lunes, 23 de abril de 2018

401. Habitar la omniausencia



Quienes me conocen bien saben que no profeso en la cofradía del encomio gratuito, ni siquiera cuando el cedazo del cariño (como es el caso) pudiera tamizar la capacidad del discernimiento. Digámoslo, pues, de una vez: Pilar Blanco Díaz es una de las voces más deslumbrantes de la actual poesía española. Y esto hay que decirlo alto, claro y sin complejos, con la certeza de quien se sabe legitimado por la lectura jubilosa de una obra de incuestionable altura.
Tras cuatro años de silencio, Pilar Blanco nos regala Vigía de tu paso, una joya engarzada en la preciosa edición de Chamán. El libro se divide en tres secciones. En la primera, titulada “El que observa”, toma la voz poética una suerte de abstracción que no es más que el trasunto de la vocación trascendente de la poeta. A esta entelequia “clavad[a] en lo absoluto” se la llama a veces “hermética presencia” o “el otro”, “el hermano”, “el que escucha”. Desde su dimensión inalcanzable nos recuerda la finitud de lo que somos y la falacia de la búsqueda, pese a la tozudez contumaz del ser humano por responder a los enigmas de su propia existencia y por erigirse en interlocutor perpetuo y estéril del misterio. A la postre, somos sólo el “sueño de un loco” que amó en nosotros “lo inmortal que le fuera negado”, “un acaso de células cuyo fin desconozco”. “No te rebeles: respiras y ya has sido”.
En la segunda parte, titulada “La criatura”, es ésta quien toma la palabra para interpelar al metafísico vigía, pues necesita atar su canto a él para explicarse; de este modo  alimenta su ficción y agranda la oquedad del dolor, pues no hay respuestas si no hay a quien preguntar: “ni siquiera existes, producto de mi mente y de mi hambre”. La identificación con ese ideal anhelado pasa entonces a configurarse hacia adentro, estableciendo una tensión entre el yo público y el yo esencial, ese que “dice que es yo y no lo reconozco, / y me desprecia desde mis sangre misma”, o ese ser atávico, el arcano prediluviano, el origen telúrico del que venimos, de la tercera parte. Para el acceso a la eternidad queda entonces la palabra demiúrgica, la que nace de su veta prístina, pues lo que no se nombra no existe, o la asunción del tiempo presente como el único posible: “todo es hoy y avanza hacia sí mismo”, “luego no será más que un siempre  y un ahora”, “completar el ahora, / cauce único del siempre”.
La última sección se titula significativamente “El espejo del agua”, pues en ella dialogan la criatura y el vigía, que son las dos caras de una misma alegoría.  Se alterna aquí la letanía y el tono oracular. La “hermética presencia” se postula, allá en lo alto, como un dios soberbio y nihilista, que se alimenta de nuestro miedo y que niega toda perfección, destino y trascendencia a los hombres. La poeta se rebela a veces enarbolando la fuerza del amor (“soy eterno, pues amo”) y otras acepta la nada de su sino dando dimensión al espejismo a través de la belleza y de la poesía, que la salvan.
Vigía de tu paso es la epopeya elegíaca de una búsqueda imposible, la épica de una derrota cierta. Y, sin embargo, el misterio de la existencia debe oscurecerse precisamente para entenderlo: “porque el hombre que eres me usará de fanal” –dice ese eón anhelado–. “Ceguera que abre luz”, –corrobora la poeta–. Pues toda nuestra radical humanidad se halla en “amar así el bastón que nos conduce, el reflejo que evoca / este vacío repleto de preguntas. / Y amar en quien camina a nuestro lado / la misma pequeñez con la que se alza”. 

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