domingo, 27 de julio de 2014

260. Sefarad



El Gobierno ha aprobado un decreto según el cual concederá la nacionalidad española a todos aquellos sefardíes que así lo deseen. Aunque esta decisión tenga, probablemente, más de simbólico que de práctico, no deja de ser una reparación del agravio histórico que España arrastra con la comunidad judía desde 1492 cuando los judíos españoles fueron expulsados de su amada Sefarad, bajo el reinado de los Reyes Católicos.
El vínculo de los judíos sefarditas con España es uno de esos casos asombrosos de arraigo y lealtad hacia una tierra. Pese a la injusticia recibida, muchos de los descendientes de aquellos judíos conservan, después de más de 500 años, la llave que abría las puertas de las casas de sus antepasados en España, heredada de generación en generación, y mantienen en lo más profundo de su ser un sentimiento de pertenencia que parece inconcebible para alguien que, en muchos casos, ni siquiera ha pisado España en su vida. Cuenta el escritor Manuel Vicent que llegó a conocer en un bazar de Estambul a un sefardita comerciante de ámbar que, tras una ardua búsqueda, logró encajar su llave en la cerradura de la casa de sus antepasados en Toledo. La cerradura se encontraba entre los cachivaches de una almoneda regentada por un gitano de Plasencia.
Por otro lado, el judeoespañol, esa lengua anclada en el tiempo que todavía conserva los rasgos fonéticos y léxicos del castellano del siglo XV, se sigue hablando, sobre todo en Israel y en Turquía, amén de otros lugares del mundo; en total, se calcula que lo usan cerca de 150.000 hablantes y hasta se editan revistas en ladino.
La expulsión de los judíos españoles fue uno de tantos desatinos de los que está plagada nuestra historia patria. Evoco con vergüenza las conversiones forzadas, siempre bajo sospecha; los contrabandos de cédulas para conseguir apellidos asturianos que le emparentasen a uno con aquellos cristianos viejos de la Reconquista; las delaciones… Y, sin embargo, lo más granado de nuestra literatura, los autores de los que nos sentimos más orgullosos, fueron probablemente judíos conversos o descendientes de éstos: el autor anónimo del Lazarillo, Fernando de Rojas, Cervantes, Quevedo, Góngora, entre tantos otros. De Cervantes el historiador José Enrique Ruiz-Domènec cuenta las macabras pullas que recibió el escritor el día de su enterramiento, un sábado, por parte de quienes le querían mal, pues, Cervantes, que había defendido su ascendencia de cristiano viejo durante toda su vida, demostraba su origen judío al cumplir escrupulosamente con la religión hebrea, ya que nadie podía negar que el día sagrado del sabbath, efectivamente, Cervantes descansó. Hasta ahí llegaba la barbarie por cuenta y obra de una raza, una lengua o una religión.

Sirva este desagravio que ahora quiere instaurar el Gobierno de España para recordar a quienes quieren limitar nuestra identidad, que no existe una manera canónica de ser y sentirse español, como no la hay de ser y sentirse catalán; que es absurdo perderse en la noche de los tiempos para hallar el momento auroral en el que nace una conciencia nacional española o catalana; porque somos hijos de los pueblos prerromanos; de griegos, fenicios y cartagineses; de romanos, visigodos, judíos y musulmanes, y de ese mestizaje estamos hechos; que eso de la lengua “propia” de un país es una entelequia porque, en último término, aquí somos todos hijos del latín y, si me apuran, del indoeuropeo. Quienes, escudriñando afanosamente por las páginas de la Historia, se obsesionan en hallar aquella fecha histórica concreta que reivindique una suerte de sentimiento nacional, se comporta con una absoluta arbitrariedad porque uno siempre puede remontarse aún más en el pasado o partir de la data que mejor le convenga según su interés. A ver si al final, tanto progreso va a servir sólo para que tenga que ser Alfonso X, un rey de la bárbara Edad Media, quien nos dé lecciones de convivencia.

domingo, 13 de julio de 2014

259. La mujer loca



Si la Biología nos dice que el ser humano es básicamente agua, la Gramática nos dice que el ser humano es radicalmente lenguaje. Y para refutar tal afirmación, hasta los propios biólogos tienen perdido el debate porque el nombre de su profesión está formado por el elemento compositivo “-logos”, que antes de adoptar su significado actual de “especialista”, significaba propiamente “palabra”. En el Evangelio de San Juan se dice: “En el principio existía la palabra” y luego poetas como Blas de Otero o José María Valverde tradujeron la palabra divina de la Biblia a la palabra no menos divina de la Poesía y escribieron sendos poemas que casualmente titularon igual: “En el principio”. En ellos ambos cifraban su existencia y la del mundo en la palabra: “que no hay más mente que el lenguaje, /y pensamos sólo al hablar, / y no queda más mundo vivo/ tras las tierras de la palabra”, se decía Valverde en su revelación más trascendente, mientras Otero repetía como letanía salvadora: “me queda la palabra”.
Algo de todo esto hay en La mujer loca, la última novela de Juan José Millás, publicada en Seix Barral. Entre sus protagonistas se halla Julia, una pescadera que por las noches estudia Gramática porque está enamorada de su jefe, que es filólogo (ya se sabe que “de lo primero que se quita la gente en tiempos de crisis es del marisco y de la Filología”). Al abordar las nociones básicas de la Gramática, Julia descubre un cúmulo de fisuras y contradicciones que para cualquier estudioso de la lengua resultarían ingenuas pero que, observadas con mayor detenimiento, dan lugar a toda una serie de inferencias que rayan en lo metafísico y que, de hecho, son objeto de estudio de la Filosofía del Lenguaje. El repaso por esas irregularidades del idioma lleva a Julia a dos conclusiones radicales: la Gramática no sólo es el trasunto del ser humano sino que éste, además, está al servicio de aquélla y no al revés. Es decir, el lenguaje no es una herramienta del hombre sino parte sustantiva de éste en tanto que lo dirige y le da su ser. Desde luego, esta parte de la novela es la más interesante y creo que acertaré si presagio que hará las delicias, sobre todo de los filólogos, pero también de cualquier lector.
Julia, en sus ratos libres, atiende, además, a una enferma terminal, Emérita, a la que Millás, convertido en personaje de su propia novela desea hacer un reportaje sobre la eutanasia. Aquí empieza el otro bloque temático del libro. El desdoblamiento de Millás diluye las lindes entre el escritor, el personaje de ficción y el narrador, fórmula que tan buen juego ha dado a lo largo de la historia de la literatura. El Millás-personaje conoce a Julia y su atención se dirige desde entonces hacia esa chica extraña a la que se le aparecen frases, habla con ellas, las desnuda y las opera sobre la camilla de una cuartilla y en su locura emite revelaciones deslumbrantes. Tanto es así que se plantea escribir una novela sobre ella (quizás la novela que nosotros leemos), embrollando aún más la “matrioska” literaria. Esta segunda parte, hilada a través de las sesiones terapéuticas que el Millás-personaje lleva a cabo con su psicóloga, es mucho más metaliteraria. En ella se abordan asuntos como la superación del bloqueo creativo, los límites de la novela como género o la dualidad “escritor por oficio” – “escritor por vocación” (en ese sentido, él divide a las personas, escritoras o no, en los “porquesí” y en los “porquenó” de la vida).
 La mujer loca es una novela heterodoxa, premeditadamente inclasificable, un buen ejemplo de esa literatura del extrañamiento, tan cercana a Cortázar y que, en su brevedad, apenas 238 páginas, ofrece infinitas interpretaciones, tantas, que el concepto de relectura no es aquí una opción de refresco sino que queda elevado, en sí mismo, a categoría literaria.

domingo, 6 de julio de 2014

258. Los misterios de París



A Eugène Sue nadie le va a dedicar una efeméride aunque se cumplan los 210 años de su nacimiento. Y ello a pesar de haber sido uno de los escritores más famosos de la literatura decimonónica en Francia, padre de las novelas de folletín propiamente dichas, y de haber cosechado probablemente el mayor éxito que una novela por entregas haya tenido nunca. Nos referimos a Los misterios de París, publicada entre 1842 y 1843 en Le Journal des Débats .
La vida de Sue daría también para otra novela: aprendiz de cirujano en España como auxiliar en las tropas de los Cien Mil Hijos de San Luis, presente en la Batalla naval de Navarino durante la Guerra de la Independencia griega, exiliado político tras el golpe de Estado de Napoleón III y mujeriego y gastador contumaz, capaz de dilapidar en 7 años toda la herencia de su padre. El paso del tiempo no ha sido, sin embargo, bondadoso con él y hoy es un escritor quizá demasiado olvidado. Tal vez su coincidencia en el tiempo con Alejandro Dumas, con quien compartió los años de mayor popularidad, le haya perjudicado.
Si se dispone de tiempo, Los misterios de París es una de esas lecturas propicias para el largo asueto estival. La edición que yo he manejado consta de 894 páginas y letra menuda. Corresponde a la colección “Libro Amigo” de la extinta editorial Bruguera y me costó 1 euro en un mercadillo de libro usado. Nunca 1 euro había sido amortizado con tanto rédito lúdico. El libro es fácil de encontrar. Su protagonista es Rodolfo, príncipe de Gerolstein, quien para expiar una antigua culpa, se mezcla de incógnito, junto a su inseparable Murf, entre los bajos fondos del París del siglo XIX para ayudar a los menesterosos y luchar contra las injusticias que éstos sufren. Es su manera de hacer penitencia. La casualidad querrá que entre las personas a las que socorre, se halle la virtuosa Flor de María, con quien le une un vínculo inesperado que me guardaré de desvelar aquí. La novela es entretenidísima y está llena de lances aventurescos, sorpresas, giros argumentales, amores, reencuentros inesperados, identidades misteriosas, situaciones emocionantes, el humor y, en definitiva, todos aquellos ingredientes que caracterizan a la novela de folletín para bien y para mal. Entre los defectos, la novela adolece de un indisimulado maniqueísmo que distingue muy a las claras a los personajes buenos de los malvados, lo que redunda en la caracterización plana de la mayoría de ellos. No obstante, los hay verdaderamente inolvidables.

Sin embargo, la impronta de Eguène Sue se deja ver en algunos pasajes donde su maestría supera los límites que le impone el género. En gran parte del libro, se aprecia la vocación ilustrada de su autor y, al hilo del argumento, se reflexiona sobre aspectos sociales como el sistema de justicia francés, la educación de los hijos, el estado de las penitenciarías, los matrimonios por conveniencia, la doble moral de la burguesía francesa, etcétera. Toda la novela está imbuida de un sentimiento ético-cívico inspirado en la caridad y en la oportunidad de redención de todo ser humano. Son muchos los casos en los que los personajes reconducen sus vidas hacia el bien, adelantándose, aunque desmantelándolos, a los postulados del determinismo social del Naturalismo. Sin embargo, el inesperado final trágico del libro, deja un poso de pesimismo respecto a la superación de la culpa o del merecimiento del perdón, quizás algo radical. No sabemos si, sobre este particular, Eugène Sue estaba pensando en sí mismo. 

jueves, 3 de julio de 2014

257. Maribel y la extraña familia



Con la llegada del verano, se pone punto final a la temporada de teatro, con permiso, claro está, de los festivales de Almagro o Mérida, entre otros. Este año hemos tenido la suerte de disfrutar de una brillante puesta en escena que, cual broche de oro, nos deja ansiosos de más teatro del bueno. Nos referimos a Maribel y la extraña familia, obra archiconocida de Miguel Mihura que Gerardo Vera ha renovado con la maestría que le caracteriza y con la ayuda de un elenco de actores espléndidos.
           
 El germen del argumento radica en una experiencia autobiográfica del propio Mihura que le valió para crear una obra que se ha convertido en un clásico. Marcelino, un chico provinciano que es dueño de una próspera fábrica de chocolatinas, llega a Madrid en busca de una esposa para olvidar un trágico suceso que le ocurrió a su anterior mujer. Allí se instala junto a su madre, doña Matilde, en casa de su tía doña Paula. El joven acude al salón Oasis, donde conoce a una simpática señorita llamada Maribel que encaja perfectamente con el prototipo de chica que busca: simpática, alegre y, sobre todo, moderna. La joven acepta visitar su casa, pues piensa que el cliente quiere intimar con ella, pero cuál será su sorpresa cuando descubra que Marcelino la presentará como a su novia a dos simpáticas ancianitas que alabarán la frescura, la amabilidad y el “modernismo” de Maribel. A partir de este momento, se desencadenan divertidas situaciones en las que la prostituta va cogiendo cariño a esta extraña familia que parece no darse cuenta de cuál es su verdadera profesión. Paulatinamente, la protagonista empieza a conocer el verdadero amor y siente la necesidad de cambiar para encajar en la familia de Marcelino. Así, la joven experimenta una transformación que se evidencia en su forma de expresarse, de comportarse y de vestirse. No obstante, no desea casarse con Marcelino sin que éste conozca verdaderamente cuál ha sido su pasado mas el empresario se niega a hablar de este tema. Para él, Maribel es una joven maravillosa. Eso es lo importante y así se lo hace saber a su prometida: “uno no es como piensa que es, sino como lo ven los demás”.

 El tema de la bondad de la familia de Marcelino resulta especialmente interesante. Tanto él como sus tías son personajes blancos, buenos en sí mismos, que escapan a los prejuicios morales de una sociedad rancia y dominada por la obsesión por guardar las apariencias. La negación de la verdadera profesión de Maribel no ha de interpretarse como un acto de hipocresía sino como una superación de los prejuicios morales, pues lo importante es la persona y Maribel rezuma bondad y demuestra que puede ser una buena esposa para Marcelino. Precisamente la sinceridad, la honestidad y la bondad de los personajes desencadenarán situaciones cómicas y equívocos que harán las delicias de los espectadores.

Los actores que Gerardo Vera ha elegido para esta nueva aventura encajan perfectamente en su papel. Las protagonistas femeninas nos regalan una interpretación deslumbrante: Lucía Quintana sí es Maribel, la actriz demuestra una valía enorme y una gran variedad de registros interpretativos; Ana María Vidal y Sonsoles Benedicto –tía y madre de Marcelino- están  radiantes en sus respectivos papeles. Por otra parte, Markos Marín encarna  a un Marcelino apocado y tímido a la perfección, que queda eclipsado por la arrolladora personalidad de Maribel y de las dos ancianas.
La puesta en escena también es un acierto. A la decoración tradicional que representa la casa de doña Paula se le suman algunas situaciones con videoescenas. Los entreactos sumergen al espectador en el interior de una sala de fiestas de los años 50, con canciones y coreografías que amenizan la representación y que nos hacen partícipes de ese local en el que trabajan Maribel y sus alocadas amigas.


En definitiva, esta nueva versión de Maribel y la extraña familia nos ofrece la posibilidad de disfrutar del teatro con mayúsculas, de ese teatro que respeta el espíritu original de la obra pero sabiendo hacer uso de una libertad creadora con la que el director es capaz de conectar con el público actual. Se demuestra así que Miguel Mihura no es un dramaturgo pasado de moda, arraigado a una veta teatral rancia sino que sigue cosechando éxitos como ya hiciera en 1959 cuando se estrenó por primera vez esta comedia. Quedémonos con el mensaje de bondad que nos transmite la obra: “Ahora  a las personas inocentes y buenas se las llama locas y maniáticas porque la verdadera bondad, por ser poco corriente, no la comprende nadie”.  La obra hace malo, pues, aquel refrán del “piensa mal y acertarás”. Busquemos, pues, a ese Marcelino, a esa Paula o a esa Matilde que todos llevamos dentro y no tengamos miedo de ser tachados de locos por hacer de la bondad nuestra bandera.