lunes, 4 de mayo de 2020

484. La revancha del tigrillo



Entre las teorías conspiranoicas que se postulan para explicar el origen de la pandemia que nos azota –y no, por cierto, la más descabellada– está aquella que afirma que el virus es el modo en que el planeta se venga ahora de la humanidad como castigo por los agravios con que sistemáticamente hemos ido sometiendo su soberanía natural. Recuerdo ahora, con la nostalgia de la cotidianidad robada, aquel concurso literario ecológico que organizamos en mi instituto cuyo lema, ideado por mi compañera Eloísa, era «La venganza de don Mundo», jugando con el título de la obra de Muñoz Seca, aunque a los alumnos se les escapara el guiño literario. Pero disculpen esta concesión a la melancolía. A lo que iba. He pensado todo esto mientras leía, a modo de homenaje póstumo, Un viejo que leía novelas de amor, el libro de Luis Sepúlveda, a quien también ha desterrado de la vida la ira regia de ese tirano arrogante que hasta en el nombre se corona de soberbia. En la novela del escritor chileno, Antonio José Bolívar Proaño, que vive en El Idilio, un remoto pueblo amazónico, ocupado en leer novelas románticas, es requerido por el gobernador del lugar para matar al tigrillo, que está causando estragos entre la población. En realidad, la cólera del ocelote se debe a que los cazadores extranjeros que, como los buscadores de oro, pululan a sus anchas por la zona provocando todo tipo de abusos, han matado a las crías de la hembra y herido de muerte al trigrillo macho. El animal, pues, cegado por el dolor, arremete contra todo hombre que penetra incauto por la selva. Antaño, Antonio José Bolívar Proaño había sido acogido por los indios shuar hasta el día en que cometió, involuntariamente, un error que vulneraba el código de la tribu. Pero durante su estancia con los indígenas, supo apreciar el respeto de ese pueblo por la Naturaleza, su pacto cruel pero honroso con ella, las leyes no escritas de la selva, la simbiosis de la vida dentro de la vida. Es por eso que el gobernador le encomienda la misión. Cuando Antonio José Bolívar Proaño cumple con su cometido, arroja al río, entre lágrimas, a la hembra y maldice a los gringos que provocaron aquel desajuste en el cauce natural de las cosas. La novela, que por momentos tiene algo de El corazón de las tinieblas, de Conrad, y que subyuga como lo hacen todos esos libros que colocan al hombre frente al colosal misterio de la Naturaleza en su majestad (Don Segundo Sombra, de Güiraldes, La vorágine, de José Eustasio Rivera, el mismo Conrad…) es un canto a la coexistencia y la armonía del hombre con su entorno y, a la vez, una denuncia a quienes transgreden esa alianza sagrada. Va mucho más allá de la ecología y, por supuesto, no tiene nada que ver con la baratija del mantra naturalista de perroflaúticos, porreros, talibanes del veganismo y demás ralea. El libro de Sepúlveda sondea los arcanos de la vida profunda sin atenerse a modismos circunstanciales. En la parte final, cuando el protagonista se esconde de la tigrilla bajo una canoa y la siente pasear por encima de la madera, aquel siente que va a morir. La misma tigrilla, que «capta el olor a muerto que muchos hombres emanan sin saberlo», marcaba con sus orines la presa, «considerándolo muerto antes de enfrentarlo». Bolívar se queda dormido y sueña que el brujo shuar masajea su cuerpo con puñados de ceniza fría para salvarlo, mientras atisbaba los ojos amarillos de la muerte en todas direcciones. Entonces el sortilegio chamánico tuvo efecto. Pero ahora no puedo dejar de sugestionarme pensando –llamadme paranoico– que la tigrilla de Sepúlveda ha vuelto buscando su revancha.

2 comentarios:

Javier Angosto dijo...

Para los primeros cursos de la ESO, yo suelo recomendar como lectura voluntaria "Historia de un perro llamado Leal", y acostumbra a gustarles mucho.

Sandra Sánchez dijo...

Pues precisamente empecé este libro hace pocos días, también a modo de homenaje al autor que, por mucho que viviera en mi tierra (Asturias), mi extensísima ignorancia hacía que yo no lo conociera, así que he decidido acercarme a su obra ahora que el virus éste cruel que campa a sus anchas por ahí nos lo ha malogrado. Es curioso que haya sido su muerte (bueno, ya supe de su contagio por la prensa) quien haya hecho que Luis Sepúlveda naciera para mí, literariamente hablando.
Excelente reseña.
Saludos!