lunes, 1 de febrero de 2021

517. Bordar el amor

 


Cuando se estrenó Mariana Pineda en 1927, Juan Ramón Jiménez declaró que Lorca había sido arrojado del Parnaso pues era indigno que un poeta escribiera teatro. Quizás Juan Ramón ignorase que donde más poeta se sintió Calderón fue en sus obras teatrales. Prueba de ello es la antología que la editorial Renacimiento acaba de sacar a cargo de Luis Alberto de Cuenca.   

Pues bien, la nueva adaptación de Javier Hernández-Simón es pura poesía: la lorquiana y la visual. La historia de Mariana Pineda es bien conocida: la mujer granadina ajusticiada en 1831 por haber bordado una bandera en la que aparecían las palabras Libertad, Igualdad y Ley. Ahora bien, Lorca añade a su personaje la dimensión del amor, pues su heroína actúa movida por sus sentimientos hacia Pedro de Sotomayor. Cada puntada que da forma a la bandera de la discordia viene impulsada por el amor y no tanto por una verdadera convicción ideológica. De hecho, Lorca siempre insistió en la interpretación no política del drama. Mariana Pineda no lucha, a priori, por una ideología sino por amor. Esta entrega desmedida a don Pedro provocará que Mariana acabe siendo víctima de su propia pasión, que la conducirá a la soledad, al rechazo social e, incluso, al abandono de sus propios hijos. Como es característico en el universo lorquiano, el amor es una fuerza arrolladora que transforma a los personajes. Cuando Mariana es apresada, se niega a desvelar los nombres de los liberales que iban a sublevarse. Su acto de amor es inquebrantable y prefiere poner su vida en peligro a delatar a su amante.

Javier Hernández-Simón opta por una puesta en escena sencilla y, a la vez, muy efectista: una serie de puertas móviles que se juntan, se separan, se cierran o se abren le sirven para marcar la progresiva soledad en la que se sume Mariana. Asimismo, aparecen en el escenario unos largos hilos rojos que simulan el telar en el que teje la protagonista y que, además, son las hebras en las que se enreda y en las que su vida queda atrapada, como si de una terrible telaraña se tratase. Especialmente hermoso es el momento en que Laia Marull simula estar enredada en esos hilos mediante un plástico trabajo de expresión corporal muy poético.

La actuación del elenco de actores es, en líneas generales, muy correcta. Si bien, como punto débil, se podría destacar el acento andaluz bastante impostado de una de las actrices que chirría en el conjunto de la obra. Esta nota localista desluce, pues ningún otro personaje tiene acento andaluz, ni si quiera la protagonista, y se aleja del carácter universal que Lorca quería imprimir a sus dramas.

Destaca también la interpretación de Laia Marull en el punto álgido de la obra, cuando la protagonista, recluida en un convento, evoluciona desde la negación de su cruel destino: “tengo el cuello muy corto para ser ajusticiada”, a la esperanza inquebrantable en que la salvará don Pedro hasta la dolorosa asunción de su más absoluta soledad: su amante no vendrá a rescatarla ni a morir con ella. Esta angustiosa realidad supone para la protagonista su propio autoconocimiento: ella es la libertad. Si don Pedro ama más a la libertad que a ella misma, Mariana Pineda será la libertad, será esa idea que domina los pensamientos y los actos de su amante. Morirá siendo la encarnación de ese noble ideal y don Pedro seguirá estando enamorado de ella, la amará a ella que es la Libertad misma: “¡Yo soy la libertad porque el amor lo quiso!”

En definitiva, esta nueva puesta en escena de Mariana Pineda nos ofrece la oportunidad de ver sobre las tablas, llena de vida, a la mujer que se ha convertido en símbolo y paradigma de la lucha por los ideales con una firmeza y coherencia dignas de encomio, sustentadas en el amor que, en definitiva, es el sentimiento vertebrador del universo lorquiano y, por extensión, de nuestro mundo.

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