lunes, 25 de junio de 2018

408. Onanismos literarios: la autoedición




De un tiempo a esta parte se ha producido un aumento significativo del número de  empresas editoriales que brindan sus servicios a todos aquellos que desean publicar un libro. Y cuando digo a todos, estoy diciendo exactamente eso: a todos. Basta con abonar las tarifas correspondientes, según número de páginas y tirada, y ya tenemos un nuevo libro en la calle para alimentar la vanidad de verse uno encuadernado y en letra de molde. El filtro es muy escaso porque ya se sabe que el talento es proporcional al dispendio pecuniario del aspirante, pero estas pseudoeditoriales tratan de guardar las apariencias y hasta contestan al cliente mediante cartas con apariencia de seria profesionalidad ponderando las calidades del manuscrito, que ha sido estimado por el distinguido equipo de un departamento de lectura y que ha sido considerado por unanimidad merecedor de formar parte de su privilegiado catálogo. Al publicador (me cuesta hablar de escritor) ya no le cabe duda alguna: su libro es una obra maestra, ya han visto ustedes los encomios que el departamento de lectura de la insigne editorial le ha dedicado, y si ha sido desatendido o incomprendido por las grandes editoriales (y las medianas; y las pequeñas; y las minúsculas) ha sido sólo porque esa gente no  entiende de literatura y porque se prestan al mercantilismo de la literatura de masas y porque hay mucha endogamia y porque y porque y porque. Y ya tenemos a nuestro escritor ufanándose en las redes sociales y anunciando la presentación de su flamante libro en la cafetería de su tío. El libro no tendrá más recorrido, pero el autor ya habrá podido decir que ha vivido su experiencia de escritor –sé escritor por un día, posa para la foto sujetando tu obra maestra, experimenta la sensación de firmar ejemplares a tus nuevos lectores, a qué esperas, cumple tu sueño, paga y con la primera tirada te regalamos tu pluma de vate atormentado.
¿Significa esto que todos los libros autoeditados son malos? En absoluto, igual que todos los libros publicados por editoriales grandes no tienen por qué ser buenos. Pero el porcentaje es tan ínfimo que a lo único que contribuyen estas empresas es a engrosar la masificación libresca de mala calidad, a trivializar el hecho literario y a generar multitud de frustraciones entre quienes confían en ellas. Si has presentado tu libro a premios fiables y no has superado la primera criba; si todos los editores a los que mandas tu libro lo han rechazado, ¿no será que el libro no vale tanto como piensas? Es natural que, tras el ímprobo esfuerzo que supone escribir,  la euforia de la palabra “FIN” después de tropecientas páginas nuble el entendimiento y uno piense que su libro es el mejor del mundo. Pero la primera criba debe ser tamizada por el propio escritor en aras de un realismo terapéutico. Y no todo el mundo es capaz de convertirse en el primer detractor de su propia obra. Si el libro es verdaderamente bueno será publicado más tarde o más temprano, alguien sabrá valorarlo; quizás pase mucho tiempo, pero verá la luz.  Pero si hay demasiados indicios (los que el escritor mismo percibe en su fuero interno sin atreverse a reconocerlos) de que el libro es malo, es mejor tirarlo a la basura, volver a empezar, aprender de los grandes maestros, leer mucho o, en último término, en un ejercicio de honestidad que siempre nos ennoblecerá, dedicarse a otra cosa. Pero que no se nos castigue más. Si un genio como Kafka pidió antes de morir que sus obras fueran destruidas, ¿por qué ese empeño de un juntaletras cualquiera por medrar a toda costa? ¿Y no resulta humillante pagar para que le vean a uno? Los mejores escritores son, casi siempre, invisibles.

martes, 19 de junio de 2018

407. Cervantes también es fascista




Que la perversión del lenguaje constituye uno de los paradigmas del separatismo catalán es algo que ya sabíamos desde hace tiempo. Lo que no esperábamos es que su audacia se atreviera también con Cervantes, cuyo homenaje fue boicoteado a gritos de “fora feixistes” por grupos radicales independentistas el pasado 7 de junio en la Universidad de Barcelona, con los agravantes de violencia e intimidación. La ligereza con que se utiliza en Cataluña el término “fascista” para todo aquello que huele a español o atribuido a quienes no comulgan con la causa soberanista, más que indignación produce ya sonrojo. No sólo porque se use como una especie de mantra o ripio de poeta malo, sino porque demuestra la profunda ignorancia y desconocimiento de la Historia de quienes blanden el desafortunado término arrogándose una suerte de autoridad moral nacida de la mentira del agravio, sin saber que son ellos mismos los que adoptan la postura totalitaria contra la que creen luchar, al violentar las ideas y libertades de los demás, como en el caso de marras. En ese sentido, resulta aterrador comprobar cómo el nacionalismo fundamentalista está reproduciendo con inquietante parentesco la estética y las acciones de los totalitarismos del siglo pasado.
Quienes defienden el boicot al homenaje cervantino, entre quienes se hallan representantes de una parte de la izquierda –lo que lo hace aún más lamentable, pues traiciona vilmente su propio ideario de tolerancia– aducen que protestaban contra la plataforma convocante, Societat Civil Catalana, a la que acusan de coquetear con la extrema derecha, particular que yo ignoro. Pero mientras alguien me demuestra esas oscuras conexiones de una asociación que jamás ha reventado el acto de nadie, que ha utilizado como vocales en los suyos a los muy fascistas Vargas Llosa, Josep Borrell o Félix Ovejero, entre otros, o que ha logrado reunir a cientos de miles de catalanes contra los abusos del separatismo –fascistas, imagino también–, mientras alguien me lo aclara, digo, que ese alguien me explique también qué culpa tenían de todo esto Cervantes o Jean Canavaggio a sus 81 años o las personas que acudieron al Aula Magna de la universidad con la sana intención de escuchar al insigne biógrafo y a cultivarse con la ponencia sobre nuestra figura más señera y universal. Y, hablando de universalismo, ¿cómo se explica que el rector de la universidad, la casa de todos, no pudiera garantizar la seguridad de los asistentes y, con vergonzante connivencia, les pidiera cancelar el acto y salir por una puerta lateral “en silencio y ordenadamente” mientras los radicales aporreaban la puerta principal e insultaban a público y ponentes? ¿Se imaginan si el boicot hubiera sido a la inversa?
Pero ésta es una columna literaria. Hablemos, pues, de literatura. Aunque resulten ya muy manidas conviene recordar estas palabras: 
“Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y única en sitio y en belleza”. Y estas otras:
"Admiroles el hermoso sitio de la ciudad [de Barcelona], y la estimaron por flor de las bellas ciudades del mundo, honra de España, temor y espanto de los circunvecinos y apartados enemigos, regalo y delicia de sus moradores, amparo de los extranjeros, escuela de la caballería, ejemplo de lealtad y satisfacción de todo aquello que de una grande, famosa, rica y bien fundada ciudad puede pedir un discreto y curioso lector."
Estas palabras las escribió Cervantes, ese facha redomado.

lunes, 4 de junio de 2018

406. Clavícula




“Escribo de lo que me duele”, con estas palabras se refiere Marta Sanz a Clavícula, una obra híbrida a medio camino entre la novela, el ensayo y las memorias que está formada por breves capítulos vertebrados por la omnipresencia de un dolor que la escritora madrileña comenzó a sentir en un vuelo hacia San Juan de Puerto Rico. Una “garrapata” que provocó en la narradora-protagonista no sólo un dolor físico, externo, sino también psicológico, interno. Se trata, por tanto, de una obra en la que Sanz se desnuda ante el lector mostrando un episodio amargo de su propia vida, con una autenticidad y sinceridad que aseguran la empatía del lector.
La autora no teme mostrarse débil, humana y en aras de dicha fragilidad, aborda un amplio abanico de temas colaterales que subyacen al dolor: “el miedo a enfermar y el miedo a no poder enfermar”; el sentimiento de culpa por ser la causa de la preocupación de sus seres queridos: “mi dolor me lleva a experimentar una gran culpa. Mi dolor es un fallo que no puedo permitirme”; la larga y fatigosa peregrinación por diferentes especialistas que lanzan hipotéticos diagnósticos y que acaban produciendo un descreimiento recíproco entre el paciente y el doctor: “No puedo creer al médico. Me aparto de él. Él da un paso atrás porque tampoco cree en mí”; la agotadora odisea en busca de una explicación al dolor, en la vital necesidad de ponerle nombre a esa garrapata que la corroe por dentro y por fuera: “Lo que primero necesito urgentemente es ponerle nombre a lo que me pasa y, con el nombre, sentirme parte de algo”; la sensación de soledad que, en ocasiones, se experimenta: “nadie me ayuda” y un largo etcétera. Clavícula también es una legitimación del derecho a expresar un dolor, a quejarnos, en una sociedad que ha convertido algo tan intrínsicamente humano en un tabú y que lleva a muchas personas a sentir vergüenza por no ser capaces siempre de disimular su malestar.
Ahora bien, Clavícula no es sólo un libro que versa sobre el dolor sino que también aparecen otros núcleos temáticos como la precariedad de los escritores. Marta Sanz los dibuja alejándolos de la imagen idílica que la sociedad tiene de ellos y no esconde su necesidad de autoexplotarse para subsistir en un mundo tan inestable como es el literario, hecho que agrava su miedo a enfermar pues supondría su incapacidad para ganarse la vida. De hecho, llega a enumerar las cantidades exactas de sus honorarios a lo largo de diferentes meses, una confesión que “es absolutamente impúdica, pero fundamental”.
Por encima de todo, Clavícula es una obra de amor, una hermosa declaración de amor de Marta Sanz hacia sus progenitores- no en vano se lamenta de haber alterado el orden natural, pues lo lógico es que los hijos cuiden de los padres- y hacia su esposo, su apoyo incondicional. En un ejercicio de generosidad plena hacia el lector, Sanz no duda en compartir los correos electrónicos que se intercambiaba el matrimonio durante su estancia en Colombia, en los que queda patente el amor y la admiración que sienten el uno por el otro. En definitiva, su familia es su principal sustento, la muleta sobre la que caminar cuando le flaquean las fuerzas, cuando siente que su cuerpo y su vida se están rompiendo en pedacitos –la fragmentación del libro bien podría ser metáfora de esta ruptura vital- y a la escritora le aterra preocuparles. ¿Hay, acaso, prueba de amor más irrefutable?
Este ejercicio de desnudez del alma de Sanz va acompañado por una variedad de tonos que oscilan desde la voz reivindicativa, frágil, amorosa, infantil y enfadada hasta la más humorística, como cuando describe algunas pruebas médicas a las que se sometió –no se pierdan la espirometría y la prueba de fuerza-.
En resumen, Marta Sanz nos regala un libro que rebosa autenticidad, verdad; una obra valiente que da visibilidad a temas tabú sobre la enfermedad y la mujer, pero también sobre nuestra sociedad; una poética de la fragilidad, una defensa del derecho a expresar el dolor y una gran muestra de amor. Nos ofrece un aprendizaje, un consuelo, una compañía, una sonrisa amable, una toma de conciencia sobre nuestra humanidad y un ejemplo de cómo la literatura puede ser el mejor antídoto contra el dolor.