio de Uclés (Cuenca). Recordemos que los Manrique fueron también enterrados allí y que igualmente se desconoce la ubicación de sus restos. Fue precisamente durante estas pesquisas cuando, Kinkade halló casualmente unos documentos manuscritos en el archivo del monasterio que han resultado ser una obra de teatro inédita, sin título e incompleta, de Gómez Manrique, el tío de Jorge Manrique y hermano de Rodrigo. Se trata de uno de los tantos momos cortesanos que el dramaturgo escribiera para solaz de la nobleza. En el reverso del manuscrito, se hallan las Coplas tal y como las conocemos, con alguna leve variante, y al final un texto en prosa firmado por don Rodrigo que dice así:
 
“Hermano mio, aquestos dezires que aviendo çercana mi muerte quisso mi alma trasladar al humanal idioma, mando que sean guardados asta mi postrer dia e que mi fijo los tome después baxo su nombre e los entregue al siglo e los conoscan las gentes venideras. E assí otorgo a mi fijo la gloria literaria y dexo para mí la fama de mis fechos. Anno Domini MCDLXXVI”.
 
Ni nos extraña esta vocación literaria de don Rodrigo Manrique, de quien conocemos algunas obras menores y cuya relación con la literatura entroncaba con la tradición familiar (el mismo Marqués de Santillana era primo de su mujer); ni nos extraña tampoco el engreimiento que le llevó a escribir secretamente sus propia loanza poética, si hacemos caso a las crónicas que, como la de Pérez del Pulgar,  justificaba la actividad política de don Rodrigo “no a fin de servir al rey nin de procurar daño del reyno, mas por valer e aver poder”, como se demostró luego al alcanzar don Rodrigo el cargo de maestre de la Orden de Santiago, una de las grandes obsesiones de su vida.

Así las cosas, Jorge Manrique, despojado ahora de sus Coplas y afrentado por falsario ante el tribunal de la Historia, queda relegado a la categoría de un poeta menor, autor, como tantos otros, de una poesía de cancionero, basada en los agotados temas del amor cortés. Y a los editores y estudiosos, don Rodrigo les pone ahora en el brete de tener que modificar de golpe y porrazo más de 500 años de historia. Remedando los últimos versos de las Coplas, de don Rodrigo diríamos que, “aunque la vida murió / nos dexó harto [desvelo] / su memoria”.

domingo, 14 de diciembre de 2014

272. Los clásicos en las aulas



La nueva adaptación que Arturo Pérez Reverte ha realizado del Quijote y su enconada defensa de la lectura de nuestra obra cumbre en las aulas españolas, han resucitado el eterno debate acerca de la conveniencia o no de leer a los clásicos en los centros educativos. Quienes no son partidarios de incorporar en las llamadas “lecturas obligatorias” (doloroso oxímoron) los títulos de nuestra tradición literaria, aducen que tales lecturas se hallan fuera de los centros de interés del alumnado, no sólo por su distancia temporal, que se traduce, además, en un castellano poco asequible, sino también porque los asuntos de estas obras están igualmente alejados de los problemas y preocupaciones de nuestros jóvenes. Argumentan, asimismo, que la inclusión de estas lecturas en los planes de estudio tienen un efecto pernicioso en los proyectos de promoción lectora, ya que, en lugar de incentivar el ejercicio de la lectura, producen el efecto contrario, es decir, el aborrecimiento de leer derivado de la traumática experiencia de haberse enfrentado a la oscuridad de unos textos que no entienden y para los que no están preparados.
Tal manera de pensar no es más que la perversión de aquella moda pedagógica del constructivismo y el aprendizaje significativo, que tan en boga estaba en mis años de Magisterio, y que abogaba por la transmisión de aquellos conocimientos que el alumno pudiera reconocer en su entorno más inmediato para, de este modo, hacerlos realmente suyos. Por eso los niños catalanes estudiaban los ríos de Cataluña, después los ríos de su provincia y, finalmente, los editores de los manuales se planteaban ya si incorporar los nombres de los charcos que se formaban cuando llovía en la calle de cada estudiante. De aquellos barros, estos lodos.
No voy a perder ni un minuto de mi tiempo explicándole al personal por qué una obra clásica es siempre una obra vigente ya que es algo que cae por su propio peso y me sonrojaría sólo de pensar que debo todavía aclarar tamaña evidencia. Tampoco creo que haga falta insistir en la enorme belleza y crecimiento personal que les arrebatamos a los estudiantes cuando no les ofrecemos a los clásicos. Pero sí quiero recordarle a los “pedagogós” de turno, que la dificultad de un texto clásico no estriba en la incapacidad del alumno por entenderlo sino en la incapacidad del profesor por enseñarlo. María de Maeztu hacía buena aquella antigua máxima pedagógica que decía que “la letra con sangre entra” pero añadía que “no ha de ser con la del niño sino con la del maestro”. Y Emilio Lledó, reciente Premio Nacional de las Letras Españolas, dice que la lectura “necesita la compañía de un maestro que haga sentir lo que los libros dicen y apreciar, en el sonido de las páginas que pasan, cómo se avientan las semillas, las ideas que encierran. Por eso es tan importante, además de  los […] siempre maltrechos planes de estudio, la lectura de obras literarias, que el maestro hace apreciar con su amor a lo que enseña y a los que enseña”.

Al alumno no se le puede dejar solo ante el reto de leer a un clásico. Hay que acompañarlo. Cierto que falta tiempo, por ejemplo esa hora imprescindible de lectura conjunta en clase donde el profesor ofrezca, junto a su pasión y entusiasmo, las preciosas claves del libro; pero esa es una deficiencia del sistema, no de los alumnos ni mucho menos de los clásicos. Ni siquiera los planes de estudio de determinadas universidades españolas garantizan que el futuro filólogo se haya licenciado habiendo leído el Quijote. Digámoslo de una vez, aunque escueza: hay profesores de Literatura que no han leído el Quijote en su vida, y yo ya no me puedo explicar cómo eso no puede estar en su jodido “centro de interés”. Jodido, sí; en román paladino.


miércoles, 3 de diciembre de 2014

271. Las dos bandoleras



La ingente obra dramática de Lope de Vega es universalmente conocida. De hecho, se suele atribuir al Fénix de los Ingenios la friolera de mil quinientas piezas entre las que se encuentran algunas de las más importantes escritas en lengua española. Éstas son las más representadas en las tablas, mas últimamente se observa una tendencia a rescatar obras que habían caído en el olvido. Es el caso de Las dos bandoleras, una comedia histórica que apareció impresa en una de las partes llamadas “extravagantes” o “de fuera de Madrid” titulada Doce comedias nuevas de Lope de Vega Carpio y otros autores. Segunda parte. En Barcelona, por Jerónimo Margarit. 1630. Pertenece, por tanto, a la primera etapa del autor y parece ser que fue escrita entre 1604 y 1605, momento en que Lope de Vega residió en Toledo.
La Compañía Nacional de Teatro Clásico y Factoria Escènica Internacional han resucitado esta pieza con un montaje que actualmente está de gira por nuestro país.
La acción gira en torno a la recuperación de la honra de dos hermanas, doña Teresa y doña Inés, que fueron burladas por dos soldados que les hicieron promesa de matrimonio para disfrutar de la entrega de las damas, mas se marcharon a la conquista de Córdoba sin interés alguno por cumplir su palabra. Las jóvenes, dolidas y mancilladas, deciden convertirse en serranas y matar, como venganza, a todos los varones que se crucen en su camino. Esta temática aparece también en La Serrana de la Vera, personaje al que las dos hermanas toman como modelo. Un acierto de este nuevo montaje es la aparición de Leonarda y su desesperado amante, don Carlos, protagonistas ambos de esta última obra, junto a los personajes de Las dos bandoleras. Constituye un bonito juego metateatral que aumenta la calidad lírica de la pieza, gracias a los monólogos y parlamentos de Leonarda.
            Por otra parte, Las dos bandoleras supone un homenaje a la Hermandad Vieja de Toledo, institución de raigambre medieval que surgió con la finalidad de acabar con los bandoleros que invadían el camino de Castilla a Andalucía. El padre de las jóvenes, Triviño, pertenece a dicha hermandad y, cuando conoce su deshonra doméstica, no duda en cumplir con su misión. El deber está por encima del amor familiar. Todo se resuelve con la llegada del Rey, quien perdona los asesinatos que han cometido las damas y ordena que los enlaces se celebren. La honra es recuperada de este modo, si bien doña Inés y doña Teresa no parecen demasiado felices con dicha solución. Es éste un giro de la nueva puesta en escena que acerca un poco más esta problemática a los ojos de las mujeres de nuestro tiempo. La restauración del honor mediante el casamiento de las damas ultrajadas con los hombres que las deshonraron no resulta satisfactoria porque ¿con qué estómago recibirán las mujeres a esos hombres que las han despreciado? Es de esos finales que repugnan a la mentalidad actual pero que, en tiempos de Lope, constituía la opción más plausible para la recuperación del orden perturbado. Quizás Lope, tan cercano al espíritu femenino, tampoco viera con buenos ojos tales apaños y es muy posible que, detrás de esa solución tópica se esconda, en realidad, una crítica velada.
            Respecto a la puesta en escena, ésta es, en líneas generales, aceptable sin más. No se trata de una pieza que permanecerá en el recuerdo de los espectadores puesto que la interpretación de los actores resulta poco satisfactoria. La fuerza de la obra recae en las hermanas  a quienes dan vida dos actrices muy conocidas en el mundo televisivo pero que en el escenario carecen de garra y de la cadencia y delicadeza necesarias para mimar el verso. ¡Qué lejos están sus parlamentos de otros interpretados por actores de la CNTC! Especialmente negativa es la interpretación de Macarena Gómez, que recita con voz insoportablemente estridente, y cuyo arrastre de las eses, al más puro estilo megapijo es más propio de alguna ridícula dama burguesa de cualquier obra de Jardiel Poncela que de una obra de nuestro teatro áureo.
            El vestuario tampoco sigue un criterio fijo. Así, coexisten las chaquetas de cuero, las minifaldas, los trajes de camuflaje de los soldados y el uniforme falangista de don Triviño con vestidos de época. Personalmente, esta mezcolanza denota falta de criterio. ¿Estamos ante una obra que respeta el espíritu clásico de la misma  o ante una adaptación más moderna?

            En definitiva, es siempre loable el esfuerzo que supone escenificar obras clásicas y se agradece  que los directores no se conformen con los títulos más tradicionales, ahora bien, es una lástima que todo ello no vaya acompañado de una interpretación decente. Se trata, en definitiva, de una obra escrita por Lope de Vega pero que no puede ser calificada como “de Lope”.