domingo, 30 de enero de 2011

80. Pedro Páramo

La historia de la Literatura ofrece pocos casos como el de Juan Rulfo. Este mexicano, del que ahora se cumplen 25 años de su muerte, escribió a lo largo de su vida una única novela, que es, para más señas, de cortísima extensión (la edición que yo he manejado no alcanza las 100 páginas) y, sin embargo, esa sola obra le ha bastado para convertirse en uno de los autores más influyentes y apreciados, no sólo de la literatura mexicana sino aún de la universal. Y si no, sirvan de ejemplo la multitud de nuevos estudios que cada año genera su novela o las numerosísimas traducciones que del libro se han hecho.

Juan Rulfo, que pensó titular su novela como Los murmullos, finalmente decidió hacerlo bajo el título de Pedro Páramo (1955), nombre del cacique de la mítica Comala alrededor de cuya figura gira todo el argumento.
El lector que se acerque a esta novela debe hacerlo sin los prejuicios de una estructura tradicional decimonónica. No es una novela cómoda de leer, primero porque no sigue el principio de linealidad argumental al que estamos acostumbrados; segundo, porque es una de las novelas clave del realismo mágico, yo diría que, incluso, es la obra que sublima a esta escuela, y este movimiento literario no siempre es digerible para quienes buscan una lectura sin sobresaltos extraños. Pero si el lector consigue superar esos prejuicios y acepta el pacto de acomodarse a algo que sabe de antemano que será distinto, puede quedar marcado para siempre por esta novela. Cuando se cierra la última página del libro, sobre todo si se hace el esfuerzo de leerlo del tirón, opción altamente recomendable, uno se siente completamente sugestionado por la atmósfera subyugante de esa Comala a la que irremediablemente ya perteneceremos de por vida. El espíritu del lector queda narcotizado y cuesta reponerse de la hipnosis.

La historia comienza con la llegada a Comala de Juan Preciado, que acude a este pueblo para pedirle cuentas a su padre, Pedro Páramo, a quien no conoce. La madre de Juan, antes de morir, lo deja claro: “El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”. A partir de este momento, Juan comienza a conocer a una serie de personajes que entroncan con el pasado de su madre y con el del propio Pedro Páramo, hasta que Juan descubre que todos los que le hablan están, en realidad, muertos. Pronto descubrirá también que hasta él mismo lo está. El lector, que hasta entonces podía aceptar el único asidero a la realidad que tenía, que era el propio Juan Preciado, al conocer que éste también está muerto, pasa a convertirse en un muerto más de la novela, rodeado de los murmullos de las voces de aquéllos. En ese instante Juan Preciado ya no es necesario para el lector, el lector muerto; el mismo autor así lo reconoce al retirarlo de la voz narrativa transcurrido un tercio de la novela. Las historias de esos muertos entonces, se suceden y superponen de manera fragmentaria y obligan al lector a reconstruirlas; hay quien ve en este fenómeno el mismo ejercicio de la obra de Cortázar, Rayuela. El lector ya no lee, sólo oye voces entrecortadas. La novela se llena de silencios, de frases que quedan suspensas en el aire, imbricadas muchas veces de un lirismo gris y telúrico. Entre esas historias, los abusos de Pedro Páramo sobre el pueblo, caciquismo que sucumbe en su pasión por Susana, las alusiones a la revolución mexicana, la superstición, las miserias humanas, la doble moral, etc. El fin de esta Comala de muertos pudiera parecernos un lugar maldito, metáfora del infierno, pero como bien dice Jorge Volpi, “es algo peor: un sitio intermedio, una orilla, una especie de trampa en la que algunas almas continúan penando, incapaces de encontrar consuelo, o de menos, la certidumbre del castigo eterno”.

25 años después, Rulfo se ha convertido ya en un mito. Quizás su murmullo también transitase un tiempo por Comala, pero ya superó su purgatorio, redimido por la gloria literaria, ya eterna.

miércoles, 26 de enero de 2011

79. La Ratonera

Este pasado fin de semana llegó al Teatro Principal de Alicante La Ratonera, de Agatha Christie. En principio, se presentaba como uno de los platos fuertes de la programación, ya que poder ver la representación de una obra que lleva 58 años ininterrumpidos en  cartel en Londres es casi un privilegio.
Este thriller cuenta la historia de Mollie Ralston y Giles Ralston, un joven matrimonio que regenta una casa de huéspedes. Hasta allí llegan unos inquilinos un tanto especiales: Christopher Wren, la señora Boyle, el comandante Metcalf, la señorita Casewell y el señor Paravicini. Los habitantes del hotel Monkswell quedan atrapados e incomunicados en la casa a causa de un fuerte temporal de nieve. La aparente calma que reina en su estancia desaparece con la llegada de Trotter, un policía que les informa de que el asesino de una mujer en Culver Street ha dejado escrita la dirección de dicho hotel y la canción infantil "Tres ratones ciegos". Trotter, por tanto, intenta proteger a los inquilinos pues tiene la certeza de que entre ellos se encuentran las dos próximas víctimas y el asesino. No obstante, no podrá evitar que otro personaje sea asesinado, hecho que desencadena la desconfianza entre todos los habitantes. Parece ser que nadie es quien dice ser y que todo el mundo esconde un pasado misterioso.
Hasta aquí no cabe duda de que la intriga envuelve al espectador, que comienza a hacer sus cábalas sobre quién puede ser el culpable de las muertes. A todo ello contribuyen la ambientación, la escenografía, el decorado oscuro, los personajes con un pasado y un presente enigmáticos, los diálogos con doble interpretación, los juegos de luces y la voz en off que entona la misteriosa canción infantil. Ahora bien, en el desenlace se descubren los puntos débiles  de la trama. Se rompe el principio de verosimilitud que estaba teniendo la acción cuando descubrimos que la identidad del asesino era conocida por uno de los huéspedes  y, pese a tener esta información, no hace nada por evitar el primer asesinato del hotel y casi permite el segundo, que fue frustrado por la aparición de otros personajes antes que él. Estos detalle son sólo unos ejemplos, pero considero que son suficientemente importantes para justificar la decepción con la que abandoné el recinto. La puesta en escena y la interpretación de los actores es correcta, el fallo aquí reside en el texto original, en Agatha Christie que parece que cayó en la trampa de su propia ratonera y no supo idear un final que no rompiera tan abruptamente la credibilidad que había tenido la historia al principio.

domingo, 23 de enero de 2011

78. Admonición al Premio Nadal

Hace unas semanas se dio a conocer el nombre de la ganadora del Premio Nadal 2011, la albaceteña Alicia Giménez Bartlett, con su novela Donde nadie te encuentre. Aún no he podido leer la obra, entre otras cosas porque se pone a la venta el próximo 8 de febrero y mi voracidad lectora no ha llegado todavía al extremo de valorar una obra que no conozco; ese prodigioso hábito queda reservado en exclusividad para los jueces de los premios literarios. Pero sí he leído el libro del penúltimo ganador, Lo que esconde tu nombre, de Clara Sánchez. Y, la verdad, los miembros del jurado debieran marcharse a donde nadie los encontrase y esconder bien sus nombres para evitar el sonrojo público que provoca su deformado criterio.

Porque Lo que esconde tu nombre esconde bien poco. Sandra, embarazada por un hombre a quien no ama, se retira a pasar unos días a un pueblo costero para reflexionar sobre su futuro. Al marearse en la playa, es socorrida por un matrimonio de ancianos con los que traba amistad y decide alojarse en casa de éstos. Por su parte, Julián, un superviviente de Mauthausen, empeñado en vengar su sufrimiento matando a sus impunes verdugos nazis, cruza su camino con Sandra a quien advierte de la verdadera identidad de sus anfitriones.

El tema de la novela alberga en sí una tensión narrativa que augura un gran interés. Pero Clara Sánchez es incapaz de sacarle partido al buen argumento (partido literario, quiero decir, que partido económico le sacó 18.000 € al Nadal). La autora tiene prisa por comenzar la acción y casi empieza por el nudo, como si temiera no atrapar al lector desde el inicio. El planteamiento es bueno pero descuida la transición de los acontecimientos. No es verosímil que la protagonista se aloje con tan pocas reservas y en tan poco tiempo en la casa de unos desconocidos y a los dos días ya se pasee por ella como si viviera desde siempre allí. Cuando Sandra descubre el origen nazi del matrimonio mediante pruebas irrefutables que el propio Julián le suministra, incomprensiblemente tiene momentos en los que duda de la cordura de Julián (no importa haber hallado en la casa un uniforme nazi o una cruz al mérito por los servicios a Hitler). Sandra se enamora, además, de uno de los secuaces del grupo nazi, que luego resultará ser de los buenos, un amor ñoño de primera menstruación que no convence a nadie y que entra en contradicción con la veta épica que se le presupone a la protagonista. La obra tiene pasajes totalmente maniqueos como aquel donde Julián reconoce su ateísmo tras su paso por un campo de concentración y dice que él era un ateo republicano, como si ambos conceptos tuvieran por fuerza que estar unidos. La descripción de la ceremonia en la que Julia es obligada a ingresar en la hermandad nazi es de aventura gráfica de videojuego, infantil donde las haya. Uno de los momentos más esperados es el encuentro entre Julián y el cabecilla del grupo nazi. El diálogo resulta insulso, desprovisto de la grandeza y gravedad que debiera. Hasta la autora parece reconocer este defecto y se justifica poniendo en boca de Julián su escasa capacidad para la dialéctica. El segundo diálogo no es mejor. No hay ni un solo momento feliz respecto al estilo literario, llano hasta la mediocridad, sin atisbo de elegancia, lirismo o carga emotiva en un libro que aspiraba “a la redención de la culpa”. Pero la autora sí se recrea en el vómito de Sandra, hasta la escatología. El libro entretiene, su componente lúdico es muy potente pero se espera algo más que un libro del montón para un premio como el Nadal, donde figuran Delibes, Laforet, Ferlosio o Umbral, entre otros. El Nadal no debería olvidar que el premio recae sobre un artefacto artístico y no sólo sobre un argumento atractivo que, además, está mal construido. Veremos si la “redención de la culpa” llega con Alicia Giménez o hay que constituir otro Nüremberg (literario) para el jurado del Nadal.

domingo, 16 de enero de 2011

77. "Nada", de Carmen Laforet

























Los estudiantes que se presenten este año a la Selectividad catalana deberán haber preparado durante el curso la novela Nada, de Carmen Laforet.
La crítica literaria, en general, no ha sido benevolente con esta obra. Se le reprocha su excesiva dependencia del asidero autobiográfico, que es un mal congénito (y comprensible) de los escritores noveles, como fue el caso de Carmen Laforet con este primer libro. También se dice que la obra transita en terreno baldío: no es una novela de la guerra civil; tampoco se puede adscribir plenamente al tremendismo inaugurado por Cela; parece querer anticiparse al realismo social pero no llega; recoge rasgos del existencialismo pero diluidos aquí y allá…
Todo esto puede ser cierto pero, obsesionada la crítica por querer colocarle algún marbete definitorio a la obra, olvida los méritos de la novela y olvida también que la no adhesión a un movimiento literario concreto, puede convertirse en una virtud, pues singulariza a la obra y la convierte en un artefacto artístico especial, despojado de los cánones que rige una determinada escuela. Y, efectivamente, eso es Nada, una novela que se justifica por sí misma.
La protagonista, Andrea, trasunto de la propia autora, llega entusiasmada a Barcelona para estudiar en la universidad y se aloja en la calle Aribau, con sus tíos. Pero sus ilusiones iniciales se derrumban paulatinamente cuando descubre que la luminosa Barcelona de sus recuerdos es en ese momento la gris Barcelona de la posguerra, destruida por los bombardeos, y el piso de la calle Aribau, una cueva inmunda donde se alojan unos seres desquiciados por sus miserias, las materiales y las espirituales, y atormentados por su pasado. La novela se convierte entonces en un análisis psicológico de los personajes, entre los que Andrea tratará de definir su propio carácter.
Aunque los críticos han visto en la asepsia de la novela uno de sus defectos más importantes, creo que esta neutralidad es sólo aparente. En lo político, por ejemplo, podemos escudriñar algunos elementos simbólicos, sutilmente trazados, que desmienten esa supuesta inocuidad. El caso de la autoritaria tía Angustias me parece paradigmático en representación del régimen franquista. Mientras el piso de la calle Aribau es un zulo de suciedad y desorden, la habitación de Angustias es la más confortable y limpia, y dispone del único teléfono del piso; así pues, Angustias controla las llamadas que se hacen y reciben en la casa (un símbolo de la censura). El inflexible celo religioso de Angustias, que antes de dormir le hace a Andrea la señal de la cruz en la frente, parece querer vincular régimen e Iglesia. Angustias le recuerda a Andrea que debe sentirse agradecida a su tía porque “todo nos lo deberás a nosotros, los parientes de tu madre. Y que gracias a nuestra caridad lograrás tus aspiraciones”; Angustias alegoriza así la retórica franquista de la madre patria que tutela a los españoles y les infunde así el orgullo de pertenecer a una gran nación a la que amar y por la que morir. Pero los grandes fastos de la dictadura son una falsa puesta en escena que esconde su congénita podredumbre. Del mismo modo, Angustias tiene unas facciones, que “en su conjunto no eran feas y sus manos tenían, incluso, una gran belleza de líneas”, pero Andrea descubre “sus dientes de color sucio”. Cuando Andrea pasa su primera noche en el piso, la atmósfera le ahoga y desea abrir la ventana, pero ésta se encuentra tan en lo alto que la joven debe hacer “un peligroso alpinismo” para abrirla. ¿No simbolizará esa ventana, la difícil libertad? Del mismo modo, los hermanos Juan y Román, dos de los tíos de Andrea, que se odian y se aman y que uno de ellos es llorado tras su muerte, ¿no es una alusión clarísima a la guerra fratricida de las dos Españas?

Nada no es la mejor novela de la historia pero tiene méritos suficientes, que sería prolijo analizar aquí. Lo que sí es verdad es que quizás sea hora ya de reivindicar que en Nada el título no hace honor a su contenido.

En Barcelona, con mis alumnos. La primera foto en la Calle Aribau, delante de la casa en que nació Carmen Laforet y que le inspiró el piso donde vivía Andrea, la protagonista de su novela Nada.
En la segunda foto, con la catedral de Barcelona, cuya imponente arquitectura inspiró también a Carmen Laforet para su preciosa descripción nocturna en la misma novela
 

domingo, 2 de enero de 2011

76. El Auto de los Reyes Magos

Códice del Auto de los Reyes Magos
Los rituales litúrgicos llevan asociados en su ejecución un componente dramático muy evidente. La evocación de las palabras y hechos de Jesús van unidos, en muchas ocasiones, a dramatizaciones simbólicas que nos hacen más próximos y más comprensibles determinados pilares de la fe. Un ejemplo paradigmático es el del sacramento de la Eucaristía. Cuando el sacerdote eleva el cáliz y la oblea consagrada y pronuncia las mismas palabras que Jesús pronunció en la Última Cena, el cura, en cierta medida, está ejerciendo de actor, sólo que el dramaturgo de su texto es Dios mismo y el apuntador es la certeza de su fe. Luego, quien participa de la comunión, se une también a las tablas divinas y todos se vuelven actores espontáneos, algunos pendientes sólo del papel de su alma, otros demasiado atentos al público, que en esto de las misas también hay quien busca la aprobación de la galería.

No es extraño, pues, que la primera obra de teatro conocida en lengua castellana esté asociada a un tema religioso: se trata del Auto de los Reyes Magos, compuesta a finales del siglo XII. Descubierta en el siglo XVIII por Felipe Fernández Vallejo en un códice de comentarios bíblicos de la Catedral de Toledo, lo copió en sus Memorias y disertaciones… y fue publicado por vez primera en 1863 por Amador de los Ríos. Después, en 1900, el texto fue estudiado por Menéndez Pidal, a quien debemos el marbete de “Auto”, es decir, composición teatral de reducidas dimensiones en las que suelen aparecer personajes alegóricos o bíblicos. Todavía recuerdo la respuesta de uno de mis alumnos de Literatura al preguntarle por el título de la primera obra de teatro conocida en nuestra lengua. Contestó que el “Coche de los Reyes Magos”… Nuestro exconseller (alabado sea Dios) lo justificaría diciendo que bastante mérito tiene el chico, que encontró un sinónimo de “auto”.

Comienza el texto con tres monólogos de los Reyes Magos, en los que cada uno, por separado, afirma haber visto una extraña estrella que interpretan como señal del nacimiento del Mesías (respeto las grafías del documento original): “Dios criador, qual maravilla / no se qual es achesta strela! /Agora primas la e veida, / poco tempo a que es nacida. / Nacido es el Criador / que es de las gentes señor?”. Acto seguido, se ponen en camino y los tres coinciden en la ruta. Dudan sobre la certeza de sus pronósticos y Melchor se pregunta cómo van a comprobar “si es rei de terra o si celestrial”, a lo que Baltasar responde: “Queredes bine saber cumo lo sabremos?/ oro, mira i acenso a él ofrecremos: /si fuere rei de terra, el oro querá /; si fuere omne mortal, la mira tomará; si rei celestrial, estos dos dexará, tomará el encenso quel pertenecerá”. Llegados al palacio de Herodes, preguntan por el nuevo rey al que han venido a adorar. Herodes, extrañado, trata de conocer los detalles de esta nueva, y, una vez solo, iracundo, se lamenta: “¿Quin vio numquas tal mal, /sobre rei otro tal!” . Llama a los sabios de su corte para tomar consejo. El texto se interrumpe en el momento en que éstos debaten el asunto.

Más allá de ostentar la condición de primera obra de teatro conocida en castellano, el Auto de los Reyes Magos tiene el encanto de esos primeros tiempos donde el idioma es todavía un balbuceo vacilante (hemos visto cómo en un mismo verso se dice “incienso” de dos formas diferentes); el valor de la pureza de lo que está empezando, como esas iglesias del primer románico cuya extremada sobriedad aún las ennoblece más, con su robusta piedra desnuda depositaria de los tiempos. Leer estos textos es transportase al origen, ingenuo tal vez, pero donde las cosas no están adulteradas todavía por un progreso mal entendido. Bonita lección para estas fechas, en que la Navidad es casi de todo menos Navidad.