miércoles, 15 de mayo de 2024

649. Estercolero literario

 


En su Comedia, Dante coloca a los envidiosos en la llamada segunda grada del Purgatorio. Allí, los penitentes tienen los ojos cosidos con alambre, pues en vida han sentido placer al ver caer en desgracia a aquellos cuyas vidas habían codiciado. Por lo general, el envidioso es también un hipócrita, porque, por amor propio, suele ocultar su inquina, pero también porque acostumbra a proferir falsos halagos al envidiado solamente para ganarse su favor pensando que con ello podrá aspirar también al estatus que ambiciona. A los hipócritas, Dante los castiga en la bolsa sexta del círculo octavo del Infierno, ataviados con capas que parecen de oro pero que son de plomo, y que arrastran con dificultad; a su vez, a los aduladores, los ubica en la bosa segunda del mismo círculo, hundidos en estiércol. Y, en fin, ya he llegado a donde quería llegar: al estiércol. Porque si algo he aprendido en los pocos años que llevo metido en el mundo de la literatura, es que, como en todos los ámbitos de la vida, junto a unas pocas personas que descuellan por su bonhomía y dignidad, hay también muchas otras que nutren el hedor de un inmenso estercolero. Esta misma semana, quien ahora escribe estas líneas, ha sido salpicado con la porción de mierda con que todos, alguna vez, nos manchamos. Al hilo de una publicación en Facebook, entré al trapo para secundar una de esas afirmaciones irónicas y ofensivas con que el personal se refocila por estos lares. Pensando que la persona aludida (que no nombrada) en la publicación era otra, apoyé el escarnio, utilizando, además, la brocha gorda de las palabras, registro en el que, por cierto, no me desenvuelvo demasiado bien, y en la que se corre el riesgo de que la impericia en el lenguaje tabernario sobrepase la fina frontera que existe entre el exabrupto ingenioso y la vulgaridad. Inclúyaseme en la segunda de esas variables. El caso es que la persona aludida no era el escritor que yo barruntaba, alguien de quien se ha solido hablar más de una vez en ese foro y, para más señas, alguien por quien fui ofendido vilmente y con quien tuve un rifirrafe muy desagradable en una conversación privada. El comentario original, además, encajaba perfectamente con una de sus más deleznables cualidades, la del narcisismo y la del prurito de superioridad.  Sin embargo, el aludido era, sin yo saberlo, otra persona por la que profeso, en cambio, gran respeto, admiración y el afecto propios de la camaradería literaria, esa que no es necesario alimentar cada día, pero que se da por sentada entre quienes nos reconocemos en una forma de ser y de estar en el mundo. Este escritor, al que aprecio, al leer mi comentario, se entristeció al comprobar el supuesto concepto denigratorio que yo le atribuía, y me escribió en privado para mostrarme su decepción. No hubo reproche, ni recriminación, ni bajó nunca al barro. Al contrario, fue una lección de caballerosidad, de saber estar, de altura de miras y de humanidad, a pesar de saberse herido. Un ditirambo a la elegancia. Y todo ello creyendo él que yo había participado conscientemente de su afrenta. Tuve que aclarar al momento el malentendido y confiar en que esta persona le tuviera fe a mi palabra. Si no se la tuviere, tampoco yo podría reprocharle nada. Pasé una tarde entera angustiado y dormí mal. Y, tras la angustia, llegó el enojo. Pero el enojo conmigo mismo, que es el que menos consuelo tiene. Porque todo ese embrollo hubiera sido perfectamente evitable si uno hubiera tenido la lucidez y el equilibrio emocional de no participar en linchamientos (aunque estos vayan dirigidos a las personas más odiosas) ni acompañar trifulcas patibularias que a nada conducen, salvo a embarrarlo todo y a mostrar la dimensión más aborrecible de la condición humana. Pero participé y el equívoco no es exculpatorio porque, en esencia, nada cambiaba salvo la persona afectada. La hermosa contestación privada que ese escritor me ofreció, aun sabiéndose erróneamente la diana de mi comentario ofensivo, es una de las lecciones más contundentes que he recibido jamás y que redundará, estoy seguro, en mi forma de relacionarme con las redes sociales y en la vida, en general. Entretanto, ando buscando asilo en alguno de los círculos del Infierno de Dante donde mi estupidez encuentre su acomodo y su penitencia.

lunes, 6 de mayo de 2024

648. Literatura recién inventada

 


Nunca conocí en persona a José Óscar López. Todo lo que sé de él me ha ido llegando a través de los comentarios, entusiastas y cariñosos, de quienes tuvieron la suerte de compartir su amistad, algunos de ellos, también amigos míos. Esto convierte a José Óscar para mí en una especie de compañero a no sé cuántos grados de distancia de consanguinidad, pero compañero, a la postre. Lo sé bien porque, tras su reciente pérdida, sentí cercano el dolor de todos aquellos que se volcaron en las redes para dejar el testimonio de su desconsuelo. Fue entonces cuando me urgió la necesidad de escoltar en mi pequeño bote el navío de José Óscar hasta su llegada a las islas, estén éstas en donde quiera que estén, siguiendo la cartografía del misterio que somos.

A propósito de su libro de relatos, Los monos insomnes, el escritor Pedro Pujante decía que era «literatura como recién inventada, proveniente de un país indefinido y fascinante». No creo que exista mejor definición para la obra de José Óscar López. Así me ha parecido también su Llegada a las islas, una suerte de reformulación del movimiento creacionista de Huidobro donde el lector se adentra como en una tabula rasa y sin coordenadas en un mundo acabado de estrenar. Ya los poemas que abren el libro constituyen una especie de poética: si existe la imposibilidad de decir algo porque todo está ya dicho tal vez «esta nada apacible, hospitalaria, constituyese una nueva y paranoide Eneida, formulación nueva y a la vez antigua». Prácticamente todo el poemario es una búsqueda de caminos nuevos para saber decir: la desmitificación de la inspiración decimonónica; la relación del escritor con su soledad creativa; ensayos de estampas poéticas; el atisbo de la idea («No conocí jamás la torre, pero oí / el canto de la torre y / ya no pude olvidarla»); imágenes en ciernes «como peces temblando fuera del agua»; la verdad literaria, lejos de la impostura del éxito («no pedí el laurel, sino aleteos, la verdad»); la inevitable vanidad, que es también autoexigencia («¿para qué ser cristiano si se pude ser cristo?» o «sé justo porque sé que no serás benévolo»); la peregrinación de un Judas Iscariote que vaga por Tracia, Siria y Jonia en busca de nuevos sortilegios pero que resulta partícipe de la «enésima generación de héroes mandados de vuelta a casa», como el hoplita renegado que vuelve a Elea o el regreso sin la espada de quien ha perdido Britania; aferrarse al trozo de ébano y «conservar los pedazos de aquello que nos salva»; las ideas desechadas como «chatarra galáctica»; la libertad creativa entendida como un ejercicio para nadie («como un arquitecto que comete / su trabajo sin la carga de que nadie tenga que vivir allí»); la importancia de la mirada («quien observa […] es quien lo aporta casi todo»), pues solo el poeta puede presagiar esencias trascendentes en la cotidianidad. Todo ello jalonado por diferentes y sugestivos guiños culturales procedentes de la cultura pop, de la música y del cine.

Pero ese mundo «a años luz, arriba lejos / muy lejos de cualquier planeta habitado», sucumbe a veces al prosaísmo de la realidad pura y dura: «los ángeles de la mañana bostezan en las paradas de autobuses»; salir de la ensoñación de un cine; la soledad rodeado de gente; la expectativa de los demás; un acoso escolar; las tardes de verano ociosas e improductivas; y algunas vicisitudes de orden personal que se integran dosificadamente en el libro.

Llegada a las islas es la epopeya de una búsqueda y José Óscar su intrépido (y vulnerable) argonauta. Los que hemos leído a José Óscar ahora sabemos con certeza que finalmente su nave arribó con éxito a la Cólquida. Y que se hizo con el vellocino de oro.