lunes, 8 de febrero de 2021

518. ¡Es ficción, idiotas!

 


La cosa es muy sencilla. Imaginemos que un historiador o un prestigioso analista político me reprochase ahora la expresión con que he decidido encabezar el presente artículo. Quizás me afeara mi decisión aduciendo que el título es una burda manipulación, que no se ajusta al verdadero origen de la locución, que la he adulterado zafiamente. Después luciría su sapiencia explicando que la expresión de marras, en realidad, formó parte de la campaña electoral del equipo de Bill Clinton cuando James Carville decidió contrarrestar el prestigio de George Bush padre, basado en su exitosa política exterior, colocando carteles con mensajes que pusieran el foco en las necesidades reales de los ciudadanos norteamericanos. Y que entre estos carteles uno rezaba: «the economy, stupid». Y que la frase se hizo tan popular que hay quien piensa que fue el espíritu de su contenido el que hizo ganar las elecciones a Clinton. ¡Bravo, señor historiador o analista político! Ya nos ha quedado clara su excelsa erudición.

Al señor historiador o al ana-listo político, sin embargo, no se les ha ocurrido pensar que la adulteración de la expresión responda quizás a una decisión deliberada y que este pobre articulista de provincias solamente haya querido echar mano de la metáfora, de la captatio benevolentiae y hasta del guiño cómplice dirigido precisamente a los que saben perfectamente el origen de la expresión. En definitiva, tan atentos han estado a la salvaguarda de la fidelidad a los hechos históricos, que se han olvidado de que existe algo llamado creatividad.

Viene todo este largo preámbulo motivado por la lapidación que han sufrido los guionistas de la serie El Cid, creada y codirigida por Luis Arranz y José Velasco. Atentos a las minucias históricas, todos estos talibanes del rigor han arremetido contra la serie pensando que quizás estaban ante un tratado de Historia y no ante una serie de ficción. Los juglares del Cantar de Mio Cid también cometieron varias inexactitudes históricas. El Cid fue desterrado tres veces y en el Cantar solamente una; las hijas del Cid no se llamaban Elvira y Sol, sino Cristina y María, ni fueron violadas en ningún robledal de Corpes; no existió ningún rey moro llamado Búcar; el conde de Barcelona fue apresado por el Cid dos veces y no una, etcétera. Y, sin embargo, nadie se ha rasgado las vestiduras por estos errores, antes bien, se ha aplaudido la creatividad del juglar que en aras de lo que le convenía a la estructura del poema, ha reducido el número de destierros o ha convertido una posible rivalidad nacida por las lindes de unas tierras en una cuestión de honor mediante el capítulo de la afrenta de Corpes. Seguramente los juglares ya ni recordaban las circunstancias reales de lo que narraban pero eso no actuó en menoscabo de nuestro primer monumento literario. Otra cosa es que las prosificaciones cronísticas dieran crédito a los cantares de los juglares. Eso sí es reprochable: los cronistas sí son, a su manera, historiadores. Los juglares son, en cambio, artistas.

Luego llegó el Romancero y con él el famoso silencio de Sancho ante el lecho de muerte de su padre; y se sugirieron los amores incestuosos de Urraca y Alfonso; el carácter manipulador de esta y la sospecha de su connivencia con el inexistente traidor de Zamora en la muerte de Sancho; y el enamoramiento de Urraca con el Cid; y la legendaria jura de Santa Gadea donde el Cid hizo jurar al futuro rey Alfonso que no había tomado parte en la muerte de su hermano; y en la victoria del Cid una vez muerto, que acrecentó la leyenda. Todo mentira. Pero todo lleno de verdad literaria. De todo eso hay en la serie de televisión, a poco que uno conozca algo las fuentes literarias. En la factura técnica ya no entro. Nada es reprochable en la ficción, salvo la verosimilitud, que no es lo mismo que la veracidad. En las series históricas debe cuidarse esta última evitando anacronismos flagrantes pero no hasta el punto de arruinar un hallazgo creativo interesante o el filón de una tradición apócrifa. Porque, con el permiso de Carville: ¡es ficción, idiotas!

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